La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La traición en la historia de España - Bruno Padín Portela страница 2
Es cierto que los judíos fueron expulsados siglos antes en Inglaterra que en España, pero lo específico de España, tal como destaca B. Padín, siguiendo a B. Netanyahu, es que se utilizó todo el poder del aparato inquisitorial para descubrir y castigar al marrano, al judío oculto, formalmente cristiano, pero que no podría borrar de su sangre su esencia judía, rastreable en sus apellidos investigados en los estatutos de limpieza de sangre. En realidad toda la sociedad española quedó marcada para siempre por lo que podríamos llamar, siguiendo a Y. Yovel[3], «el síndrome del marrano». De acuerdo con él, nadie puede considerarse a sí mismo como puro. Todo el mundo tiene algo que ocultar y todo el mundo debe mentir y fingir. La identidad escindida española sería, pues, la identidad de una sociedad de hipócritas. Un chiste recogido por Yovel lo expresa muy bien. En una ciudad del norte de Portugal llega el barón Rotschild a ver una iglesia. El sacristán le dice que en ella hay una virgen que llora al ver a un judío –y es que, ¡claro está!, le habría matado a su hijo–. Al salir le dice el barón al sacristán cicerone: «Eso no es verdad, yo soy judío y la virgen no ha llorado». A lo que responde el sacristán: «¡Cállese, hombre, no ve que me va a descubrir a mí también!».
Nadie es puro y por eso la mejor manera de demostrar que lo es consiste en descubrir o llegar a descubrir que el judío oculto, el traidor, siempre es el otro, frente al que me uniré con el resto de esa comunidad a la que cínicamente confieso pertenecer.
El judío fue durante siglos objeto privilegiado del odio de la Europa cristiana[4] por ser un emboscado, un traidor que vive en nuestra propia casa. Y así lo veremos desde el comienzo de la Edad Media colaborando con el musulmán, el gran enemigo externo, para entregarle el reino visigodo de Hispania. Pasará luego a ser el colaborador de todos los enemigos posibles, de los ingleses, los franceses, los turcos, y a ser identificado con ese otro enemigo interno que serán los ilustrados y los masones, y a representar más tarde el poder internacional del capital y las grandes conjuraciones mundiales, como la de los Protocolos de los Sabios de Sión, una falsificación de la policía política zarista. Desembocando todo ello en el antisemitismo racista del nazismo, compartido en España por intelectuales nacionalistas como Vicente Risco, intelectual galleguista que en plena guerra mundial, y con el aval de la censura franquista, publica una Historia de los Judíos, en la que sostiene que todo lo peor y lo más brillante de la historia proviene del pueblo judío, al que sin embargo no se debería exterminar, sino solo controlar, para que no se cumpla la profecía de san Agustín según la cual cuando el pueblo judío se extinga llegará el fin del mundo.
De la limpieza de sangre inquisitorial a la pureza de sangre predicada por Sabino Arana, un reaccionario ultracatólico, cuya santificación ha sido tres veces solicitada por su partido, el PNV. El judío, como se verá a lo largo de estas páginas, será a la vez el arquetipo de la traición y el objeto preferente del odio de eclesiásticos, políticos y de los grandes autores que han narrado la historia de España, excepto destacables excepciones, como la de Amador de los Ríos.
Los judíos de España, como los demás judíos desde el siglo I de nuestra Era hasta el siglo XIX, no han escrito libros de historia, porque, como ha señalado Y. H. Yerushalmi[5], para el pueblo judío lo esencial es la memoria viva, el recuerdo de los lugares, las familias y los hechos de un pasado que se mantiene vivo mediante las narraciones, los poemas, las canciones y las celebraciones rituales que conmemoran los grandes acontecimientos del pasado, real o imaginario: como la huida de Egipto, la cautividad de Babilonia o la destrucción del templo de Jerusalén.
Por el contrario, desde la Edad Media, como se podrá ver en el libro, los cronistas e historiadores sí que escribieron numerosas historias de España y de sus reinos. En ellas, a partir de un determinado momento, cuando se asiente la crítica histórica, se dejarán de lado las viejas leyendas y sólo se incluirán los hechos realmente ocurridos en el pasado: como la toma de Numancia, la muerte de Viriato, la «pérdida de España», la vida del Cid y otros tantos temas. Lo que ocurre es que, aunque todos estos hechos hayan sido ciertos, la totalidad del relato no lo es de la misma manera. Y es que ningún relato, ninguna totalidad puede ser verdad o mentira, sino sólo convincente, o no, para unos o para todos.
Un hecho es como un ladrillo o el sillar de un muro. Sin ladrillos no hay paredes y sin sillares no hay muros, pero con sillares también se pueden hacer bóvedas, cúpulas, arcos, puentes, fortificaciones y castillos. Cuando un historiador escribe, narra hechos que se refieren a acontecimientos que fueron reales, pero esos hechos adquieren un significado diferente según el tipo de relato que escojamos. La conquista de la Península por el islam es un hecho positivo desde la perspectiva musulmana, pero no lo es desde la cristiana, y lo mismo ocurre con el «Descubrimiento de América», la «Guerra de la Independencia» o las Guerras carlistas y la Guerra civil.
En este libro se habla de la traición, de traiciones reales y de traidores, reales a veces e imaginarios otras, y también se tratan los importantes aspectos jurídicos y políticos de la traición en la historia de España, pero quizás eso no sea lo más importante de él. No se trata de un exhaustivo catálogo de traidores y traiciones, sino del estudio de una construcción narrativa global, en la que la sucesión de traiciones durante más de veinte siglos en los libros de historia adquiere un significado nuevo y suscita unas emociones muy concretas, básicamente el rechazo y el odio.
La sucesión de traiciones y traidores de B. Padín es como las notas de una larga sinfonía, que se van desplegando desde el compás inicial al compás final, manteniendo siempre el mismo tema a lo largo de sus diferentes movimientos. Y ese tono es el del odio, un odio que pide venganza por la traición, que nos pide que nos mantengamos siempre alerta y con los ojos abiertos ante el traidor que eternamente nos acecha y vigila nuestra debilidad. El estudio y la lectura de los libros de historia será la fórmula mágica contra ese peligro, pero no una fórmula mágica como la del Shalom alejem de nuestros cabalistas, que sólo desean finales y comienzos con paz, sino todo lo contrario, una fórmula y un grito de alerta y muchas veces una llamada a la represión o a la guerra.
El odio que suscita la traición es una parte esencial de la naturaleza humana, porque el odio es lo contrario del amor. Por eso se puede odiar tanto a quien se ha amado, como a aquel con quien se ha roto el compromiso de fidelidad. El odio está directamente unido a la violencia, sufrida y por infringir a los demás. Y la violencia, el odio y la ira son parte esencial de la vida animal y humana[6]. Nuestros cerebros, animales o humanos, están dotados de mecanismos neurológicos básicos que activan las respuestas de alerta y de huida o de agresión. Sin ellos ningún animal podría sobrevivir, pero nuestro odio es algo muy diferente, porque no se trata del odio de una persona a otra porque le haya infligido una ofensa, sea del tipo que sea, sino de un odio compartido, organizado e inducido con el fin de movilizar a grandes o pequeños grupos.
Una ofensa pide una venganza o una compensación en bienes o servicios y la historia del derecho penal puede interpretarse, tal como ha hecho Julius Goebel Jr.[7] como el paso de la idea de injuria, u ofensa, a la idea de delito. La injuria se le inflige a una persona y genera odio y deseo de venganza; el delito daña a una persona, pero es un hecho social compartido que exige un castigo racional, de acuerdo con un procedimiento establecido y regulado por una ley. Y con ese castigo se pone fin al delito, mientras que la injuria y la ofensa suelen perdurar durante muchas generaciones, y por eso la historia puede ser esencial para narrarlas, ya sea una historia familiar o nacional.