El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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Читать онлайн книгу El mundo en que vivimos - Anthony Trollope страница 22
—Oh, no. ¿Cómo podría?
—Me dirigía a ti como a mi prima, que quizá me considera una especie de hermano mayor. Ningún contacto con una legión de Melmotte podrá alterar mi opinión de ti: eres la mujer a la que pertenece mi corazón. Incluso si verdaderamente cayera en desgracia —si es que la ruina pudiera hacer mella en alguien tan puro como tú—, sentiría lo mismo. Te quiero tanto que ya te he aceptado, para bien o para mal. No soy capaz de cambiar; mi naturaleza es demasiado terca para eso. ¿Tienes algo que decirme que pueda aliviar mi situación? —Al girar Henrietta la cabeza, insistió—: ¿Entiendes hasta qué punto necesito tu ayuda?
—Creo que puedes vivir sin mi ayuda, perfectamente.
—Por supuesto que sí, claro que viviré. No hay duda de ello. Pero no viviré feliz. Ya no lo soy ahora, tal y como estamos. Me he amargado, mi ánimo experimenta altibajos, y ya no estoy a gusto con mis amigos. Me gustaría en cualquier caso que me creyeras cuando te digo que te amo.
—Supongo que lo crees, y que quiere decir algo.
—Lo creo, y quiere decir mucho. Dice todo lo que un hombre puede decirle a una mujer. Nada más y nada menos. Debes comprender que hablo en serio, hasta el punto de que rozo la alegría exultante por un lado y por el otro siento la más absoluta indiferencia hacia el mundo, pendiente como estoy de una respuesta. Jamás cejaré, no hasta que me digas que piensas casarte con otro.
—¿Qué puedo decir?
—Que me amarás.
—¿Y si no puedo decir eso?
—Entonces, di que lo intentarás.
—No, eso no pienso decirlo. El amor debe llegar sin forzarse. No concibo cómo una persona puede intentar querer a otra, tal y como me pides. Me gustas mucho, pero casarse es algo mucho más grave.
—Conmigo no sería grave, querida mía.
—Sí lo sería, cuando descubrieras que soy demasiado joven para compartir tus gustos.
—Perseveraré, lo sabes bien. ¿Me juras que si te prometes con otro hombre, me lo dirás al instante?
—Supongo que puedo prometerlo, sí —dijo ella después de una pausa.
—¿Aún no hay nadie más?
—No, aún no. Pero señor Carbury, no tienes ningún derecho a preguntármelo. No me parece generoso por tu parte. Te permito que me digas cosas que nadie más podría porque eres primo mío, y porque mi madre confía mucho en ti. Pero nadie excepto ella tiene derecho a preguntarme algo así.
—¿Estás enfadada conmigo?
—No.
—Te he ofendido porque te quiero mucho, discúlpame.
—No me he ofendido, pero no me gusta que un caballero me haga ese tipo de preguntas. No creo que a ninguna joven le guste. No tengo porqué contarle a nadie todo lo que me pasa.
—Quizá cuando entiendas hasta qué punto mi felicidad depende de ello, podrás perdonarme. Adiós, por ahora. —Henrietta le tendió la mano y permitió que él la sostuviera entre las suyas por un instante—. Cuando camino por las rosaledas de Carbury, y recuerdo los paseos que solíamos dar, siempre me pregunto qué posibilidad hay de que alguna vez vuelvas allí, como la dueña de la casa.
—Ninguna.
—Claro, no esperaba oír otra cosa. Bueno, me despido. Que Dios te bendiga.
El hombre no poseía el menor ápice de poesía. Ni siquiera le importaba ser romántico. Todas las señales externas del amor que tanto gustan a muchos hombres y que constituyen la única dulzura que muchas mujeres experimentan en su vida no significaban nada para él. Hay hombres y mujeres para los cuales hasta las postergaciones y decepciones del amor son encantadoras, incluso cuando existen en detrimento de la esperanza. Para dichas personas, la melancolía es dulce, dulce penar, dulce también sentir que la desgracia romántica les ha atrapado, igual que a los héroes y heroínas cuyos sufrimientos constituyen la materia de la poesía. Pero no para Roger Carbury. Él estaba convencido de haber encontrado a la mujer de su vida, digna de su amor, y después de haberla elegido, la deseaba con increíble intensidad. Había dicho la pura verdad cuando le había confesado que la vida sin ella no tenía sentido. En Inglaterra, no había nadie menos susceptible de arrojarse desde lo alto de un monumento o de hacerse saltar los sesos. Sentía el dolor en cada rincón de su mente. No lograba superar ningún escollo, ni alcanzar consuelo de ninguna manera. Solamente una cosa existía en su horizonte: perseverar hasta hacerla suya, o hasta que finalmente la perdiera de una vez por todas. Y si el resultado final era ese, como empezaba a temer, entonces seguiría viviendo pero en adelante, lo haría como un hombre que hubiera perdido una mano o una pierna.
En el fondo de su corazón, estaba casi seguro de que la chica estaba enamorada del otro joven. También tenía la práctica certeza de que nunca había confesado ese amor, ni a sí misma ni a él. Tanto Paul como Henrietta le habían asegurado ese extremo, y Roger era un hombre a quien las palabras satisfacían fácilmente, y que tenía tendencia a creer al prójimo. Pero también sabía que Paul Montague sentía afecto por ella, y que el joven no pensaba renunciar a sus posibilidades de conquistar a Henrietta. Por eso, mirando hacia el futuro y adelantándose a los acontecimientos, creía adivinar que Henrietta terminaría convertida en la esposa de Paul. ¿Qué haría él, de ser así? Su felicidad personal quedaría completamente aniquilada, y solamente le quedaría ser testigo de la felicidad, prosperidad y alegría de la joven pareja. Roger se transformaría en una suerte de hada madrina, aunque la agonía de su decepción jamás le abandonaría. Sí, podía proceder así, darles su bendición; o también tenía la posibilidad de confesarle a Paul el profundo resentimiento que su ingratitud le causaría. ¿Acaso no había sido como un padre para él, o como un hermano? Le había abierto las puertas de su casa y le había prestado su dinero. ¿Qué derecho tenía Paul a irrumpir justo cuando Roger se disponía a alcanzar la perfecta felicidad y robarle todo lo que amaba en este mundo? Era consciente de que no todo encajaba en ese argumento, que cuando Paul se había enamorado de la chica no sabía nada del afecto de su amigo por ella; y que Henrietta, aún si Paul no hubiera aparecido, quizá jamás le habría concedido su mano de todos modos. Lo sabía, porque era un hombre de inteligencia despejada. Pero la injusticia y su tristeza eran tan grandes que perdonar y recompensar ese comportamiento se le antojaba una actitud débil y estúpida; casi propia de una mujer. Roger Carbury no creía en el perdón de las ofensas que los demás infligían. Si uno perdona todas las malas acciones, ¡termina por fomentar que los demás sigan perpetrándolas! Al entregarle una capa al que acaba de robártela, la pregunta es: ¿cuánto tiempo tardará en privarte también de la camisa y los pantalones? Roger Carbury regresó esa tarde a Suffolk, y tras reflexionar durante todo el trayecto, decidió que jamás perdonaría a Paul Montague si este se convertía en el marido de su prima Henrietta.
Capítulo 9
El gran ferrocarril a Veracruz
—Has estado invitado en su casa. Así que no veo cuál es el problema. —Su interlocutor habló con un deje agudo y nasal: era un caballero americano bien vestido que esperaba en una de las más elegantes salitas de un gran hotel con parada de ferrocarril en Liverpool. Se dirigía a un joven inglés que estaba sentado frente a él. Entre ambos, la mesa estaba cubierta de mapas, calendarios y programas impresos. El americano fumaba un enorme cigarro, que