El camino a Cristo. Elena G. de White

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El camino a Cristo - Elena G. de White Biblioteca del hogar cristiano

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con Natanael, cuando dijo: “Veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre”.30 Al apostatar, el hombre se alienó de Dios; la Tierra fue amputada del Cielo. A través del abismo existente entre ambos no podía haber comunión alguna. Pero mediante Cristo, la Tierra está unida nuevamente con el Cielo. Con sus propios méritos Cristo ha tendido un puente sobre el abismo que había creado el pecado, de manera que los hombres puedan tener comunión con los ángeles ministradores. Cristo conecta al hombre caído, débil y miserable, con la Fuente del poder infinito.

      El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo nos ha vertido todo el Cielo en un don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador, el ministerio de los ángeles, las súplicas del Espíritu Santo, el Padre que obra sobre todo y a través de todo, el interés incesante de los seres celestiales; todos están empeñados en beneficio de la redención del hombre.

      ¡Oh, contemplemos el sacrificio asombroso que ha sido hecho por nosotros! Tratemos de apreciar el trabajo y la energía que el Cielo está empleando para rescatar al perdido y traerlo de nuevo a la casa del Padre. Jamás podrían haberse puesto en acción motivos más fuertes y medios más poderosos: las grandiosas recompensas por el buen hacer, el goce del Cielo, la compañía de los ángeles, la comunión y el amor de Dios y de su Hijo, la elevación y el acrecentamiento de todas nuestras facultades por las edades eternas; ¿no son éstos incentivos y estímulos poderosos para instarnos a dedicar a nuestro Creador y Redentor el amante servicio de nuestro corazón?

      Por otra parte, para advertirnos contra el servicio a Satanás, en la Palabra de Dios se presentan los juicios de Dios pronunciados contra el pecado: la inevitable retribución, la degradación de nuestro carácter y la destrucción final.

      ¿No apreciaremos la misericordia de Dios? ¿Qué más podía hacer? Pongámonos en correcta relación con quien nos ha amado con amor impresionante. Aprovechemos los medios con que se nos ha provisto para ser transformados a su semejanza y restituidos al compañerismo con los ángeles ministradores, a la armonía y comunión con el Padre y el Hijo.

      19 Col. 2:3.

      20 Job 14:4.

      21 Rom. 8:7.

      22 Juan 3:3 (BJ).

      23 1 Cor. 2:14.

      24 Juan 3:7.

      25 Juan 1:4.

      26 Hech. 4:12 (VM).

      27 Rom. 7:16, 12, 14 (RVR 95).

      28 Rom. 7:24 (RVR 95).

      29 Juan 1:29 (NVI).

      30 Juan 1:51.

      31 Sant. 1:17

      32 Juan 14:6.

      3

      Arrepentimiento

      ¿Cómo se justificará el hombre ante Dios? ¿Cómo se hará justo al pecador? Sólo a través de Cristo podemos ponernos en armonía con Dios, con la santidad; pero ¿cómo iremos a Cristo? Muchos hacen la misma pregunta que formularan las multitudes el Día de Pentecostés, cuando, convencidas de pecado, exclamaron: “¿Qué haremos?” La primera palabra de la respuesta de Pedro fue: “Arrepentíos”. Poco después, en otra ocasión, dijo: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados”.33

      El arrepentimiento incluye tristeza por el pecado y abandono del mismo. No renunciaremos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad; mientras no lo rechacemos de corazón, no habrá cambio real en la vida.

      Hay muchos que no entienden la verdadera naturaleza del arrepentimiento. Muchísimas personas se entristecen por haber pecado e incluso se reforman exteriormente porque temen que su mala vida les acarree sufrimientos. Pero esto no es arrepentimiento en el sentido bíblico. Lamentan el sufrimiento antes que el pecado. Tal fue el dolor de Esaú cuando vio que había perdido su primogenitura para siempre. Balaam, aterrorizado por el ángel que estaba en su camino con la espada desnuda, reconoció su culpa por temor a perder la vida; pero no experimentó un arrepentimiento genuino por el pecado, ni cambio de propósito, ni aborrecimiento del mal. Judas Iscariote, después de traicionar a su Señor, exclamó: “He pecado entregando sangre inocente”.

      Esta confesión fue arrancada a la fuerza de su alma culpable por causa de un horrible sentido de condenación y una pavorosa expectación de juicio. Las consecuencias que le sobrevendrían lo llenaban de terror, pero no experimentó profundo quebrantamiento de corazón, ni dolor en su alma, por haber traicionado al inmaculado Hijo de Dios y negado al Santo de Israel. Cuando Faraón sufría bajo los juicios de Dios, reconocía su pecado con el fin de escapar del castigo futuro, pero volvía a desafiar al Cielo tan pronto como cesaban las plagas. Todos estos lamentaban los resultados del pecado, pero no sentían tristeza por el pecado en sí mismo.

      Pero cuando el corazón cede a la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia se vivifica y el pecador discierne algo de la profundidad y santidad de la sagrada ley de Dios, fundamento de su gobierno en el Cielo y en la Tierra. “La luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”34 ilumina las cámaras secretas del alma y se manifiestan las ocultas cosas de las tinieblas. La convicción se posesiona de la mente y el corazón. Entonces el pecador tiene conciencia de la justicia de Jehová y siente terror de aparecer, en su iniquidad e impureza, delante del Escudriñador de los corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza; ansía ser limpiado y restituido a la comunión con el Cielo.

      La oración de David después de su caída ilustra la naturaleza del verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento fue sincero y profundo. No hizo ningún esfuerzo por mitigar su culpabilidad; ningún deseo para escapar del juicio que lo amenazaba inspiró su oración. David vio la enormidad de su transgresión; vio las manchas de su alma; aborreció su pecado. No imploró solamente por perdón, sino también por pureza de corazón. Deseó tener el gozo de la santidad: ser restituido a la armonía y comunión con Dios. Este fue el lenguaje de su alma:

      “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado”.

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