El camino a Cristo. Elena G. de White

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El camino a Cristo - Elena G. de White Biblioteca del hogar cristiano

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es la atmósfera misma del universo que no ha caído. El que cae en alguno de los pecados más groseros puede avergonzarse y sentir su pobreza y necesidad de la gracia de Cristo; pero el orgullo no siente ninguna necesidad, y así cierra el corazón contra Cristo y las infinitas bendiciones que él vino a derramar.

      El pobre publicano que oraba: “¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!”,44 se consideraba un hombre muy malvado, y así lo consideraban los demás; pero él sentía su necesidad, y con su carga de culpa y vergüenza vino delante de Dios implorando su misericordia. Su corazón fue abierto para que el Espíritu de Dios hiciera en él su obra de gracia y lo libertase del poder del pecado. La oración jactanciosa y santurrona del fariseo mostró que su corazón estaba cerrado a la influencia del Espíritu Santo. Por estar lejos de Dios, no tenía idea de su propia corrupción, la que contrastaba con la perfección de la santidad divina. No sentía necesidad alguna, y nada recibió.

      Si percibes tu condición pecaminosa, no esperes a hacerte mejor a ti mismo. ¡Cuántos hay que piensan que no son lo suficientemente buenos como para ir a Cristo! ¿Esperas hacerte mejor a través de tus propios esfuerzos? “¿Podrá cambiar el etíope su piel y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer lo malo?”45 Sólo en Dios existe ayuda para nosotros. No debemos permanecer en la espera de persuasiones más fuertes, de mejores oportunidades o de temperamentos más santos. Nada podemos hacer por nosotros mismos. Debemos ir a Cristo tal como somos.

      Pero nadie se engañe a sí mismo con el pensamiento de que Dios, en su grande amor y misericordia, salvará incluso a los que rechazan su gracia. La excesiva pecaminosidad del pecado puede ser apreciada sólo a la luz de la cruz. Cuando los hombres insisten en que Dios es demasiado bueno para desechar a los pecadores, miren al Calvario. Fue porque no había otra manera en que el hombre pudiese ser salvo, porque sin este sacrificio era imposible que la raza humana escapara del poder contaminador del pecado y fuera restaurado a la comunión con los seres santos –imposible que los hombres llegaran otra vez a ser partícipes de la vida espiritual–; fue por esto que Cristo tomó sobre sí la culpabilidad del desobediente y sufrió en lugar del pecador. El amor, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios, todo testifica de la terrible enormidad del pecado, y afirma que no hay modo de escapar de su poder, ni esperanza de una vida superior, si no es mediante la sumisión del alma a Cristo.

      A veces los impenitentes se excusan diciendo de los profesos cristianos: “Soy tan bueno como ellos. No son más abnegados, sobrios o circunspectos en su conducta que yo. Aman los placeres y el desenfreno tanto como yo”. Así hacen de las faltas de otros una excusa para su propio descuido del deber. Pero los pecados y defectos de otros no excusan a nadie, porque el Señor no nos dio un imperfecto modelo humano. Se nos ha dado como nuestro ejemplo al inmaculado Hijo de Dios, y quienes se quejan del erróneo curso de acción de quienes profesan ser cristianos son los que deberían mostrar una vida mejor y un ejemplo más noble. Si tienen un concepto tan alto de lo que debería ser un cristiano, ¿no es su propio pecado tanto mayor? Saben lo que es recto y, sin embargo, rehúsan hacerlo.

      Cuídate de la procrastinación. No postergues la obra de abandonar tus pecados y buscar la pureza del corazón por medio de Jesús. Aquí es donde miles y miles han errado para su perdición eterna. No insistiré sobre la brevedad e incertidumbre de la vida; pero hay un terrible peligro –un peligro que no se entiende lo suficiente– en la demora de ceder a la invitación del Espíritu Santo de Dios, en preferir vivir en el pecado, porque tal demora consiste realmente en esto. El pecado, por pequeño que se lo considere, no puede consentirse sino a riesgo de una pérdida infinita. Lo que no venzamos nos vencerá y determinará nuestra destrucción.

      Adán y Eva se persuadieron de que un asunto de tan poca importancia, como comer la fruta prohibida, no podía resultar en tan terribles consecuencias como las que Dios les había declarado. Pero esa cosa tan pequeña era una transgresión de la santa e inmutable ley de Dios; separaba al hombre de Dios y abría las compuertas de la muerte y de miserias sin número sobre nuestro mundo. Siglo tras siglo ha subido de nuestra Tierra un continuo lamento de aflicción, y toda la creación gime y se fatiga de continuo en el dolor como consecuencia de la desobediencia del hombre. El Cielo mismo ha sentido los efectos de la rebelión del hombre contra Dios. El Calvario está delante de nosotros como un monumento recordativo del sacrifico asombroso que se requirió para expiar la transgresión de la ley divina. No consideremos el pecado como una cosa trivial.

      Todo acto de transgresión, todo descuido o rechazo de la gracia de Cristo, reacciona contra ti mismo; está endureciendo el corazón, depravando la voluntad y entorpeciendo el entendimiento, y no sólo te hace menos inclinado a rendirte, sino también menos capaz de ceder a la tierna invitación del Espíritu Santo de Dios.

      Muchos están apaciguando su conciencia atribulada con el pensamiento de que pueden cambiar su mala conducta cuando quieran; de que pueden tratar con ligereza las invitaciones de la misericordia y, sin embargo, seguir siendo llamados. Piensan que después de menospreciar al Espíritu de gracia, después de echar su influencia del lado de Satanás, en un momento de terrible necesidad pueden cambiar de conducta. Pero esto no se hace tan fácilmente. La experiencia y la educación de una vida entera han amoldado de tal manera el carácter, que después son pocos los que desean recibir la imagen de Jesús.

      Incluso un solo rasgo malo de carácter, un solo deseo pecaminoso, acariciado persistentemente, eventualmente neutralizará todo el poder del evangelio. Toda indulgencia pecaminosa fortalece la aversión del alma hacia Dios. El hombre que manifiesta un descreído atrevimiento o una impasible indiferencia hacia la verdad divina, no está sino segando la cosecha de su propia siembra. En toda la Biblia no hay amonestación más terrible contra el hábito de jugar con el mal que las palabras del hombre sabio cuando dice: al pecador lo atrapan “las cuerdas de su pecado”.46

      Cristo está dispuesto a liberarnos del pecado, pero él no fuerza la voluntad; y si por la persistencia en la transgresión la voluntad misma se inclina enteramente al mal y no deseamos ser libres, si no queremos aceptar su gracia, ¿qué más puede hacer? Hemos obrado nuestra propia destrucción por causa de nuestro deliberado rechazo de su amor. “Este es el momento propicio de Dios; ¡hoy es el día de salvación!”47 “Si ustedes oyen hoy su voz, no endurezcan el corazón”.48

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