El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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—No nos va a perjudicar en lo más mínimo, lady Carbury.
—¿No cree que bajen las ventas?
—No mucho. Un libro de ese tipo no tiene una larga vida, ¿sabe usted? El Breakfast Table le dedicó una excelente reseña, y salió justo a tiempo. De hecho, la crítica del Pulpit no está tan mal; hasta me gusta.
—¡Cómo puede decir que le gusta! —exclamó lady Carbury, que con cada fibra de su autoestima aún dolorida por la amargura de las ruedas del autobús crítico que la había atropellado.
—Cualquier cosa es mejor que la indiferencia, lady Carbury. Mucha gente retendrá simplemente que el libro fue reseñado, pero ni se acordará del tono de la crítica. Es buena publicidad.
—¡Pero si dice que tengo que ir a clase de Historia! Después de lo mucho que me esforcé…
—Es una figura retórica, lady Carbury.
—¿Cree usted que el libro ha funcionado bien?
—Bien, más o menos como esperábamos, ya sabe.
—¿Suficiente como para que cobre algo más, señor Leadham?
El señor Leadham hizo que le mandaran un grueso libro de contabilidad, y giró varias páginas revisando columnas de cifras; luego se rascó la cabeza.
—Sí, algo más, pero no debe usted pensar que será mucho.
Y procedió a explicar que un primer libro nunca rinde una cantidad muy lucrativa. Sin embargo, cuando lady Carbury abandonó la oficina del editor, llevaba consigo un cheque. Iba elegante y su aspecto era muy agradable, y le había sonreído con calidez al señor Leadham. El señor Leadham, que al fin y al cabo no era más que un hombre, le había extendido un cheque, por una cantidad modesta, pero algo era algo.
Estaba claro que el señor Alf no se había portado bien; pero tanto el señor Broune del Breakfast Table como el señor Booker del Literary Chronicle sí habían cumplido con ella. Lady Carbury se había atenido a su palabra y había «hecho» la Nueva historia de una bañera del señor Booker en el Breakfast Table. Es decir, le habían permitido, a cambio de mirar a los ojos al señor Broune, posar su suave mano en su manga, y dar a entender que nadie podía comprenderla tan bien como él, parlotear sobre el sesudo libro del señor Booker de manera muy irreflexiva, y que le pagaran por su trabajo. Lo que el Breakfast Table había publicado sobre la obra no le había gustado demasiado al pobre señor Booker. Ofendía a su inteligencia contemplativa interior que arrojaran sobre él tamaña basura; pero su experiencia vital le decía que hasta la basura tenía algo de valor, y que debía pagar por ella de la forma en que, desafortunadamente, se había acostumbrado a hacerlo. Así, el propio señor Booker escribió el artículo sobre Reinas criminales para el Literary Chronicle, sabiendo que también lo que él escribiría era basura. «Notable vivacidad». «El poder de delinear al personaje». «Excelente elección del tema». «Considerable conocimiento de los detalles históricos de varios periodos». «Sin duda, el mundo literario volvería a saber de lady Carbury». La redacción de su crítica, junto a la lectura del libro, no llevó al señor Booker más de una hora. No lo hizo adrede, no trató de saltarse la lectura de las páginas, sino que simplemente entreabrió el volumen y echó un vistazo aquí y allá. Lo hacía así tan a menudo, que sabía muy bien cómo proceder. Habría podido escribir la reseña de un libro como ese estando dormido. Cuando hubo terminado, dejó la pluma a un lado y exhaló un profundo suspiro. Le resultaba injusto que las exigencias de su posición le obligaran a caer tan bajo en lo literario; pero no se le ocurrió que de hecho, no tenía ninguna obligación sino que tenía plena libertad para ser crítico, y morirse de hambre honestamente, si es que no existía otro modo de avanzar en su carrera. Pero se decía: «Si no lo hago yo, otro lo hará».
El hecho es que la reseña del Morning Breakfast Table logró destacar la obra de lady Carbury, hasta donde era posible. El señor Broune se entrevistó con la dama después de la recepción de la carta que hemos visto en el primer capítulo de esta historia, y profirió valiosas promesas, que cumplió al pie de la letra. Habían dedicado dos columnas enteras al libro, en las que aseguraban al mundo que no se había escrito jamás una mezcla más deliciosa de entretenimiento e instrucción, como las Reinas criminales de lady Carbury. Era el libro que todo el mundo estaba esperando, una obra fruto de un infinito esfuerzo combinado con una brillante imaginación. No cabía ninguna duda: era una maravilla. Durante su última entrevista, lady Carbury había sido dulce, estaba hermosa y convincente; el señor Broune había dado sus órdenes con buena voluntad, y de la misma manera le habían obedecido.
Así pues, aunque la reseña negativa la había afectado duramente, lady Carbury también había disfrutado de alabanzas, por lo que la suma de ambas llevó a pensar a lady Carbury que su carrera literaria aún podía culminar en éxito. El cheque del señor Leadham no era muy alto, ciertamente, pero tal vez era el principio de algo mejor. Al menos la gente hablaba de ella, y sus veladas de los martes estaban más concurridas que nunca. Pero su vida literaria y sus éxitos, su flirteo con el señor Broune, sus negocios con el señor Booker, y su decepción para con el señor Jones, no eran sino apéndices de su verdadera vida interior, cuyo principal y absorbente interés era su hijo. En este caso, la situación también oscilaba entre la tristeza y el entusiasmo, aunque la esperanza dominaba al miedo. Y había mucho que temer. Hasta la moderada contención de los gastos del joven que las circunstancias habían forzado era ya cosa del pasado. Aunque nunca le decía nada, lady Carbury se dio cuenta de que durante el último mes de la temporada de caza, su hijo había salido cada día a cazar. También sabía que poseía un caballo, aunque no en qué establos. Apenas le veía más de una vez al día, cuando iba a verle a su habitación hacia las doce del mediodía, y sabía que se pasaba el tiempo en el club, jugando toda la noche. Lady Carbury odiaba el juego, pues lo consideraba el pasatiempo más peligroso; pero también sabía que su hijo poseía suficiente dinero para sus gastos inmediatos, y que uno o dos comerciantes, dotados con una insoportable capacidad de persecución a sus deudores, habían dejado de molestarles. Así pues, por el momento se consolaba pensando que si bien su hijo jugaba a las cartas, al menos ganaba. Pero su alegría también procedía de una fuente más elevada: los rumores que le llegaban indicaban que sir Felix iba a llevarse el ansiado premio, la mano de la señorita Melmotte. Y de ser así, ¡qué bendición de hijo! Sería capaz, en el triunfo subsiguiente, de olvidar todos sus vicios, deudas, debilidad por el juego, hábitos nocturnos y la manera tan cruel como la había tratado. Aunque pensándolo bien, tanta felicidad parecía excesiva, inasible: la cifra inicial que corría por los círculos londinenses era de diez mil libras esterlinas, y que eso solo era el principio. La fortuna completa convertiría a sir Felix Carbury en el caballero sin título más rico de Inglaterra. En lo más profundo de su corazón, lady Carbury adoraba la riqueza, pero la deseaba más para su hijo que para ella. Luego, su mente se distrajo pensando en títulos nobiliarios, y las futuras glorias que caerían sobre el hijo cuyos vicios casi habían devorado a su madre, arrastrándola a la ruina.
Tenía otro motivo de alegría, que le proporcionaba gran satisfacción, aunque era bastante absurdo teniendo en cuenta la causa. Había descubierto que su hijo ostentaba el cargo de director de la Compañía de Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México. Lady Carbury era perfectamente consciente (si no antes, ahora sí) de que su hijo era totalmente incapaz de prestar ayuda a ninguna empresa o compañía interesada en la obtención de beneficios, ni en Londres ni en ninguna otra parte del mundo. También intuía que había una razón detrás de ese cargo y ese título, que permanecía oculta, y que contenía una más que probable falsedad. Un barón arruinado de veinticinco años, que desde que alcanza la mayoría de edad se dedica