El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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Читать онлайн книгу El mundo en que vivimos - Anthony Trollope страница 23
—Pero si ni siquiera crucé una palabra con él —dijo Paul.
—En los negocios, eso no importa. Es suficiente para que me lo presentes. No vamos a pedirle ningún favor, ni queremos su dinero.
—Pensaba que sí lo queríais.
—Si invierte, será uno más, por lo que no será ningún préstamo. Se convertirá en un socio, si es tan listo como dicen, porque verá que es una manera fácil de ganar un par de millones. Si además se presenta en San Francisco, se haría con el doble de esa cifra. Los hombres de negocios no lo dudarán dos veces e invertirán allá donde él vaya, porque saben que entiende de qué va el juego y que su instinto no falla. Un hombre que ha llegado donde está con el sistema financiero que hay en Europa, ¡por todos los santos! No hay ningún límite a lo que podría ganar si se uniera a nuestro fondo. Somos más grandes que todos los británicos, y aún hay sitio para más. Invertimos en empresas más grandes, y no perdemos el tiempo como vosotros. Y Melmotte es el mejor de entre todos. Si se decide y apuesta por esto, no encontrará inversión más segura ni más rentable. Lo verá de inmediato, si puedo hablar con él media hora.
—Señor Fisker —dijo Paul misteriosamente—, puesto que somos socios, creo que debo informarle que la gente habla muy mal de la reputación del señor Melmotte.
El señor Fisker sonrió amablemente, giró el cigarro dos veces entre sus labios y luego cerró un ojo.
—Siempre se echa de menos la caridad del mundo, cuando un hombre tiene éxito.
La propuesta de negocio era la construcción de un ferrocarril desde el Pacífico sur y central, hasta México, que debía empezar en Salt Lake City, partiendo de la vía de San Francisco y Chicago, y cruzando las fértiles tierras de Nuevo México y Arizona, adentrándose en el territorio de la república mexicana, atravesar la ciudad de México y salir hacia el golfo, en el puerto de Veracruz. El señor Fisker admitía sin ambages que se trataba de una empresa titánica, y que la distancia abarcaba unas dos mil millas; reconocía que no era posible contabilizar completamente el coste de construcción de dicha vía de tren; pero parecía convencido de que estas preguntas no eran importantes, más aún, que eran infantiles. Si Melmotte se decidía a invertir, seguro que no preguntaría nada por el estilo.
Pero recapitulemos. Paul Montague había recibido un telegrama que su socio, Hamilton K. Fisker, le había enviado desde el puerto de Queenstown, en uno de los grandes cruceros de Nueva York, donde solicitaba que se reuniera con Fisker en Liverpool a la mayor brevedad. Dada la petición urgente, Montague se sintió obligado a obedecer. Personalmente, Fisker no le agradaba, y quizá era, en parte, porque durante su estancia en California jamás había podido resistir la combinación del buen humor, la audacia y la astucia del hombre. Le habían convencido para que participara en cualquiera de las propuestas que el señor Fisker tenía entre manos. Era un comportamiento absolutamente ajeno a su carácter habitual, y sin embargo, con su consentimiento habían abierto el molino de harina en Fiskerville. Temía por su dinero y no quería volver a ver a Fisker jamás; pero aun así, cuando Fisker viajó a Inglaterra, se sintió extrañamente orgulloso de ser su socio, y obedeció su llamada cuando este le convocó en Liverpool.
Si la fábrica de harina le preocupaba, ¡qué no debía inquietarle del actual proyecto! Fisker explicó que había venido con sendos objetivos: primero, pedirle permiso a su socio inglés para el cambio en el negocio, y en segundo lugar, obtener el apoyo de inversores ingleses. El cambio en cuestión implicaba la venta del establecimiento de Fiskerville, para utilizar todo el capital fruto de esa operación en el desarrollo de la vía de ferrocarril. «Aún si pudiera invertir todo el dinero, no lograría ni construir una milla de ferrocarril», objetó Paul, ante lo cual el señor Fisker se echó a reír. La meta de Fisker, Montague y Montague no era construir el ferrocarril hasta Veracruz, sino fundar y sanear una compañía. Paul pensó que el señor Fisker demostraba una absoluta indiferencia acerca de si el ferrocarril terminaría construido o no; claramente, era de la opinión que ganarían una fortuna, antes de que se moviera una paletada de tierra de la obra. Y a juzgar por los folletos hermosamente impresos, con mapas delicadamente dibujados, y lindas ilustraciones de trenes que se introducían en túneles bajo montañas cubiertas de nieve, y emergían al borde de lagos iluminados por el sol, el señor Fisker había realizado una encomiable labor. Pero cuando Paul examinó el material no podía dejar de preguntarse de dónde había salido el dinero para pagar todo eso. El señor Fisker había declarado que el propósito de su visita era obtener el consentimiento de su socio, pero al susodicho le parecía que se habían hecho muchas cosas sin su permiso. Y los temores de Paul en ese aspecto no se aliviaron en absoluto al descubrir que en los textos de los panfletos informativos, su nombre aparecía como uno de los representantes y directores generales de la compañía. Cada uno de los documentos ostentaba la firma de Fisker, Montague y Montague. Todas las preguntas y explicaciones acerca del proyecto las daban Fisker, Montague y Montague; y uno de los contratos declaraba que un miembro de la empresa se había instalado en Londres para ocuparse de los intereses de los inversores británicos. Daba la sensación de que Fisker estaba convencido de que su joven socio expresaría una satisfacción sin límites ante la grandeza de la responsabilidad que ahora recaía sobre él. Y si bien era cierto que una sensación de importancia, no del todo desagradable, asaltó a Paul, la verdad es que en la mente de Montague se formó la convicción, no del todo agradable, de que el dinero desaparecía o se gastaba sin que él pudiera decir nada, y que más le valía ser prudente, o de otro modo sus socios obtendrían su aquiescencia por omisión.
—¿Qué ha pasado con el molino? —preguntó.
—Hemos puesto un encargado al frente.
—¿No es un poco arriesgado? ¿Cómo controlan su trabajo?
—Nos paga una suma fija, señor. Pero, ¡por Dios! Cuando tenemos entre manos un negocio de esta magnitud, ¿qué es un simple molino? No vale la pena que perdamos el tiempo en eso.
—Entonces, ¿no lo han vendido?
—Bueno, no. Pero ya hemos acordado un precio de venta.
—Pero, ¿aún no se ha cobrado?
—Bueno, sí. Sí, ya hemos obtenido una cantidad, es cierto. Pero usted no estaba allí, de modo que los dos socios residentes actuaron en nombre de la compañía. Pero señor Montague, sin duda lo habría aprobado, de haber estado ahí. Sí, sin duda.
—¿Y qué hay de mi parte?
—Verá, eso es otro asunto. En cuanto hayamos avanzado un poco más en el tema del ferrocarril, no le importará gastar veinte o cuarenta mil dólares al año. Ya hemos obtenido la concesión del gobierno de Estados Unidos para pasar por esos territorios, y estamos manteniendo negociaciones con el presidente de la República de México. No me cabe duda de que ya tenemos oficinas en México, y también en Veracruz.
—¿De quién obtendremos el dinero?
—¿El dinero, señor? Bueno, ¿de dónde imagina usted que sale el dinero para esta iniciativa? Si logramos que las acciones incrementen su valor, el dinero entrará a manos llenas. Nosotros somos dueños de tres millones de dólares en acciones de la compañía.
—¡Seiscientas mil libras! —exclamó Montague.
—Por el valor equivalente, claro está. Y a medida que vayamos vendiendo, las pagaremos. Pero solamente venderemos con un buen margen. Si logramos que suban hasta ciento diez, estaríamos hablando de trescientos mil dólares, aunque seguramente será más que eso. Tengo que entrevistarme con Melmotte lo antes posible. Más vale que le escriba la carta de presentación.
—No