El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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de la junta directiva inglesa, pero sin nombre.

      —¿Quiénes formarán parte de esa junta directiva?

      —Le pediríamos a usted que los seleccione, señor Melmotte. El señor Paul Montague debería ser miembro, y quizá su amigo sir Felix Carbury, si le parece bien a usted. Quizá podríamos incluir también a uno de los directores del City y West End. Pero en definitiva, la decisión está en sus manos, así como la cantidad de acciones a las que podría optar. Si apuesta por nosotros, señor Melmotte, formará parte de una de las mayores empresas que hayan surgido en los últimos años. ¡No habría límite al valor de las acciones que podríamos alcanzar!

      —Imagino que tendría que respaldar el proyecto con algún capital inicial.

      —En el Oeste sabemos que no hay que asfixiar la energía de un proyecto aplicando métodos anticuados. Mire lo que ya hemos logrado, trabajando sin ataduras. Mire la línea de ferrocarril que ya cruza el continente, de San Francisco a Nueva York. Mire…

      —Eso no tiene la menor importancia, señor Fisker. La gente quería viajar de Nueva York a San Francisco, y no estoy tan seguro de que quieran llegar a Veracruz. Pero estudiaré su propuesta y tendrá noticias mías.

      La entrevista había terminado y el señor Fisker estaba satisfecho. Si el señor Melmotte no tuviera la menor intención de participar en la empresa, ni siquiera le habría dedicado diez minutos. A fin de cuentas, apenas le pedían nada: que respaldara el ferrocarril con su nombre, y como pago el señor Fisker le había prometido unas doscientas o trescientas mil libras, del capital inicial que obtuvieran de los inversores británicos.

      Así, quince días después de la llegada del señor Fisker, la compañía estaba plenamente lanzada en Inglaterra, con una junta directiva inglesa, de la cual el señor Melmotte era el presidente. Entre los directores se encontraban lord Alfred Grendall, sir Felix Carbury, Samuel Cohenlupe, esq., miembro del Parlamento por la circunscripción de Staines, así como un caballero judío, lord Nidderdale, que también poseía un escaño en el Parlamento; y el señor Paul Montague. Podía tacharse a la junta directiva de débil, y pensar que no sería capaz de prestar mucho apoyo a ninguna empresa, sobre todo pensando en miembros como lord Alfred o sir Felix, pero la mera presencia del señor Melmotte constituía un pilar tan sólido que la fortuna de la compañía se consideraba un hecho consumado.

      Capítulo 10

       El éxito del señor Fisker

      El señor Fisker se sentía muy satisfecho del avance que había logrado, pero no terminó de convencer a Paul Montague de la bondad de sus planes. El señor Melmotte se había convertido en parte de su aventura empresarial, y su presencia era una realidad tal, un hecho tan incontestable en el Londres dedicado a los negocios y el comercio, que Montague ya no podía negarse a reconocer que los sueños de Fisker tenían muchas posibilidades de convertirse en realidad. Melmotte dominaba la compañía de telégrafos, y había investigado en San Francisco y Salt Lake City con tanta facilidad como si preguntara por los barrios de Londres. Era presidente de la rama inglesa de la compañía, y tenía (o como decía él, gestionaba) acciones valoradas en dos millones de dólares. Aun así, subsistía entre muchos la sensación de que Melmotte, pese a ser un torreón de grandeza, estaba erigido sobre arenas movedizas.

      Paul ya se había incorporado totalmente al proyecto, sin prestar atención a los consejos en contra de su viejo amigo Roger Carbury, y se había trasladado a Londres, para poder ocuparse personalmente de todos los detalles relacionados con el gran ferrocarril. Habían abierto una oficina justo detrás de la Bolsa, con dos o tres administrativos y un secretario, posición que ocupaba el señor Miles Grendall. Paul, que tenía conciencia y era muy sensible al hecho de que no solamente era miembro de la junta, sino que también era uno de los apellidos responsables de todo el asunto, estaba rotundamente ansioso por empezar a trabajar de veras, y se presentaba en los momentos más inoportunos en las oficinas de la compañía. Fisker, que aún no había regresado a América, hacía lo que podía para poner freno a su inquietud, y en más de una ocasión se burlaba así de su socio:

      —Mi querido amigo, ¿de qué sirve que se ataree tanto? En este tipo de negocios, una vez se ponen en marcha, no hay mucho que hacer. Y por otra parte, ya puede uno quemarse las pestañas antes de arrancar, a veces se fracasa sin un movimiento. Pero no se preocupe, está todo arreglado. Basta con que pase usted por ahí los jueves. Piense que un hombre como Melmotte no soportará ninguna interferencia real.

      Paul trataba de reafirmar su posición:

      —Soy uno de los gerentes de la compañía, y como tal pienso tomar parte en la dirección de la empresa. Al fin y al cabo, mi fortuna está invertida en ello, y para mí es tan importante como la fortuna del señor Melmotte lo sea para él.

      —¿Fortuna? ¿Qué fortuna, dígame, tenemos entre los dos? —replicó Fisker—. Unos míseros miles de dólares de los que más vale ni hablar, y que no son suficientes para emprender ningún proyecto. ¿Y ahora, dónde está usted? Mire, le diré: ganaremos más cuando todo esto estalle, si es que así sucede, que después de años y años de duro trabajo respetando las reglas.

      Desde luego, a Paul Montague el señor Fisker no le gustaba un ápice, ni tampoco compartía su filosofía de negocios, pero se dejó arrastrar por ambos. «¿Cuándo y cómo podía haberlo evitado?», le escribió a Roger Carbury. «El dinero se había invertido incluso antes de que pusiera pie en Inglaterra. Es muy fácil decir que no tenía ningún derecho a hacerlo; pero es que ya era un hecho consumado. Ni siquiera podía demandarlo, sin verme obligado a regresar a California, y allí no tenía ni la menor oportunidad». Es decir, que Fisker siguió sin gustarle nada a lo largo de todo el asunto, y aun así había que admitir que Fisker poseía un gran mérito, que contribuía a que Montague le apreciara un poco. Aunque no admitía la más mínima interferencia de Paul en el negocio, sí que aceptaba su derecho a compartir el momento de afortunada prosperidad. Pero en cuanto a los verdaderos datos financieros de la empresa, no estaba dispuesto a revelarle nada a Paul. No obstante, a Fisker no le faltaba el dinero, y se preocupaba de que a su socio le ocurriera lo mismo. Le pagó todos los intereses pendientes de sus ingresos estipulados hasta la fecha, y le entregó nominalmente un buen número de acciones del ferrocarril, con la indicación de que no debía venderlas hasta que hubieran aumentado hasta el diez por ciento de su valor, y que en cualquier transacción de compraventa no debía aspirar sino a ganar la plusvalía derivada de dicha venta. Paul nunca supo qué le permitían hacer a Melmotte con su parte de las acciones; y hasta donde sabía, el poder de Melmotte era ilimitado en todo y sobre todos. El humor del joven se perturbó, sintiéndose desgraciado, inquieto y extravagante a resultas de dicha situación. Vivía en Londres y disponía de dinero, pero no podía quitarse de encima la sensación de que todo estaba a punto de desmoronarse, como un castillo de naipes, y que terminaría arruinado y caído en desgracia, uno más del puñado de estafadores que participaba en el asunto.

      Todos sabemos bien como, en dichas circunstancias, la vida de un hombre se entregará al disfrute de los placeres que le sobrevienen, y en mucha menor medida soportará las desgracias, sacrificios y tristezas. Si el joven miembro de la junta directiva le hubiera descrito a su amigo el estado en el que se encontraba, habría dicho que estaba sumido en las dudas, las sospechas y el miedo, hasta el punto que su vida era una pesada carga. No obstante, los que le acompañaban en aquellos momentos le calificarían de un hombre agradable, que disfrutaba de los placeres de la vida, y que estaba dispuesto a sacar el mejor partido de lo que esta pusiera en su camino. Bajo los auspicios de sir Felix Carbury se había convertido en miembro del Beargarden, que de entre todos los posibles clubs, era el que poseía un método de entrada más irregular, a la par con sus otras costumbres. Cuando un joven deseaba solicitar la entrada en el club, y no se creía que su estilo de vida encajara

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