Hamlet. William Shakespeare
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El carácter, el conflicto y el hado no son elementos que puedan desgajarse: constituyen facetas del suceso trágico, más allá del cual se vislumbra un orden más armonioso. En Hamlet, sobre la muerte y la devastación, la figura de Fortinbrás anuncia una era de dicha; Albania, en El rey Lear, se nos figura la justicia triunfante; la muerte de los enamorados en Romeo y Julieta reconcilia a quienes se odiaron durante generaciones. Del mal y del horror emergen la piedad y la esperanza.
¿Cómo ha construido Shakespeare esas historias de desventura que son sus tragedias? Toda reducción formal procurará en vano resolver ese problema. Detalles externos —cinco actos, mezcla de prosa y poesía, movimiento—, recuentos prolijos sobre el número de versos o extensión de los parlamentos, historia y crítica textual, procuran en vano allanar el secreto de su ingenio. Sólo cabe constatarlo y subrayarlo. Con pericia agudísima en el manejo de los efectos y en la duración, sabe graduar los momentos expositivos o de conflicto, de sosiego o de impulso. A veces agrega a la trama principal otra semejante, que patentiza más transparentemente el tema primario: la situación de Lear y sus hijas es semejante a la de Gloucester y sus descendientes; Laertes enfrenta en Hamlet el mismo drama que el protagonista.
No sólo sabe empalmar acciones paralelas sin que decaiga el interés de ninguna, sino que es capaz de desarrollar a la vez el asunto en dos planos: uno superficial de acción y movimiento, otro subyacente de índole más abstrusa. Esa simultaneidad aclara el éxito paralelo de Shakespeare entre los más diversos niveles de público. En las tragedias encuentra satisfacción quien va en ávida busca del argumento, pues los hechos se suceden torrencialmente y obligan a una continua tensión emocional. Sabe acrecerla cuidadosamente, inspirarla, dosificarla con destreza. La aparición de la sombra de Hamlet puede ser un modelo de habilidad para crear la pausa expectante, el “suspenso”, como decimos hoy. Impulsos más profundos, símbolos, valores poéticos, despiertan en los espíritus más granados placer estético, meditación.
Las condiciones de la escena isabelina obligaron a Shakespeare a suscitar la atención del espectador con el cambio continuo de los movimientos escénicos, a punto de que muchas veces el plan se oscurece por la riqueza de situaciones. Shakespeare ha explotado todos los recursos, y, entre ellos, la sorpresa dramática, el sesgo inesperado. Su arte es tan sorprendentemente contemporáneo, que se acerca a lo cinematográfico, incluso, por la riqueza anecdótica y el manejo de los contrastes de color y sonido. Hamlet es una de las obras en que Shakespeare ha buceado más a fondo en la vida interior de un personaje, y sin embargo, ¡qué derroche de acción y movimiento! Al efecto patético de la aparición del fantasma en la explanada de Elsinor le sigue la pompa de una gran escena de corte, la nueva aparición de la sombra en la disputa de Hamlet con la madre, fuerzas guerreras en el escenario, la locura de Ofelia, el clamor de rebelión que irrumpe en palacio, un entierro y una fiera lucha junto a la tumba, un duelo a muerte y asesinato, veneno, destrucción, sobre todo lo cual se escucha la música marcial de Fortinbrás. Los acontecimientos desbordan de la escena y nos enteramos del viaje a Inglaterra, de la burla a la estratagema del rey, del episodio de los piratas; más aún, asistimos a la ardua experiencia de la ilusión de un teatro dentro del otro. Todo esto, que supera las exigencias de cualquier libreto de aventuras, en la tragedia de un héroe cuyo rasgo más firme no es la acción ni la intrepidez. Sería, sin embargo, absurdo interpretar ese despilfarro de inventiva como subalterno o melodramático, ya que no se trata de superposiciones, sino de un todo amalgamado con el curso profundo de la vida psicológica de los personajes. Como sucede con la mayoría de las obras de Shakespeare, el asunto de Hamlet no le corresponde exclusivamente,2 su bosquejo inicial se remonta a Saxo Grammaticus, escritor danés de fines del siglo XII, que compuso una crónica de los reyes de ese país —Historia Danica— impresa por primera vez en París el año 1514. La misma trama se desarrolla en varias sagas de los siglos XIV, XV y XVI, y uno de esos antiguos poemas ofrece extraordinarias semejanzas con el drama inglés. Éste, sin embargo, parece estar inspirado en Belleforest, que lo trata sintéticamente en sus Histoires tragiques (1570 y después), utilizadas en otras piezas de Shakespeare.
Referencias concretas de Thomas Nash (1587 o 1589) y Thomas Lodge (1596), además de otros datos concurrentes, permiten afirmar con certeza la existencia de un Hamlet anterior, probablemente de Thomas Kyd, que no se ha conservado y que puede situarse entre 1586 y 1589. Otra obra de Kyd —Spanish Tragedy (en torno a 1587)— muestra en su tratamiento y en su héroe tantos puntos de contacto, que es imposible pensar que su Hamlet no haya servido para la tarea de Shakespeare. Por lo demás, desde el punto de vista de la trama, Hamlet pertenece a una categoría dramática bien definida: las tragedias de venganza.3
Asimismo, el propio Shakespeare sometió su obra a diversos tratamientos y le introdujo modificaciones, algunas fundamentales, hasta fijar el texto en el in-quarto de 1604. La crítica textual y filológica ha sacado sugerentes consecuencias de estas reelaboraciones del viejo asunto. Importa destacar que Shakespeare consolidó los diversos estratos del tema, les infundió vida, los fijó de manera perenne. Se ha exagerado a veces, por parte de ciertos críticos, el valor de estos antecedentes literarios. En la mayor parte de las tragedias, y más aún en Hamlet, la trama tiene escasa importancia frente a la estilización de los materiales en manos del poeta.
Hamlet es la tragedia más larga de Shakespeare —tiene doble extensión que Macbeth—, la más controvertida y analizada de todas las suyas. Se han acumulado estudios sagaces, escolios sugerentes, pedantería erudita. La sugestión de Hamlet-carácter ha oscurecido el conocimiento de Hamlet-pieza teatral. Se le ha extraído de la obra para someterlo a la tarea disociadora del análisis, a la luz de los más dispares criterios literarios, filosóficos, históricos. Cada escuela, cada época, ha hundido su escalpelo en el proteico personaje. “Es la Mona Lisa de la literatura”, observa T. S. Eliot.
Pero Hamlet es el que Shakespeare creó, y sólo existe en Hamlet. Todo otro punto de vista resulta artificial, o extravagante. ¡Con cuánta razón reclamaba Gustav Landauer que la crítica se confinase a un texto impreso que comienza en la primera página y concluye en el punto final! El agudo crítico advirtió que “cuanto hay de enigmático en este drama no surge desde dentro, sino que viene de fuera”. Hamlet, como Ofelia, Polonio, Laertes y los demás protagonistas del drama, no es una criatura real sino un ser de ficción. Todo punto de vista histórico o biológico es equivocado para juzgarlo, ya que pierde de vista la motivación eminentemente estética de la obra. Sólo acercándonos con precaución, sin olvidar nunca que estamos frente a una elaboración artística, podemos esquivar el absurdo. Shakespeare fraguó poesía: debemos aceptarla como tal para verla adecuadamente y no trasladarla a otros planos donde ha de resultar inevitablemente falsa.
A los románticos les deslumbró esta tragedia sombría y compleja. La historia de uno de esos deslumbramientos está referida en Wilhelm Meister. “De mí puedo decir —escribe allí Goethe— que creo que nunca se ha imaginado nada tan grande, y que, en el caso presente, no sólo se ha imaginado sino que se ha realizado”. La identificación Shakespeare-Wilhelm, que se siente orgulloso por compartir el mismo nombre con el dramaturgo, expresa la identificación Shakespeare-Goethe. Cualesquiera sean los reproches que justificadamente puedan hacerse a los diversos juicios que en ese libro expone sobre Hamlet, es imposible desconocer que el autor de Fausto intuyó algunos de los rasgos característicos de la obra y del personaje. Goethe logró ver, por de pronto, que la tragedia