E-Pack Bianca abril 2 2020. Varias Autoras

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si Robbie se deja caer por Bellbrae algún día, podría costarnos convencerle de que este es un matrimonio de verdad. Ya sabes cómo es; muchas veces se presenta sin avisar. Y si descubre que dormimos cada uno en un ala del castillo, sospechará.

      Logan sabía que tenía razón. Su hermano podía ser un inmaduro y un insensato, pero tonto no era. No tardaría en darse cuenta de que allí había algo raro.

      –Podríamos trasladarnos a la torre oeste, a la suite grande que tiene dormitorios conectados –propuso, aunque estaría más cerca de ella de lo que pretendía, con solo una puerta entre ellos. Una puerta que mantendría cerrada a cal y canto, tanto mental como literalmente.

      –Está bien –contestó Layla. Apuró su copa–. Pero… ¿puedo pedirte algo?

      –Claro.

      Layla dejó su copa en la mesita y lo miró a la cara.

      –Cuando estemos fingiendo que estamos felizmente casados, ante Robbie o ante quien sea, ¿utilizarás algún apelativo cariñoso, o me llamarás simplemente «Layla»?

      –¿Tú qué prefirieres?

      –Puedes llamarme como quieras, excepto «nena» –respondió ella, y a Logan le pareció verla estremecerse ligeramente, como si aquella palabra le produjese repelús.

      –¿Por qué?

      Un brillo acerado relumbró en los ojos de Layla.

      –Porque era un apelativo que usaba a menudo alguien a quien conocí. Lo detesto desde entonces.

      Logan habría querido ahondar en aquello, pero antes de que pudiera preguntarle nada más Layla se dio media vuelta y abandonó el salón, dejando tras de sí el fragante rastro de su perfume.

      LAYLA se dejó caer en la cama de su habitación con un suspiro abatido. Había quedado como una tonta, casi suplicándole a Logan que la besara. Una profunda vergüenza la embargó al recordar lo ingenua que había sido al creer que él querría cambiar un poco las reglas que había impuesto a su relación. Pero es que aquel beso había sido tan… tan auténtico… tan apasionado…

      Se levantó un poco la falda del vestido, movió los pies y dobló los dedos. Las cicatrices aserradas de color blanquecino en su pierna izquierda eran un recuerdo estremecedor del pasado, un pasado que querría poder olvidar y que aún le provocaba pesadillas.

      «Nena»… Detestaba aquella palabra porque era el apelativo que había usado su padre con su madre, el mismo que había pronunciado momentos antes de que el coche se estrellara contra el árbol.

      Se levantó de la cama y fue hasta el ventanal, que se asomaba a la playa. Se rodeó la cintura con los brazos, intentando apartar aquellas perturbadoras imágenes que acudían a su mente cada vez que pensaba en el «accidente».

      No, no había sido un accidente. Su padre había pretendido matarlos a los tres… y casi lo había conseguido. Su madre y él habían muerto en el acto, pero a ella la había salvado una conductora que había pasado por allí, una enfermera fuera de servicio que había controlado el sangrado de su pierna hasta que había llegado la ambulancia. En el hospital le habían dicho que había tenido mucha suerte, pero ella no lo sentía así.

      Se concentró en la playa para no pensar en eso. Las aguas de color turquesa parecían estar llamándola, pero no había vuelto a nadar después de las sesiones de rehabilitación que había tenido que hacer tras el «accidente». Y no se imaginaba poniéndose un bañador; no soportaría atraer las miradas de la gente, muchas de lástima, y las preguntas invasivas.

      Y, sin embargo, dejándose llevar por un impulso que no sabría explicar, había escogido un bañador el día que había comprado el vestido para la boda. Era un bañador de una pieza sin tirantes en color esmeralda, con un fruncido en la parte superior. También había comprado un pareo a juego. El bañador seguía dentro de la maleta; no se había molestado siquiera en sacarlo. Sacarlo habría sido como admitir para sus adentros que ansiaba darse un chapuzón, sentir la fresca caricia del océano, flotar como una pluma en su abrazo, sentir la libertad de moverse con naturalidad, en vez de renqueando, como cuando caminaba.

      Layla entornó los ojos cuando vio a Logan caminando hacia la orilla. Se había puesto un bañador negro que resaltaba su físico atlético. Las mujeres giraban la cabeza al verlo, pero él parecía ajeno a todas las miradas. Se adentró en el agua hasta llegar a la zona que le cubría, y empezó a alejarse nadando con fuertes brazadas.

      Layla se apartó de la ventana con un suspiro. Estaba en la hermosa isla de Maui con un hombre con el que acababa de casarse y para el que ella no era más que el medio para conseguir un fin.

      Logan estaba de pie en la arena, secándose después del chapuzón que se había dado. A pesar del ejercicio, seguía irritado consigo mismo. Había pensado en invitar a Layla a ir a nadar con él, pero había acabado desechando la idea. Aquello no era una luna de miel de verdad; no tenían por qué pasar cada minuto del día juntos… por más que a él le hubiera gustado.

      Cuando regresó a la villa, se encontró a Layla sentada en una tumbona en el patio. Iba vestida con unos vaqueros, una camisa de algodón blanca que llevaba por fuera y manoletinas. Un sombrero de ala ancha la protegía del sol. Al oírlo llegar levantó la vista de la revista que estaba hojeando y se bajó un poco las gafas de sol para mirarlo.

      –¿Qué tal estaba el agua?

      –Mojada.

      Layla volvió a subirse las gafas.

      –Qué gracioso. Ja, ja.

      Logan se sentó en la tumbona de al lado, flexionó las rodillas y se las rodeó con los brazos.

      –¿Has traído bañador? –le preguntó.

      –Sí, pero no quiero ir a nadar –contestó ella en un tono áspero, casi maleducado, mirando hacia el mar–, así que no vuelvas a preguntarme.

      –Si te preocupa que pueda dolerte la pierna…

      Layla giró la cabeza con tal brusquedad que estuvo a punto de caérsele el sombrero y tuvo que sujetarlo y recolocárselo con una mano.

      –Mira, tú pusiste tus reglas, así que yo voy a poner las mías: no me gusta nadar. Y no me gusta llevar biquinis ni pantalones cortos, ni faldas por encima de la rodilla. Así que, si esperas que lleve esa clase de ropa, te has casado con la persona equivocada –le espetó, antes de volver de nuevo la vista al frente.

      Logan bajó las piernas de la tumbona, girándose hacia ella, y apoyó los brazos en las rodillas, escrutando las tensas facciones de Layla. Tenía los labios apretados, la barbilla levantada y la mirada fija en la distancia, aunque estaba seguro de que no estaba mirando nada.

      –Layla, mírame –le dijo con suavidad.

      Los dedos de ella se pusieron a juguetear con una hebra que sobresalía de la pernera de sus vaqueros.

      –Ya sé lo que vas a decir, así que no te molestes.

      –Muy bien, pues dime qué es lo que crees que voy a decir.

      –Vas a decirme que es ridículo

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