El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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¿por qué iba él a dejar de intentarlo? Lo que Roger decía acerca de su falta de estabilidad económica era una sandez. Paul estaba seguro de que no habría objetado lo mismo si su amigo no hubiera estado interesado por la misma mujer. Se dijo que tenía dinero, aunque estuviera en manos dudosas, y que no pensaba renunciar a Henrietta por esa razón.

      Volvió a Londres en varias ocasiones en busca de los empleos que algunos conocidos le habían prometido a medias, y después del plazo de tres meses, visitó constantemente a lady Carbury y a su hija. Pero de vez en cuando tenía que prometerle de nuevo a Roger Carbury que no declararía su pasión a la joven: durante dos meses, luego seis semanas, y aún otro mes. Mientras tanto, los dos hombres conservaban su amistad, y tanto era así que Montague se pasaba la mayor parte del tiempo como invitado de Roger. La amistad se mantenía, si bien con el tácito entendimiento de que Roger Carbury explotaría en un arrebato de hostilidad si Paul alguna vez lograba hacerse con el puesto del pretendiente oficial de Henrietta Carbury, y que todo seguiría sin el menor altercado si alguien convencía a Henrietta de convertirse de una vez por todas en dueña de Carbury. Así siguieron las cosas hasta la noche en que Montague se encontró con Henrietta en el baile de los Melmotte. El lector debería saber, llegados a este punto, que Paul Montague ya había mantenido un romance previamente: con una viuda, la señora Hurtle, con la que había tratado desesperadamente de casarse antes de su segundo viaje a California. Roger Carbury había impedido el enlace, al considerar que se trataba de una locura de su joven amigo, ofuscado por la pasión.

      Capítulo 7

       El mentor

      El deseo de lady Carbury de que se produjera la esperada unión entre Roger y su hija se veía aún más impulsado por la preocupación que sentía por su hijo. Desde la primera solicitud de matrimonio de Roger, Felix había ido de mal en peor, hasta que su estado constituía una vergüenza sin arreglo. Si su hija lograba consolidar su posición económica, se decía lady Carbury, ella podría dedicarse a los intereses de su hijo. No tenía muy claro en qué consistiría esa dedicación, pero sabía que se había gastado mucho dinero en su educación y crianza, y que se vería obligada a seguir gastando aún más hasta incluso verse privada de la posibilidad de un techo para ella y para su hija. Durante sus momentos de mayor angustia, apelaba sin dudarlo a Roger Carbury, para que ofreciera sus sensatos consejos, que sin embargo nunca seguía. Carbury le recomendó vender la casa en la ciudad, y encontrar una casita más modesta para ella y su hija en lugar menos oneroso, y también para Felix si es que este consentía. Si no, entonces tenía que dejar que el joven se hiciera cargo de sus responsabilidades. Sin duda, cuando no tuviera un centavo para gastar en Londres, ya llamaría a su puerta, por lejana que estuviese. Roger siempre hablaba severamente del barón, o eso le parecía a lady Carbury.

      n los que sabía que Roger no simpatizaría. Aún creía que sir Felix florecería y alcanzaría grandeza, riqueza y que en suma se convertiría en el epítome de la moda, como marido de una rica heredera, y a pesar de los vicios de su hijo, estaba orgullosa de él aún antes de que lo consiguiera. Cuando lograba sacarle dinero, como las veinte libras de hacía unos días; cuando con indiferencia supina a sus objeciones se dirigía a su club a las dos de la madrugada; cuando bromeaba impúdicamente sobre la cuantía de sus deudas, lady Carbury sentía una marea de desesperanza y tristeza, y se abandonaba a una explosión de lloros histéricos, y generalmente se pasaba la noche en vela, preocupada. Pero si se casaba con la señorita Melmotte y conquistaba así la solución a todos sus problemas merced a su belleza personal, entonces lady Carbury se sentiría muy orgullosa de todas esas penurias. Roger Carbury, ella lo sabía, no sentiría la menor simpatía por esa lógica. Para él, el joven ya había caído en desgracia: cualquier caballero que no pudiera pagar sus deudas y sus facturas arruinaba su buen nombre. Y entretanto, el corazón de lady Carbury latía con otras esperanzas, a pesar de sus ataques de histeria y de sus temores. Su Reinas criminales podía convertirse en un libro de éxito, estaba casi convencida. Leadham y Loiter, los editores, estaban contentos con ella y eran muy educados. El señor Broune se había comprometido con una reseña. El señor Booker había dicho que vería lo que podía hacer. Y las prudentes y cáusticas palabras del señor Alf garantizaban al menos una reseña en el Evening Pulpit. No, no aceptaría el consejo de Roger de abandonar Londres; pero no dejaría de pedirle consejo. A los hombres les gusta. Y si podía, lograría que Henrietta aceptara casarse con él. ¿Qué mejor lugar tranquilo que la Finca Carbury, la residencia de su hija, para cuando lady Carbury deseara retirarse? Y luego, su mente volaba hacia la satisfacción. Si al final de la temporada Henrietta se comprometía con su primo, Felix se convertía en el marido de la heredera más rica de Europa y ella era reconocida como la autora del libro más ambicioso del año, ¡qué triunfo paradisíaco se abría, a pesar de todos los sinsabores que había tenido que pasar! Entonces, la naturaleza apasionada de lady Carbury la empujaba hacia la euforia, y durante una hora se sentía muy feliz, a pesar de todo.

      Unos días después del baile de los Melmotte, Roger Carbury estaba en Londres, sentado en la salita privada de lady Carbury. La causa oficial de su visita era revisar el estado de las deudas del barón, así como evaluar la necesidad indispensable —o así lo creía Roger— de tomar medidas para impedir o ralentizar el ritmo de dispendio de Felix. ¡Le resultaba horrible que un joven que no tenía un chelín, ni perspectivas de ganarlo, poseyera caballos de caza! Estaba indignado, y dispuesto a expresar su vehemente opinión frente al propio interesado, si es que aparecía por la casa.

      —¿Donde está ahora, lady Carbury?

      —Creo que está con el barón.

      Cuando Felix estaba con el barón, quería decir que había salido de caza a unas cuarenta millas de Londres.

      —¿Cómo puede? ¿Con qué caballos, quién los paga?

      —Roger, no te enfades conmigo. ¿Qué puedo hacer yo para impedírselo?

      —Creo que deberías negarle tu ayuda hasta que no cambie de actitud.

      —¡Es mi propio hijo!

      —Exactamente. Pero, ¿hasta cuando seguirá así? ¿Vas a permitirle que te arruine a ti y a Hetta? Esto es insostenible.

      —No querrás que lo eche de casa.

      —Más bien te está echando a ti. Y es tan absolutamente deshonesto, ¡un comportamiento impropio de un caballero! No entiendo cómo sobrevive. ¿No le estarás dando dinero, verdad?

      —Un poco.

      Roger frunció el ceño.

      —Entiendo que le des un techo, cama y comida pero no que le permitas dilapidar en sus vicios lo poco que tienes. —Había hablado sin rodeos, y lady Carbury parpadeó ante la crudeza de sus palabras. —El tipo de vida que lleva requiere grandes ingresos. Sé de lo que hablo, y ni siquiera yo cuento con dinero suficiente para vivir así.

      —Eres muy distinto a él.

      —Soy mayor, por supuesto. Mucho mayor. Pero Felix no es tan joven como para no comprender la situación. ¿Tiene alguna fuente de ingresos, aparte del dinero que le das?

      Lady Carbury procedió a revelar la sospecha que abrigaba desde hacía un par de días.

      —Creo que está jugando a las cartas.

      —Eso le llevará a perder dinero, no a ganarlo —dijo Roger.

      —Supongo que alguien gana, alguna vez.

      —Los que ganan son los fulleros, y los que pierden tontos infelices. Preferiría que formara parte de estos últimos:

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