Otra historia del tiempo. Enrique Gavilán Domínguez
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La redención del tiempo a través de la música, idea central del romanticismo, es de naturaleza paradójica: salva del tiempo a través del tiempo. La música no anula el tiempo simplemente, sino que crea un tiempo diferente, un tiempo que penetra el espíritu y lo llena; bloquea así el efecto ensordecedor de la rueda que atormenta al monje desnudo. Surge una nueva conciencia de la duración, como una burbuja en torno a la música. En su interior cesa el giro de la rueda. El tiempo pasivo que arrastra en su sam¯sāra el espíritu de los seres es desarmado por el tiempo activo de la creación o de la escucha, como una forma de conocimiento que libera. Lo que la música hace posible, el cese de la angustia que provoca la rueda del tiempo, una experiencia de eternidad, puede reconocerse e integrarse en una explicación racional, como hacen Adorno o Lévi-Strauss, pero puede también romantizarse (en el sentido de Novalis) acentuando el aura mística, y convertir esa experiencia en paradigma artístico, como hace el romanticismo en general, transformándola en la manifestación particular de una fuerza superior (Schopenhauer) o directamente sobrenatural (Wackenroder). En todo caso, la música (y por extensión el arte, del que aquélla se convierte en modelo) proporciona una experiencia que tiene un efecto doble: libera del dolor del tiempo y da acceso a una nueva forma de conocimiento decisivo.
El tiempo musical como tal no está atrapado y metido en el tiempo prefijado, como si lo obedeciera, lo aprovechara y desperdiciara, sino que [el tiempo musical] funda tiempo, lo establece, lo crea. De esta forma, frente a la conciencia del tiempo como rueda, la música proporciona una conciencia completamente distinta, la de autoconstitución (Selbstsetzung) de tiempo. Lo que la música como tiempo puede hacer comprender es, más allá del mundo estético, la única posibilidad de liberación del tiempo que posee el hombre. El tiempo pasivo es derrocado por el tiempo activo. «Detención del tiempo», «eternidad» e «infinitud» son la detención de la rueda, la desactivación del sufrimiento de su giro. Para el tiempo activo la imagen de la rueda ha perdido su validez[33].
No puede decirse que la transformación de la duración en la música constituya algo nuevo que surgiera con el romanticismo. Esa transformación ocurría ya en la música de Bach[34]. La novedad del romanticismo no es la posibilidad de experimentar una superación del tiempo en la música, sino la atención a esta posibilidad y su interpretación en términos de redención, como en Wackenroder. Pero la cuestión sigue presente: ¿qué explica ese interés?, ¿con qué transformaciones históricas se asocia?
Como se indicaba al comienzo, la Revolución francesa había creado una nueva percepción del cambio, ciertos puntos de referencia hasta entonces considerados inamovibles desaparecieron con ella; esa transformación se traduce en un vértigo desconocido, convertido desde entonces en experiencia cotidiana. Pero seguramente el factor principal del agravamiento de esa sensación no sea fruto de un acontecimiento o una serie de acontecimientos traumáticos, como los que se asocian a la Revolución. Se trata de algo menos espectacular, una sensación que invade la experiencia cotidiana. El capitalismo extiende el dominio de un tiempo lineal abstracto, convertido en medida de todas las cosas; extiende con él una nueva sensación de soledad, impotencia e infelicidad. El romanticismo es, en parte, una reacción frente a esa forma de alienación. Sus creadores experimentan en la música otra vivencia del tiempo (la plenitud de su detención) y la convierten en paradigma de un arte nuevo.
La sistematización de la concepción romántica: Arthur Schopenhauer
La filosofía de Schopenhauer representa la elaboración más sistemática y acabada de la concepción romántica de la música, en la formulación mística que le había dado Wackenroder. En un imprevisible juego de espejos, la construcción de Schopenhauer tendrá un impacto extraordinario sobre la música misma, cuya manifestación más interesante son los dramas finales de Wagner –Tristan (1865), Meistersinger (1868) y, sobre todo, Parsifal (1882)–. Se dibuja así una trayectoria sinuosa: en el origen estaría una determinada experiencia, la vivencia de la música. En las condiciones de finales del siglo XVIII (el vértigo de la revolución, el nuevo dominio del tiempo abstracto) esa experiencia se asocia al anhelo (Sehnsucht) que está en el centro de la concepción romántica, lo que llevará a convertir la música en modelo de referencia de una nueva idea de arte, centro de esa nueva visión del mundo que es el romanticismo. La elaboración de esa estética musical no es obra de músicos ni de filósofos, sino que se realiza fundamentalmente en el terreno literario y ensayístico. Puede considerarse el relato del monje desnudo como su texto canónico. Las nuevas ideas influirán decisivamente sobre la sociedad europea, acentuando el interés por la música, empujando a los propios compositores a intensificar determinados rasgos de sus obras. Más tarde, en un nuevo giro, Arthur Schopenhauer conseguirá dar una forma sistemática a las intuiciones románticas sobre la música, en el terreno de la filosofía. Las ideas románticas reformuladas por Schopenhauer adquirirán un nuevo poder de penetración y volverán a influir sobre algunos músicos. Los últimos y más grandes dramas musicales de Wagner se convertirán en su expresión más acabada y servirán de punto de partida de nuevas construcciones teóricas, cuyo ejemplo más notable es la obra del joven Nietzsche, ante todo, El nacimiento de la tragedia. Pero lo sinuoso de ese recorrido provoca desajustes temporales llamativos. Si se consideran los dramas finales de Wagner como la expresión más acabada de la filosofía de Schopenhauer, y ésta como la sistematización de las ideas formuladas por Wackenroder, tendremos que reconocer que la obra musical más propiamente romántica sería Parsifal. Pero ésta no surge en la época del romanticismo, sino cuando el movimiento artístico que desplaza al romanticismo, el realismo, está llegando a su fin, desplazado a su vez por el simbolismo y el Jugendstil. El sonido parece viajar con menos rapidez que las ideas que lo inspiran: lo que el monje desnudo cree escuchar en algún lugar del lejano Este, tardaría casi un siglo en tomar cuerpo plenamente y resonar en el foso del escenario de un extraño teatro en lo alto de una colina de una pequeña ciudad de la Alta Franconia.
La visión de Schopenhauer combina elementos kantianos con ideas orientales, procedentes de la filosofía budista y de las Upaniṣads. Presenta una concepción del mundo dominada por la voluntad como fuerza inconcebible (propiamente irrepresentable) para el ser humano, que no percibe sino sombras de sombras, derivadas del principio de individuación, cuyo juego de espejos crea el engaño del mundo visible. Schopenhauer asimila expresamente la voluntad a la cosa en sí kantiana. La voluntad se objetivaría en las ideas platónicas, pero éstas no serían accesibles directamente, sino que sólo se conocerían de forma indirecta a través de la multiplicidad del mundo fenoménico, reflejo de esas ideas.
Las diversas artes constituyen formas de conocimiento paralelas a las que ofrece el mundo de las apariencias. El arte intenta captar, no las cosas, sino su raíz metafísica, las ideas platónicas. El arte auténtico no es, pues, una mímesis de las cosas, sino de las ideas que las subyacen. La capacidad para esa tarea varía según las diversas artes. Es mínima en la arquitectura y máxima en la tragedia. La música ocupa una posición excepcional, o más bien está fuera y por encima de esa escala. A diferencia del resto de las artes, en la música la relación con la voluntad es directa, no mediada. La voluntad habla en la música sin intermediarios. Su posición sería así análoga a la de las ideas platónicas, en tanto objetivación directa de la voluntad. Pero a diferencia de las ideas platónicas, a las que sólo tenemos acceso mediado a través