El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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Читать онлайн книгу El mundo en que vivimos - Anthony Trollope страница 20
—¿Y quién paga el mantenimiento de esos animales?
—En cualquier caso, no te lo he pedido a ti.
—No. Te falta valor para eso. Pero no tienes el menor escrúpulo en pedirle dinero a tu madre, aunque eso la obligue a pedírmelo a mí o a otros amigos. Has malgastado todo el dinero que te pertenecía por derecho propio, y ahora la estás arruinando a ella.
—Eso no es cierto. Aún tengo dinero.
—¿De dónde lo has sacado?
—Todo esto está muy bien, Roger, pero no creo que tengas derecho a hacerme estas preguntas. Tengo dinero. Si compro un caballo es porque puedo permitírmelo. Si compro dos, o tres, es porque tengo dinero para mantenerlos. Por supuesto que tengo deudas, pero también hay gente que me debe dinero a mí. Estoy bien, y no necesitas preocuparte.
—Entonces, ¿por qué le pides a tu madre hasta su último centavo, y después no tienes nada para pagarle lo que te ha prestado a ti?
—Puedo devolverle las veinte libras, si te refieres a eso.
—Me refiero a eso y a mucho más. Supongo que has estado jugando.
—Insisto en que no estoy obligado a contestarte, y no pienso hacerlo. Si no tienes nada más que añadir, me despido.
—Sí tengo algo más que añadir, y lo haré —Felix se dirigió a la puerta, pero Roger se le adelantó y se interpuso.
—No pienso quedarme aquí contra mi voluntad —declaró Felix.
—Vas a tener que escucharme, así que más vale que te estés quieto. ¿Quieres que el mundo te considere un rufián?
—¡Venga!
—Pues eso es lo que sucederá. Has despilfarrado todo tu dinero, y porque tu madre te quiere y es débil de carácter, te aprovechas para gastar todo lo que tiene, hasta poner en peligro su subsistencia y la de tu hermana.
—No le pido que pague mis gastos.
—¿No? ¿Y cuando le pides dinero, qué haces?
—Aquí tienes las malditas veinte libras, cógelas y dáselas —dijo Felix, extrayendo y contando los billetes de su cartera—. Cuando se las pedí, no pensaba que iba a montar este escándalo por una tontería.
Roger aceptó los billetes y se los guardó.
—¿Has terminado? —dijo Felix.
—No. ¿Pretendes que tu madre te mantenga y pague tu ropa durante toda tu vida?
—Espero ser capaz de mantenerla yo, dentro de poco, y hacerlo mejor que quienes se dicen sus amigos. La verdad, Roger, es que no tienes ni idea de lo que está en juego. Si me dejas en paz, verás que no me irá nada mal.
—No conozco a ningún joven a quien le vaya peor, ni que tenga un concepto menos moral del bien y del mal.
—Bien, esa es tu opinión. Por supuesto, disiento. No todos compartimos las mismas ideas. Ahora, por favor, tengo que irme.
Roger pensaba que no había dicho ni la mitad de lo que tenía que decirse, pero no sabía si valía la pena. ¿De qué serviría hablar con un joven que estaba desprovisto de compasión y de dignidad? El remedio a su conducta radicaba antes en la actitud de la madre, no en la del hijo. Si no fuera tan espantosamente débil, lady Carbury se apartaría de su hijo y dejaría que sufriera en la más abyecta pobreza. Eso le haría despertar, y cuando la agonía de la necesidad domara su espíritu indolente, entonces aceptaría su techo y sus alimentos con humildad y agradecimiento. Ahora que tenía dinero en el bolsillo, se dedicaría a comer y beber y darse a todos los lujos que le apeteciera, sin el menor inconveniente. Mientras nadara en la prosperidad, nada le conmovería.
—Serás la ruina de tu hermana, y le romperás el corazón a tu madre —dijo Roger por fin, con un último intento que no tuvo el menor efecto en el joven holgazán.
Cuando lady Carbury llegó al saloncito, que fue en cuanto se cerró la puerta de entrada tras su hijo, le pareció todo un éxito que Roger hubiera recuperado sus veinte libras.
—Sabía que las devolvería, si tenía dinero —dijo.
—Entonces, ¿por qué no te las dio antes?
—Supongo que no quería tocar el tema. ¿Te ha dicho si está ganando dinero en las mesas de juego?
—No, no me dijo la verdad en todo el rato que hablamos. Puedes estar segura de que así ha sido, no obstante: consigue su dinero jugando. ¿De qué otra manera puede obtenerlo? Y también te digo esto: perderá todo lo que ha ganado. Sus palabras eran las de un hombre inconsciente, sin la menor noción de la realidad. Decía que pronto será él quien proporcione un techo para Henrietta y para ti.
—¿Ha dicho eso? ¡Mi querido niño!
—¿Tú le crees?
—Oh, sí. Y es cierto, es prácticamente seguro. Habrás oído hablar de la señorita Melmotte.
—He oído hablar del gran estafador que se ha establecido en Londres, sí, y que está comprando su entrada y ascenso en la sociedad.
—Todo el mundo visita su casa ahora, Roger.
—Pues vergüenza debería darle a todo el mundo. ¿Qué sabemos de él, excepto que tuvo que abandonar París porque se había ganado la reputación de ser un canalla especialmente próspero? Bueno, cuéntame qué tiene que ver él en todo esto.
—Hay quien piensa que Felix se casará con su única hija, y no es nada descabellado. Es bien parecido, ¿no crees? ¿Quién es tan guapo y agraciado como él? Y dicen que ella heredará medio millón.
—Así que esa es la jugada, ¿eh?
—¿No te parece bien?
—No, en absoluto. Pero no llegaremos a ponernos de acuerdo en eso. ¿Puedo ver a Henrietta durante unos minutos?
Capítulo 8
Enfermos de amor
Roger Carbury tenía razón al decir que él y su prima, una dama viuda, no se pondrían de acuerdo sobre el matrimonio y los cazadores de fortunas. Era totalmente imposible. Para lady Carbury, la perspectiva de que su hijo se uniera en matrimonio con la señorita Melmotte solamente despertaba una profunda alegría y sensación de triunfo exultante. Si Marie Melmotte fuera rica y su padre estuviera condenado por una sentencia en tribunales, quizá hubiera experimentado una ligera sombra de duda. No obstante, el dinero pesaría más en la balanza que la pérdida de respetabilidad, y lady Carbury ya se encargaría de encontrar motivos por los cuales Marie no debía cargar con los pecados de su padre, incluso mientras gozaban de los frutos de esos pecados. Además, la situación era muy diferente: el señor Melmotte no estaba mezclado en ningún proceso, sino que era el anfitrión de duquesas y príncipes en su casa de la plaza Grosvenor. La gente decía que la reputación en Europa del señor Melmotte era ciertamente la de un estafador de marca mayor, que no se detenía ante nada