El camino a Cristo. Elena G. de White

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El camino a Cristo - Elena G. de White Biblioteca del hogar cristiano

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piedad de mí, Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones...”

      “Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí...”

      “Purifícame con hisopo y seré limpio; lávame y seré más blanco que la nieve...”

      “¡Crea en mí, Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!”

      “No me eches de delante de ti y no quites de mí tu santo Espíritu”.

      “Devuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente...”

      “Líbrame de homicidios, oh Dios, Dios de mi salvación; cantará mi lengua tu justicia”.36

      Efectuar un arrepentimiento como éste está más allá del alcance de nuestro propio poder para lograrlo; sólo se lo obtiene de Cristo, quien ascendió a lo alto y ha dado dones a los hombres.

      Precisamente éste es un punto en el cual muchos yerran, y por esto dejan de recibir la ayuda que Cristo desea darles. Piensan que no pueden ir a Cristo a menos que primero se arrepientan, y que el arrepentimiento los prepara para el perdón de sus pecados. Es verdad que el arrepentimiento precede al perdón de los pecados, porque solamente el corazón quebrantado y contrito es el que siente la necesidad de un Salvador. Pero ¿debe el pecador esperar hasta haberse arrepentido antes de poder ir a Jesús? ¿Ha de ser el arrepentimiento un obstáculo entre el pecador y el Salvador?

      La Biblia no enseña que el pecador deba arrepentirse antes de poder aceptar la invitación de Cristo: “¡Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso!”37 La virtud que sale de Cristo es la que guía a un arrepentimiento genuino. Pedro habla del asunto de una manera muy clara en su exposición a los israelitas cuando dice: “A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados”.38 Así como no podemos ser perdonados sin Cristo, tampoco podemos arrepentirnos sin el Espíritu de Cristo, que es quien despierta la conciencia.

      Cristo es la fuente de todo impulso recto. Él es el único que puede implantar enemistad contra el pecado en el corazón. Todo deseo por verdad y pureza, toda convicción de nuestra propia pecaminosidad, es una evidencia de que su Espíritu está obrando en nuestro corazón.

      Jesús dijo: “Yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”.39 Cristo debe ser revelado al pecador como el Salvador que muere por los pecados del mundo; y cuando contemplemos al Cordero de Dios sobre la cruz del Calvario, el misterio de la redención comenzará a descifrarse en nuestra mente y la bondad de Dios nos guiará al arrepentimiento. Al morir por los pecadores, Cristo manifestó un amor incomprensible; y este amor, a medida que el pecador lo contempla, enternece el corazón, impresiona la mente e inspira contrición en el alma.

      Es verdad que algunas veces los hombres se avergüenzan de sus caminos pecaminosos y abandonan algunos de sus malos hábitos antes de darse cuenta de que están siendo atraídos a Cristo. Pero cuando hacen un esfuerzo por reformarse, nacido de un sincero deseo de hacer lo recto, es el poder de Cristo el que los está atrayendo. Una influencia de la cual no son conscientes obra sobre el alma, y la conciencia se vivifica y la vida externa se enmienda. Y a medida que Cristo los induce a mirar su cruz y contemplar a quien han traspasado sus pecados, el mandamiento halla cabida en la conciencia. Se les revela la maldad de su vida, el pecado profundamente arraigado en su alma. Comienzan a comprender algo de la justicia de Cristo, y exclaman: “¿Qué es el pecado, para que exigiera un sacrificio tal para la redención de su víctima? ¿Fueron necesarios todo este amor, todo este sufrimiento, toda esta humillación, para que no pereciéramos sino que tuviésemos vida eterna?”

      El pecador puede resistir este amor, puede rehusar ser atraído a Cristo; pero si no se resiste será atraído a Jesús; un conocimiento del plan de la salvación lo guiará al pie de la cruz arrepentido de sus pecados, los cuales causaron los sufrimientos del amado Hijo de Dios.

      La misma mente divina que obra en las cosas de la naturaleza habla al corazón de los hombres y crea un deseo indecible de algo que no tienen. Las cosas del mundo no pueden satisfacer su ansiedad. El Espíritu de Dios está suplicándoles que busquen las cosas que sólo pueden dar paz y descanso: la gracia de Cristo, el gozo de la santidad. Por medio de influencias visibles e invisibles, nuestro Salvador está constantemente obrando para atraer la mente de los hombres de los insatisfactorios placeres del pecado a las bendiciones infinitas que pueden ser suyas en él. A todas estas personas, las cuales están vanamente procurando beber en las cisternas rotas de este mundo, se dirige el mensaje divino: “El que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”.40

      El que en su corazón anhele algo mejor que lo que este mundo puede dar, reconozca este deseo como la voz de Dios que habla a su alma. Pídale que le dé arrepentimiento, que le revele a Cristo en su amor infinito y en su pureza perfecta. En la vida del Salvador quedaron perfectamente ejemplificados los principios de la ley de Dios: amor a Dios y al hombre. La benevolencia y el amor desinteresado fueron la vida de su alma. Cuando lo contemplemos, cuando la luz de nuestro Salvador caiga sobre nosotros, entonces veremos la pecaminosidad de nuestro corazón.

      Podemos lisonjearnos, como lo hizo Nicodemo, de que nuestra vida ha sido muy íntegra, de que nuestro carácter moral es el correcto, y pensar que no necesitamos humillar nuestro corazón delante de Dios como el pecador común; pero cuando la luz proveniente de Cristo resplandezca en nuestra alma, veremos cuán impuros somos; discerniremos el egoísmo de nuestros motivos y la enemistad contra Dios, los cuales han manchado todos los actos de nuestra vida. Entonces sabremos que nuestra propia justicia es en verdad como trapos inmundos, y que únicamente la sangre de Cristo puede limpiarnos de la contaminación del pecado y renovar nuestro corazón a su propia semejanza.

      Un rayo de luz de la gloria de Dios, un destello de la pureza de Cristo que penetre en el alma, hace dolorosamente visible toda mancha de contaminación y deja al descubierto la deformidad y los defectos del carácter humano. Hace patente los deseos impuros, la infidelidad del corazón, la impureza de los labios. Los actos de deslealtad del pecador al querer anular la ley de Dios quedan expuestos a su vista, y su espíritu se aflige y se oprime bajo la influencia escudriñadora del Espíritu de Dios. Se aborrece a sí mismo mientras contempla el carácter puro y sin mancha de Cristo.

      Cuando el profeta Daniel contempló la gloria que rodeaba al mensajero celestial que se le había enviado, se sintió abrumado con un sentido de su propia debilidad e imperfección. Al describir el efecto de la maravillosa escena, dice: “Estaba sin fuerzas; se demudó mi rostro, desfigurado, y quedé totalmente sin fuerzas”.41 Cuando el alma se conmueva de esta manera odiará su egoísmo, aborrecerá su narcisismo y buscará, mediante la justicia de Cristo, la pureza de corazón que esté en armonía con la ley de Dios y el carácter de Cristo.

      Pablo dice que “en cuanto a la justicia que se basa en la Ley” –es decir, en lo que se refiere a las obras externas– era “irreprochable”;42 pero cuando discernió el carácter espiritual de la ley se vio a sí mismo un pecador. Juzgado por la letra de la ley, así como los hombres la aplican a la vida externa, se había abstenido de pecar; pero cuando miró en las profundidades de sus santos preceptos y se vio como Dios lo veía, se humilló profundamente y confesó su culpa. Dice: “Yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí”.43 Cuando vio la naturaleza espiritual de la ley, el pecado apareció en su verdadera monstruosidad y su vanidad se desvaneció.

      Dios no considera todos los pecados como de igual magnitud; a su juicio, hay grados de culpabilidad, como los hay a juicio de los hombres; sin embargo, aunque éste o aquel acto malo pueda parecer insignificante a los ojos de los hombres, ningún

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