El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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Cuando los pagarés se intercambian con facilidad entre un grupo similar de amigos, como el que nos ocupa, la repentina presencia de un extraño es muy desagradable, especialmente cuando el susodicho se dispone a partir hacia San Francisco a la mañana siguiente. Si se pudiera garantizar que el extraño iba a perder, entonces sin duda le considerarían un regalo de los dioses. Este tipo de extraños tienen los bolsillos llenos de dinero, una porción del cual sería como una dulce lluvia en época de sequía, a ojos del grupo de jóvenes. Cuando uno lleva tanto tiempo jugándose pagarés, los billetes de verdad poseen un encanto hasta entonces desconocido. Pero si ganase el extraño, entonces las complicaciones derivadas de tal hecho conllevan una situación de lo más incómoda, sin solución posible. Llegados a ese punto, la única salida era llamar a Herr Vossner, cuyos términos de préstamo eran también una garantía de ruina. En esta ocasión, desafortunadamente, no hubo un final cómodo. Desde el principio, Fisker se llevó la mano ganadora, y un montón de papelitos cayó en sus manos, muchos de ellos procedentes de sir Felix, aunque también los había con «G», por Grasslough y «N» por Nidderdale, y también un maravilloso jeroglífico que en el Beargarden sabían perfectamente que correspondía a D.L., Dolly Longestaffe, que a pesar de ser el responsable de la firma, no había participado en la velada de esa noche.
Y también estaban los pagarés con la firma de M.G., por Miles Grendall, que era una especie de documento peculiarmente abundante y de escaso atractivo en esas ocasiones comerciales. Hasta entonces, nunca le habían entregado un pagaré a Paul Montague en el Beargarden, ni tampoco lo había hecho nuestro amigo sir Felix. En esta ocasión, Montague también resultó agraciado por la suerte, aunque no tanto como Fisker. Sir Felix no dejó de perder, y se erigió prácticamente en el único gran perdedor de la noche. El señor Fisker fue quien ganó casi todo lo que se había perdido en aquella mesa de juego esa noche. Como tenía que tomar el tren de las 8:30 hacia Liverpool, y a las 6 de la mañana estaba contando todos los pagarés, declarándose poseedor de unas ganancias de seiscientas libras.
—Creo que casi todos proceden de usted, sir Felix —dijo Fisker, entregándole un fajo de pagarés al caballero.
—Efectivamente, así es. Pero son todos buenos, contra el dinero de estos caballeros.
Entonces, de perfecto buen humor, el americano procedió a extraer uno del montón que indicaba que Dolly Longestaffe le debía cincuenta libras.
—Es de Longestaffe —dijo Felix— y por supuesto, lo cambiaré.
De su bolsillo sacó otros pequeños documentos con la firma de M.G., que tenía tan poco valor entre ellos, y así alcanzó la suma.
—Son ciento cincuenta libras de Grasslough, ciento cuarenta y cinco de Nidderdale y trescientas veintidós con diez peniques, de Grendall —declaró el barón. Entonces sir Felix se levantó, como si hubiera pagado su deuda. Fisker, sonriendo y de buen humor, recolocó los pedacitos de papel frente a sí y entonces miró a sus compañeros de juego.
—Eso no es válido, lo sabéis perfectamente —dijo Nidderdale—. El señor Fisker debe recibir su dinero antes de irse. Tú lo tienes, Carbury.
—Por supuesto que lo tiene —dijo Grasslough.
—Pues resulta que no lo llevo encima —declaró sir Felix—, y si lo llevara, ¿qué?
—El señor Fisker regresa a Nueva York de inmediato —dijo lord Nidderdale—. Supongo que seremos capaces de reunir seiscientas libras, entre todos. Llamad a Vossner. Creo que debería ser Carbury quien pague, puesto que ha sido él quien lo ha perdido, y no esperábamos que utilizara nuestros pagarés para saldar su deuda, como ha hecho.
—Lord Nidderdale —dijo sir Felix—, ya he dicho que no llevo el dinero encia. ¿Por qué debería, especialmente si cuento con pagarés por una suma más que suficiente para hacer frente a mis pérdidas?
—En cualquier caso, hay que pagarle su dinero al señor Fisker —dijo lord Nidderdale, agitando de nuevo la campanita.
—No tiene la menor importancia, milord —dijo el americano—. Pueden enviármelo a Frisco, por correo, si les resulta más cómodo.
Y se levantó para ir a buscar su sombrero, para gran alegría de Miles Grendall. Pero los dos jóvenes lords no estaban de acuerdo en absoluto.
—Si realmente debe irse ahora mismo, permítame que vaya a buscarle a la estación para entregarle sus ganancias —dijo Nidderdale.
Fisker declaró que no debía molestarse. Por supuesto, esperaría diez minutos si así lo deseaba, pero la cuestión no tenía la menor importancia. ¿Es que no disponían de correo diariamente? Entonces Herr Vossner se levantó, enfundado en una bata, y mantuvo una discreta conversación en un rincón con los dos lores y con el señor Grendall. En pocos minutos, Herr Vossner extendió un cheque por el dinero adeudado por los dos caballeros, pero lamentaba no disponer de suficiente crédito con su banco como para aumentar la cifra. Así pues, quedó claro que Herr Vossner no pensaba adelantar la cantidad adeudada por el señor Grendall a menos que hubiera otros dispuestos a responder por el caballero.
—Supongo que lo mejor será enviarle el dinero por correo a América —dijo Miles Grendall, que no se había pronunciado sobre el tema mientras estuvo en la misma situación que los dos lores.
—Por supuesto. Mi socio, el señor Montague, le indicará la dirección. —Y despidiéndose con afecto de Paul, estrechó las manos de todos los presentes, con aspecto de no dar la menor importancia a la cuestión del dinero, procedió a irse no sin antes pronunciar un viva por la Compañía de Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México.
Fisker no caía bien a nadie, porque sus modales no eran como los de ellos; su chaleco también era distinto. Fumaba su cigarro de manera diferente, y escupía en las alfombras. Decía «milord» demasiado a menudo, e irritaba a todos ya les tratara con familiaridad o con deferencia. Pero se había comportado razonablemente acerca de las deudas de juego, y ellos estaban en falta. Sir Felix era el culpable inmediato, pues debería haber entendido que no podía pagar a un extraño con pagarés que, por un pacto tácito, sí valían para pagar las deudas contraídas entre sí. Sin embargo, ahora no tenía ningún sentido insistir en el tema, aunque algo debía hacerse.
—Vossner debe recuperar su dinero —dijo Nidderdale—. Vamos a llamarle de nuevo.
—No creo que sea culpa mía —dijo Miles—. A nadie se le ocurrió que tendríamos que llamarle para que respondiera por las deudas de esa manera.
—¿Por qué no? —dijo Carbury—. Tú reconociste que tenías esas deudas al firmar los pagarés.
—Pienso que Carbury debería haber satisfecho la cantidad adeudada —dijo Grasslough.
—Grass, querido mío —dijo el barón—, tus intentos de pensar nunca valen demasiado. ¿Porqué iba yo a suponer que jugaríamos con un desconocido? ¿Acaso llevas tú cantidades ingentes de dinero en efectivo encima, para pagar en caso de que hubieras perdido tú? No sé, pero yo no voy por la calle con seiscientas libras esterlinas en el bolsillo; ¡y tú tampoco, no digas lo contrario!
—No sirve de nada quejarse —dijo Nidderdale—. Vamos a conseguir el dinero.
Montague se ofreció a cubrir la deuda