El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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mucho tiempo en cristalizar; y que se había quedado con las tierras y las propiedades de todos los que habían entrado en contacto con él. Que se alimentaba de la sangre de viudas y niños, pero, ¿qué le importaba eso a lady Carbury? Si las duquesas le aceptaban, ¿tenía ella que mostrar reparos? La gente también pronosticaba la caída futura de Melmotte, afirmando que un hombre que había hecho fortuna de la manera en que lo había hecho, estaba destinando a terminar mal. Pero quizá eso no sucedería antes de que Marie recibiera su fortuna, y Felix necesitaba ese dinero, lo necesitaba mucho. ¡Era el joven más adecuado del mundo para casarse con una heredera que recibiría medio millón de libras! A lady Carbury no se le ocurría ninguna otra forma de ver las cosas.

      Y tampoco a Roger Carbury: jamás había caído en la condonación de los antecedentes que, debido a la prisa del mundo en que vivimos, a menudo acarrea el éxito; esa creciente sensación que empuja a las personas a creer que no deben seguir las reglas establecidas para todo el mundo, y que pueden tratar con quien les apetezca, y como les apetezca. Se ceñía a la anticuada idea de que «el que toca el betún, queda manchado». Era un caballero, y se sentiría deshonrado al entrar en la casa de alguien como Augustus Melmotte. Ni todas las duquesas de Inglaterra o el dinero de la City podían alterar su opinión o inducirle a modificar su conducta. Pero también sabía que sería inútil explicárselo así a lady Carbury. Confiaba, sin embargo, en que uno de los miembros de esa familia sí apreciara la diferencia entre honor y ruina. Henrietta Carbury poseía, a su entender, mayor capacidad de entendimiento que su madre, y su carácter aún no se había estropeado. En cuanto a Felix, se había revolcado tantas veces en las alcantarillas que su alma ya estaba teñida de negro. Solamente media vida de sufrimientos prolongados le salvarían. Encontró a Henrietta en el salón.

      —¿Has podido hablar con Felix? —preguntó la joven, tan pronto como se hubieron saludado.

      —Sí, me lo encontré en la calle.

      —Nos hace tan desgraciadas.

      —Lo entiendo perfectamente, y tenéis motivos para ello. Soy de la opinión, como sabe, de que tu madre le consiente más allá de lo razonable.

      —¡Pobrecita! Adora el suelo que pisa Felix.

      —Hasta una madre no debería desperdiciar su adoración de esa manera. El hecho es que tu hermano os arrastrará a la ruina si esto sigue así.

      —¿Y qué puede hacer mamá?

      —Irse de Londres, y negarse a pagarle ni un chelín más de sus caprichos.

      —Pero, ¿qué haría Felix en el campo?

      —Si no hiciera nada, habría mejorado mucho con respecto a lo que hace en la ciudad. Supongo que no querrá que se convierta en un jugador profesional.

      —Ay, señor Carbury. ¡No querrás decir que se dedica a eso!

      —Me resulta difícil y cruel decirte estas cosas, pero en un asunto de tanta importancia, solamente puedo decirte la verdad. No tengo la menor influencia sobre lo que hará tu madre, pero quizá tú sí la tengas. Me pide consejo, y luego decide no hacerme el menor caso. No la culpo por eso, pero me preocupo, claro está que me preocupo, por… Por la familia, ¿entiendes?

      —Estoy segura de que así es.

      —Y especialmente por ti. Porque nunca le apartará de su lado.

      —No creo que me vayas a pedir que deje de hablar con mi hermano.

      —Pero piensa que corres el riesgo de terminar hundida en el fango, por su culpa. Por su mediación, ya ha pisado usted la residencia de ese hombre, Melmotte.

      —No creo que eso represente ningún perjuicio para mi reputación —dijo Henrietta, levantándose.

      —Disculpa si te parezco entrometido.

      —Oh, no. No considero que seas entrometido.

      —Entonces, perdóname si mis palabras son duras. A mí me parece que tu reputación corre peligro si visitas la casa de un hombre como ese. ¿Por qué le frecuenta tu madre? No es porque le guste, ni porque sienta la menor simpatía por él o por su familia. Simplemente lo hace porque su hija es una heredera.

      —Todo el mundo le frecuenta, señor Carbury.

      —Sí, esa excusa dan todos. ¿Es razón suficiente para que asistas a un baile? ¿O es que no hay otro sitio excepto el lugar al que acuden todos, sencillamente porque se ha puesto de moda y es agradable? ¿No crees que deberías escoger tus amistades por tus propios motivos? Admito que la familia tenga una razón: tienen mucho dinero, y Felix cree que puede hacerse con una parte de él si le jura amor eterno a una muchacha. Después de lo que has oído, ¿sigues pensando que debes relacionarte con los Melmotte?

      —No lo sé.

      —Yo sí lo sé, y muy bien. Son una vergüenza. Sería menos objetable que fueras amiga de un barrendero —dijo Roger con una energía que desconocía poseer. Frunció el ceño, le brillaban los ojos. Respiraba con fuerza. Por supuesto, a Henrietta se le ocurrió de inmediato la petición de mano que seguía flotando entre ambos, y que seguramente Roger estaría preocupado porque la conexión con los Melmotte le afectara a él, a través de su enlace con Henrietta; pero no le dio importancia, pues estaba segura de que jamás aceptaría casarse con él. La verdad era que, además, era un hombre demasiado sencillo como para pensar en cosas tan complicadas. Él prosiguió, decidido:

      —Felix ya ha caído tan bajo que no puede fingir preocuparse por las casas que frecuenta. Pero a mí me apenaría que te vieran a menudo en la residencia de los Melmotte.

      —Señor Carbury, creo que mamá tendrá buen cuidado de no llevarme allí donde no deba.

      —Desearía que tú también tuvieras una opinión con respecto a lo que es o no es propio de una joven de tu clase.

      —Espero tenerla, por supuesto. Lamento que creas lo contrario.

      —Soy un hombre a la antigua, Henrietta.

      —Y pertenecemos a un mundo nuevo, y peor. Lo sé y creo que estoy de acuerdo. Siempre has sido muy amable, pero tengo dudas de que puedas cambiar las cosas, tal y como están. Siempre he pensado que tú y mamá no encajáis demasiado.

      —Yo pensaba que tú y yo sí… Que sí podríamos encajar bien.

      —Oh, en cuanto a mí, no te preocupes: siempre estaré del lado de mi madre. Si opta por visitar a los Melmotte, ciertamente la acompañaré. Y si eso me contamina de alguna forma, entonces supongo que así debe ser. No veo porqué tengo que creerme mejor que los demás.

      —Siempre he creído que eres mejor que nadie.

      —Eso debía ser antes de que visitara a los Melmotte. Seguro que ahora ya no piensas lo mismo, o así me lo has dado a entender. Me temo, señor Carbury, que nuestros caminos deben separarse.

      Roger miró fijamente a la joven mientras hablaba, y gradualmente empezó a comprender lo que Henrietta insinuaba. Era tan fiel a lo que pensaba, que ni se le había ocurrido que con ella pudiera surgir la sombra violeta de la mentira que las mujeres asumen como un encanto adicional. ¿Era posible que creyera que al advertirla contra esas nuevas amistades estaba pensando en sus futuros intereses?

      —Yo solamente tengo un deseo en este mundo —dijo, estirando su mano en un vano

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