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Entonces cayó en la cuenta de que en todos esos años nunca la había visto nadar, ni siquiera en la piscina cubierta que había hecho construir su abuelo en Bellbrae para hacer rehabilitación después de una operación de cadera. Probablemente le daba vergüenza que la vieran en bañador, por sus cicatrices.
Lo menos que podía hacer por ella era ayudarla a superar ese complejo. Sin embargo, el solo imaginarla en traje de baño lo ponía a cien, y lo último que necesitaba era dar alas a sus fantasías.
A la mañana siguiente la luz del sol, que entraba a raudales por el ventanal de su habitación despertó a Layla. Aunque su matrimonio con Logan fuera un matrimonio de conveniencia, era extraño pensar que habían dormido cada uno en una habitación en su noche de bodas.
Oyó ruidos fuera, en el salón-comedor. Logan debía estar levantado ya. Un delicioso olor a café flotaba en el aire. Apartó las sábanas y se bajó de la cama. Se puso el albornoz encima del pijama y salió de su habitación para encontrarse con una mesa dispuesta para el desayuno con fruta, cruasanes, panecillos, mantequilla y una selección de mermeladas.
Logan, que se estaba sirviendo café, levantó la vista al oírla llegar.
–Ah, por fin ha despertado la bella durmiente… ¿Café? ¿O prefieres té?
–El café huele de maravilla –dijo Layla acercándose.
Él también olía muy bien y estaba tan guapo que se le hizo la boca agua. Tenía el pelo mojado de haberse dado una ducha, se había afeitado. Iba vestido de un modo informal, con un pantalón corto blanco, que resaltaba el bronceado de sus piernas, y una camiseta celeste algo ajustada que dejaba entrever los definidos músculos de su pecho.
–¿Qué tal has dormido? –le preguntó, tendiéndole una taza humeante de café.
Layla la tomó y le dio un sorbo.
–No muy mal, teniendo en cuenta que… –al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir, se mordió la lengua.
–¿Teniendo en cuenta qué? –la instó él a continuar, sentándose a la mesa.
Layla maldijo para sus adentros. Parecía que no le hacía falta haber tomado unas copas de más para que se le soltase la lengua. Una vocecilla perversa la azuzó para que no se callara y señalara lo extraña que era la situación: una luna de miel en habitaciones separadas. Dejó su taza en la mesa, se sentó también y se sirvió en el plato una rodaja de piña.
–Pues… teniendo en cuenta que era nuestra noche de bodas –contestó con ironía, haciendo unas comillas en el aire con los dedos–. En fin, no es como imaginaba que sería cuando de adolescente fantaseaba con casarme algún día.
Las facciones de Logan se tensaron.
–Sabes cuáles son las razones por las que he insistido en que este sea un matrimonio solo sobre el papel –le dijo en un tono severo, mirándola fijamente–. No podría habértelo dejado más claro.
Layla se llevó a la boca un trozo de piña, lo masticó y tragó.
–Sí, muy claro, y no tengo ningún problema con eso –respondió. ¿De verdad no lo tenía, o lo estaba diciendo solo de boquilla?–. Pero es que no puedo evitar preguntarme si no es a mí a quien estás intentando proteger, sino a ti mismo.
Logan plantó su taza en la mesa y frunció el ceño.
–¿Protegerme a mí mismo? ¿De qué?
Layla no apartó la mirada.
–Creo que tienes miedo de abrirte, de sentir algo por otra persona más allá del puro deseo físico. Mantienes a todo el mundo a distancia. Has tenido relaciones pasajeras en los últimos años, pero ninguna seria desde que perdiste a Susannah.
Logan se sirvió más café.
–Parece que sabes mucho de mi vida amorosa.
–Solo que no es amor, ¿no? Solo es sexo.
Logan se rio con aspereza.
–A mí me va bien así –contestó, y se llevó la taza a los labios para tomar un trago de café.
–Pero un día dejará de funcionarte –apuntó ella, sirviéndose una cuña de sandía.
Logan frunció el ceño.
–¿Por qué te importa tanto cómo viva mi vida?
–Pues… porque te conozco desde los doce años; ¿cómo no va a importarme?
Logan esbozó una leve sonrisa.
–Sé que tu intención es buena, pero, créeme, no tienes que preocuparte por mí. Anda, termina de desayunar; tenemos un montón de cosas que ver hoy.
Durante los dos días siguientes apenas pararon. Logan había organizado visitas al Parque Nacional de Haleakala, a los siete estanques sagrados del desfiladero de Oheo, y a las cataratas de Makahika y Waimoko.
La exuberante selva tropical y las cataratas la habían dejado sin aliento, y Logan incluso contrató un tour en helicóptero sobre la cima del volcán inactivo de Haleakala y las vistas de la isla desde lo alto eran aún más increíbles.
Las dos noches cenaron fuera. Charlaban acerca de los sitios que habían visitado durante el día, y luego regresaban a la villa y cada uno se retiraba a su habitación. Era evidente que Logan estaba haciendo todo lo posible para que su relación se mantuviera dentro de las reglas que había establecido, pero cada vez que la tomaba de la mano para ayudarla a bajarse del todoterreno que habían alquilado o para que caminase más segura cuando se adentraban en un terreno accidentado, volvía a sentir mariposas en el estómago.
El tercer día, en el desayuno, Logan le sugirió que, en vez de hacer turismo, podrían quedarse en la villa.
–Hoy va a hacer un día de bastante calor, y he pensado que agradecerías un plan más tranquilo: pasar un rato al sol, darnos un chapuzón en la piscina… –le dijo mientras le servía zumo.
Layla tomó el vaso y contestó:
–La verdad es que no me gusta mucho nadar, pero me distraeré viéndote hacer largos.
Era algo que había disfrutado haciendo en secreto durante años.
Logan escrutó su rostro.
–¿Te duele la pierna cuando nadas?
–No, es que… –Layla bajó la vista a su copa de zumo–. Me siento un poco cohibida en bañador, por las cicatrices de la pierna.
–Aquí estamos los dos solos; y conmigo no tienes motivos para sentirte tímida.
El tono amable de Logan la hizo vacilar. ¿Debería arriesgarse?, ¿debería dejar que viera sus cicatrices? Volvió a alzar la vista hacia él y murmuró:
–La verdad es que hace mucho que no nado.
La sonrisa de Logan y el brillo cálido en sus ojos hicieron