Hamlet. William Shakespeare
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Hamlet vive en un mundo de sueño y con la máscara de la locura parece ahondarse el aislamiento de su alma. Se envuelve en discursos como en un manto protector. Las palabras son la razón de su existencia, el tónico para su voluntad, al mismo tiempo que la causa de su extravío. Los críticos han reiterado la circunstancia de que Hamlet sea el personaje de Shakespeare que ha hablado más. Hamlet lucha ansiosamente por lograr su verdad, su identidad, y pocas veces se ha mostrado de una manera más precisa en la escena el trabajo de lo inconsciente por elevarse y alcanzar claridad. Edith Sitwell observa con sutil perspicacia: “Hamlet es una historia de cacería, la de un hombre que está cazando su propia alma y nunca la encuentra”.
El asunto real de la obra, más que la venganza, es efectivamente la postergación de la venganza; pero hay otro tema que lo sobrepasa o que al menos, lo comprende, y que Shakespeare no ha logrado destacar suficientemente en la trama: el efecto de la conducta de la madre de Hamlet sobre su carácter. Se ve que hay un impulso, borroso e ininteligible casi siempre, que supera al del simple castigo. Para Robertson el motivo que Shakespeare quiso desarrollar sin lograrlo es el viejo tema de los efectos de la culpa materna sobre un hijo. Ya antes de conocer que su padre había sido víctima del crimen, desconcertado su espíritu por la rapidez del nuevo casamiento de la madre, Hamlet pronuncia palabras que evidentemente se refieren a esa actitud: Frailty, thy name is woman!11 Esa desilusión, al extenderse, conviértese más tarde en desengaño del género humano. Cuando aconseja a Ofelia que se refugie en un convento, la obsesión del pecado materno es la que realmente le dicta sus palabras. Y cuando después de la pantomima, al observarle Ofelia la brevedad del prólogo, Hamlet le responde en su lenguaje de retruécanos: As woman’s love,12 tales palabras, al margen de su sentido genérico, aluden allí directamente a su madre. Fragilidad, brevedad: he ahí las pruebas que él ha tenido del amor.
¿Por qué se aleja Hamlet de Ofelia? La locura fingida del príncipe no explica satisfactoriamente sus actitudes. La ligereza de su madre tiende una sombra entre ellos. Ofelia es víctima del desengaño de Hamlet; éste ve en ella la simiente del pecado materno. Por eso, sólo cuando Ofelia ha muerto y es ya un imposible, manifiesta con exaltación orgullosa su amor por ella, y esa pasión lo impulsa a la lucha. Un ímpetu de amor pone la espada en su mano y desencadena por fin la venganza.13
Enfrentadas las fuerzas indomeñables del carácter, Ofelia, incorpórea como un hada, no influye en los acontecimientos. Cuando se escucha al fantasma desde la explanada de Elsinor, hay una grávida vibración de realidad; cuando habla Ofelia, su voz es la de una criatura de un mundo desconocido. Ese mundo es el del verdor vegetal, el de la refloreciente primavera. Hamlet es la soledad, el invierno, el frío; ella es un rayo de luz y de vida. Ofelia mezcla en sus canciones la agonía por la ruina de su amor y la aflicción por la muerte de su padre. Cuando pregunta y se repite: And will a’not come again?,14 identifica a Hamlet con Polonio, pues a ambos los ha perdido.
A la luz de esta interpretación dejan de ser enigmáticas las aterradoras palabras de Hamlet a Polonio, cuando se refiere sarcásticamente a la concepción:15 ellas, como las de Lear en la terrible maldición a su hija, contrarían la ley de la vida, pero tienen la amargura del amor imposible. Ese imposible es Ofelia. En la tragedia ella parece un dibujo, una abstracción, un símbolo, y no un personaje real. Fluye como una continuación del que en los juegos rituales de la primavera representaba la lucha entre esa estación y el invierno. Diosa de la fertilidad, vive —como la Ondina de Giraudoux— en las aguas. Viene al mundo, pero, como no puede cumplir su misión, regresa, virginal, a la corriente. Va ceñida con guirnaldas de flores y brotan de sus labios canciones con viejas reminiscencias, de inocente frescura en su crudeza. Asombra que algunos críticos hayan querido inferir de esas canciones que Ofelia no fue precisamente un modelo de virtud. Es absurdo interpretarlas literalmente: versos adormecidos en la inconsciencia, suben a sus labios desde el recuerdo en la vibración de la locura, y representan todos los impulsos de amor y de fecundidad que ya han muerto.16 Leve y poética, Ofelia, como ninguna de las criaturas shakespearianas, es el símbolo de la vida y de la gracia; por eso Laertes, en la escena del cementerio (V, 1), anuncia que de su cuerpo puro y hermoso brotarán violetas.
Pero ni aun la figura de Ofelia alcanza a compensar la sugestión de Hamlet. La crítica romántica —con muchos aciertos y distorsiones profundas— acumuló páginas y páginas en torno al príncipe de Dinamarca y, sin embargo, poco es lo que se ha avanzado en el estudio del personaje.
A la entrega, al espíritu de simpatía con que lo vieron los románticos, han sucedido numerosos intentos para estimarlo más impersonalmente, empresa en la que muchas veces despunta un indisimulable prurito de originalidad. El punto de vista de L. C. Knights es característico de esta actitud antirromántica. Knights no desconoce el ingenio de Hamlet, pero, en pugna con el criterio tradicional, le atribuye una condición limitada y peculiar. Para ello se ha visto forzado a deformar el panorama en que Hamlet tiene que comportarse. Sus celos de reforma, su prontitud en señalar los defectos, le parecen a Knights —aunque todos estos motivos sean reales— manifestaciones de un exagerado sentido de la indignidad característico de ciertos neuróticos. Para el crítico, el inquieto talento, la rectitud y la crueldad de Hamlet obedecen a una suerte de flojedad moral que deforma sutilmente los valores por los cuales dice luchar. “Con muy pocas excepciones —apunta—, es enteramente destructivo, malicioso y estéril.” En su aparente preocupación por la castidad de Ofelia, en las palabras hirientes que le dirige en la escena de los actores, en su insistencia en el tema de la lujuria, no ve la espontánea desilusión de su espíritu frente a la culpa materna, sino una manera de dar rienda suelta a cierto sospechoso e incontrolable despecho contra la carne. No necesito subrayar hasta qué punto todas estas conclusiones son ingeniosas, pero refutables.
Wilson Knight, otro ensayista que reacciona contra la simpatía hacia el personaje, característica de los escritores románticos, destaca la amargura, el odio y el cinismo de Hamlet en las escenas medias de la obra. Su dureza con Ofelia, el placer demoniaco para asegurarse la condena del rey, la insensibilidad con que envía a Rosencrantz y Guildenstern a la muerte, el fiero sarcasmo con que se dirige a su madre, constituirían en el héroe formas de escapar al complejo proceso de ajuste propio del vivir normal. Su actitud de apartamiento, odio, autocomplacencia y autorreproche serían típicas de su inmadurez. Wilson Knight encuentra, sin embargo, algo que ennoblece el carácter de Hamlet: su postura ante la muerte. En ella supera sus negaciones y su cinismo: solamente cuando está a solas con el más allá conocemos al verdadero Hamlet.
Para el autor de Explorations, no obstante, estas opiniones constituyen una concesión al Hamlet romántico. Sin desconocer los elementos de belleza y de sensibilidad que contienen las expresiones del príncipe sobre la muerte, ve en ellas sólo una manifestación de su obsesiva preocupación sensual. Hay un nexo admisible entre la repugnancia del pecado y las expresiones de Hamlet sobre la muerte, pero el crítico, al exagerarlo, lo desfigura.
Las observaciones, por cierto perspicaces, de estos autores, adolecen del mismo defecto que las románticas censuradas por ellos: sacan al personaje de la ficción