El Precio Del Infierno. Federico Betti
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¿Y si no hubiese sido la Voz sino alguien que la necesitaba?
No sabía responder.
Se tumbó de nuevo en el sofá y poco después sonó de nuevo el teléfono.
¿Qué debería hacer? ¿Responder? ¿Esperar a que dejase de sonar? Era un bonito dilema
Después de unos segundos de dudas decidió responder.
– ¿Diga?
–Encontrémonos…decídete. No tengas miedo. No debes tener miedo.
– ¿Quién eres? –preguntó ella.
–Nos conocemos bien, yo diría más…muy bien…
– ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?
–Eso no importa.
Alice colgó el teléfono de nuevo.
Nos conocemos muy bien. Encontrémonos. A la mierda. Sea quién sea es un capullo tocapelotas. ¿Quién es? ¿Qué carajo quiere de mí? A la mierda. No puede seguir tocándome las narices de esta forma. Si me entero de quién es y lo encuentro, le parto el culo. Vete a la mierda, imbécil. Así te murieses en este momento, maldito cabrón. Si no me dejas dormir esta noche juro que te busco y no paro hasta tenerte frente a frente, y luego te descargo en medio de los huevos un cargador entero, y si no llega, le disparo uno detrás del otro. Vete a la mierda.
Era casi de noche. Quiso comer un poco, así que se fue a la cocina. Abrió el frigorífico y sacó un poco de aquellas exquisitas pizzette de Emma Simoni que le había llevado Stefano de San Lazzaro esa mañana. Quizás eso le hubiera subido la moral durante un momento si no hubiese visto…aquella frase. Aquella jodida frase.
Era idéntica a la del día anterior.
¡Nos veremos!
¡Seremos felices juntos!
Estaba todo en el mismo orden que el día anterior, una frase idéntica en todo, sin ninguna diferencia.
– ¡Stefano! –gritó Alice tan fuerte que casi se queda sin voz.
Llegó hasta el teléfono y llamó a la comisaría esperando encontrar allí al compañero.
Por desgracia, para ella, la telefonista del departamento de homicidios dijo que él ya se había ido a casa y que regresaría al día siguiente.
Alice comenzó a despotricar contra su mala suerte y pensó que quizás lo encontraría en el apartamento de Bologna. Llamó a ese número pero él no estaba; entonces debería estar en San Lazzaro. Debía encontrarlo a toda costa. Lo necesitaba con urgencia para contarle lo que había sucedido. Pero, ¿cómo encontrarlo?
Sólo sabía que vivía en San Lazzaro di Savena pero no conocía ni la dirección ni el número de teléfono ni nada más que pudiese ayudar a encontrarlo.
Sin embargo debía descubrir la manera de hacerlo. Cualquier maldito modo, con tal de hallarlo.
Seguramente no conseguiría dormirse pero lo intentó. Había pasado ya más de media hora y ella no se había dormido, entonces decidió levantarse.
Debía encontrar a Stefano Zamagni y, a su tiempo, juntos localizarían a Santopietro.
Desvelada subió al coche y partió para San Lazzaro di Savena.
La carretera estaba oscura pero, de todas formas, concurrida, quién sabe porqué. Quizás había alguna fiesta en Bologna. Quién sabe. Pero…
No se rompió más la cabeza y se concentró en conducir, esquivando a los imprudentes que viajaban a una hora tan tardía.
– ¡Imbécil, mira por dónde vas! –gritó.
Y luego frases como: no te eches encima, gilipollas, quédate en tu sitio, o, imbécil deja de conducir y vuelve a casa. Esta la forma en que se producen los accidentes.
Estaba encolerizada con todos y con todo, siempre debido a aquel tipo que le llamaba casi de noche, nunca de día.
– ¡Me cago en la puta, mantente en tu sitio! –continuaba gritando.
Casi había llegado a San Lazzaro. Faltaban sólo tres kilómetros, por suerte.
Pasó el cartel con la frase SAN LAZZARO DI SAVENA a las once de la noche.
Estaba exhausta por el viaje aunque había sido muy breve.
No sabía exactamente en qué calle vivía Stefano Zamagni, así que pensó en preguntar a alguien que lo conociese. Fue al bar de la vía Carlo Jussi en el cruce con la vía Reggio Emilia que a esa hora era el único todavía abierto.
Detrás de la barra había colgadas algunas frases como: Come acá el mejor aperitivo que hay, Bebe con nosotros aunque comas con otros, Una bebida excepcional tus problemas despejará.
Alice intentó encontrar al propietario para saber si conocía a la persona que estaba buscando. Vio a un hombre barbudo a la izquierda y decidió que quizás era la persona que la podría ayudar para encontrar a Stefano Zamagni.
– ¿Sabría también decirme dónde vive? –dijo ella.
– ¿Por qué motivo quiere saberlo?
–Porque necesito desesperadamente verlo.
El hombre no dijo nada.
–Entonces, si puede decirme dónde encontrarlo.
–En San Lazzaro…claro.
–En qué calle, quería decir.
– ¡Ah…! –el hombre dudó –En Avenida de la Repubblica –dijo.
–Gracias por la información –dijo.
Y añadió para sí misma: Gracias, graciosillo de mierda.
–En San Lazzaro…naturalmente. ¡Que te den!.
Alice salió.
Se puso a buscar la calle que le había dicho aquel hombre. Después de cinco minutos, vio a la izquierda el cartel: calle Carlo Jussi. Justo la que buscaba. En el primer edificio vio el apellido de Stefano en un cartelito cerca de los timbres del portero automático.
Pensó en llamar aunque era consciente de lo tarde que era.
Le respondió una voz ronca y soñolienta.
–Stefano, soy Alice.
En ese momento Stefano se quedó asombrado, luego lo entendió.
– ¿Qué necesitas? –dijo.
–Necesito hablarte urgentemente.
–Justo ahora. Es tarde. Son… es medianoche. ¿Qué haces a estas horas por San Lazzaro?
–Debo hablarte. Déjame