Otra historia del tiempo. Enrique Gavilán Domínguez
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La voluntad habla en la música sin intermediarios, pero de ser así, ¿no significa que habla en cualquier música, la de Wagner o la de Rossini, la de Mozart o la de la familia Strauss, la de Beethoven o la de Offenbach? En Schopenhauer, culminación de la estética romántica, la metafísica desplaza a la estética; como consecuencia, no hay otros criterios de valoracion de una obra que la conmoción que esa música es capaz de producir en el intérprete o el oyente; igual da que se trate de Rossini o Palestrina, Cimarosa o Mozart, Donizetti o Beethoven. Adorno hubiese podido presentar a Schopenhauer como el ideólogo de la escucha emocional.
El romanticismo, en consonancia con sus supuestos estéticos, introduce una devaluación relativa de la vista en favor del oído. Culminará en esta elevación schopenhaueriana de la música a forma suprema de conocimiento. Schopenhauer radicalizará la exaltación de lo acústico, no sólo en un sentido positivo, convirtiendo la música en un arte muy superior a todos los demás, expresión directa de la voluntad, sino también en su sentido negativo, apuntando al oído como el punto más vulnerable de un hombre sensible. En un pasaje que parece la nota a pie de página al tormento de la rueda del tiempo de Wackenroder, el filósofo contrapone la vista y el oído, subrayando la enorme diferencia en la perturbación potencial que nace del segundo en relación a la primera: «La gran perturbación que la capacidad de pensar sufre por los sonidos hace que las cabezas pensantes y en general las personas de espíritu, sin excepción, no puedan soportar absolutamente ruido alguno». De ahí deriva una medida de la espiritualidad de un hombre: «Alimento hace mucho tiempo la opinión de que la cantidad de ruido que se puede soportar sin molestia está en relación inversa a las capacidades espirituales, y así puede considerarse como la medida aproximada de éstas»[36].
Cuando Wagner oculte la orquesta en el abismo místico de Bayreuth, dará expresión física a la concepción de Schopenhauer. Sin embargo, en ese gesto –que acentúa la importancia del escenario y, por tanto, de lo visible– se refleja la paradoja del romanticismo, lo que ese movimiento tiene de anómalo en una cultura de la vista, algo que, como ya se ha señalado, afloraba en el final del relato de Wackenroder, con la transfiguración visual del monje. Tras experimentar las repetidas frustraciones de la insatisfactoria puesta en escena de su tetralogía, el mismo Wagner llegará a expresar el deseo de un drama sin escenario para poder conseguir una representación a la altura de su Parsifal[37]. Y sin embargo, como se verá, la creación de una orquesta invisible y de un auditorio que concentra la mirada de los espectadores sobre el escenario representa paradójicamente una intensificación del poder de la música como sustancia del drama. En Prometeo, tragedia dell’ascolto Luigi Nono dará un paso más, la búsqueda de una escucha no asociada a la visión y la imposibilidad de lograrla, la tragedia de la escucha, una tragedia cuyos supuestos habían sido establecidos por el intento romántico de otorgar al oído el poder de superar el tiempo[38].
Final
La nueva situación a la que se enfrenta la sociedad europea en el siglo XIX, la necesidad de describir un mundo radicalmente nuevo que se transforma hasta sus cimientos en todas las esferas de la vida, empuja a crear un mundo ficticio, que se sabe irreal, pero no como simple consuelo («el suspiro de la criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación sin espíritu»[39]), sino con la conciencia de que en esa irrealidad radica algo mucho más importante, lo que Schopenhauer llamará voluntad. Las batallas del siglo anterior habían dejado yermo el terreno que ocupaba la religión, incapaz de seguir proporcionando una imagen del mundo convincente. El pasado, el arte y, sobre todo, la música desempeñarán ese papel. Los románticos elaborarán una idea de música que no se corresponde ni con una música real ni con músicos reales, pero que conseguirá despertar una pasión por la música que configurará el gusto, el repertorio, los modos de escucha e interpretación hasta el presente.
La paradoja de música y drama como encarnación de la estética romántica. el tiempo en Wagner
Contra la opinión que el propio Wagner pudiera tener sobre el significado de su obra, vista desde hoy resulta mucho más importante por el modo en que consigue combinar y realizar ideas de otros que por lo que pueda haber allí de un pensamiento propio y coherente, realmente original o innovador. Pero a pesar de que no sea así en lo relativo a su formulación doctrinal, el conjunto de la obra de Wagner, entendida en su triple dimensión teórica, compositiva y escénica, se convierte desde la segunda mitad del siglo XIX en el punto de referencia de la música europea moderna y en estímulo clave de la reflexión estético-política. Su importancia deriva en parte de la insólita capacidad de asociar a unas realizaciones artísticas extraordinarias una teoría que, a pesar de sus debilidades, dotaba a esos dramas de una coherencia, al menos aparente, que les otorgaba un poder de convicción único.
Las fuentes teóricas de las que se alimenta esa obra resultan de una heterogeneidad llamativa. Por un lado, la obra de Wagner constituye la realización más acabada de las ideas estéticas de Schopenhauer; su música, asociada desde la composición de Der fliegende Holländer a la idea de redención, se convierte así en eco dramático de aquella música ficticia que liberaba de la rueda del tiempo al anacoreta de Berglinger-Wackenroder[40]. Por otro lado, la obra de Wagner se convertirá en principal punto de referencia de la creación musical y de la reflexión sobre música durante muchas décadas. Incluso hoy, sin la pregnancia que pudo tener en el pasado, la sombra de Wagner sigue constituyendo un punto de referencia insoslayable de cualquier reflexión sobre música y estética, música y política o música y teatro.
No resulta sencillo trazar un perfil nítido de la estética wagneriana. Esa dificultad no deriva solamente de las transformaciones que experimentó, sino también y sobre todo de sus deficiencias teóricas. A pesar de que sin duda Wagner fuera el músico de su época que de forma más decidida y sistemática trató de fundamentar teóricamente sus posiciones, ni su estilo ni su tendencia a cierto eclecticismo desordenado ni, sobre todo, la escasa clarividencia sobre su propia posición ayudan demasiado a reconstruir el dibujo exacto de sus ideas estéticas y el modo en que fueron evolucionando. A pesar de todo, esa teoría incoherente, caprichosa, a veces incompetente, casi siempre carente de la lucidez para reconocer su posición exacta en el laberinto filosófico del siglo XIX, iba a ejercer una influencia decisiva tanto sobre la creación artística de su autor como sobre el modo en que iba a ser comprendida. Como teórico, Wagner tiene mucho más de bricoleur que de alquimista. En sus reflexiones estéticas se puede sentir más la genialidad del cocinero amante del riesgo y la experimentación que la coherencia del químico de sólida formación, pero la falta de rigor en la combinación no hace menos sabrosas sus creaciones, aunque quizás resulten algo indigestas. El fuerte de Wagner reside en su capacidad para dar apariencia de coherencia y rigor a un bricolaje teórico, que en todo caso ponía de manifiesto el oído del músico para orientarse en medio de las corrientes más interesantes que circulaban por las arterias del siglo XIX. A la postre, su falta de escrúpulos teóricos le iba a posibilitar hermanar ingredientes en una mezcla que le hubiera resultado disparatada a un teórico más consciente.