El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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un inútil, no estaba sorprendida por su flamante empleo. Al menos ahora podía enorgullecerse un poco de su hijo, y no se olvidó de informar del acontecimiento a Roger Carbury. ¡Su hijo, compartiendo junta directiva con el señor Melmotte! ¡Toda una indicación de sus triunfos venideros!

      Como el lector quizá recuerde, Fisker había empezado la mañana del sábado 19 de abril dejando a sir Felix en el club a eso de las siete de la mañana. Durante todo ese día, su madre no le vio el pelo. Le encontró durmiendo en su habitación a mediodía, y a las dos de la tarde aún no se había levantado. Cuando volvió a buscarle, ya no estaba. Pero el domingo sí logró hablar con él:

      —Espero —dijo ella— que estés en casa el martes por la noche.

      Hasta entonces nunca le había convencido para que asistiera a sus veladas literarias.

      —¡Pero si vienen todos tus amigos! Mamá, es un aburrimiento.

      —Vienen la señora Melmotte y su hija.

      —Qué tontería, celebrar algo así en la casa de uno. Todo el mundo se da cuenta de que es forzado. ¡Y en un saloncito tan pequeño y apretujado!

      Lady Carbury habló con franqueza:

      —Felix, eres un tonto. Desde luego que ya no espero que hagas nada para complacerme, a pesar de que lo sacrifico todo por ti. No espero nada a cambio. Pero cuando hago algo que puede beneficiarte a ti, cuando me esfuerzo día y noche por arrancarte de las garras de la ruina, me parece que podrías poner algo de tu parte. No por mí, sino por tu propio bien.

      —No sé a qué te refieres con que te esfuerzas día y noche. No es mi intención que trabajes día y noche.

      —No hay ni un solo joven en todo Londres que no tenga los ojos puestos en esa chica, y ninguno tiene las oportunidades que tú tienes. Me he enterado de que van a ir al campo, por la Pascua, y que allí coincidirá con lord Nidderdale.

      —No soporta a Nidderdale. Me lo ha dicho ella misma.

      —La muchacha hará lo que le digan, a menos que se enamore de alguien como tú. ¿Por qué no te declaras el martes?

      —Si voy a hacerlo, será a mi manera. No pienso dejar que nadie me obligue a ello.

      —Claro que si no te tomas la molestia siquiera de estar en tu propia casa el día en que ella viene, no va a creerte cuando le digas que estás enamorado.

      —¡Enamorado! ¡Qué tontería! Bueno, está bien. ¿A qué hora vienen los animales a por su rancho?

      —No hay rancho, Felix, ni nada parecido. Eres tan desalmado y tan cruel que a veces pienso que debería permitir que te arruines, y no dirigirte jamás la palabra. Mis amigos llegan a eso de las diez, y estarán hasta las doce más o menos. Y creo que tú deberías estar aquí para recibirla a eso de las diez, desde luego no más tarde.

      —Si logro terminar la cena para esa hora, vendré.

      Cuando llegó el martes en cuestión, el obligado joven logró consumir su cena y también sorber su vaso de brandy, fumar su cigarro y jugar al billar a tiempo de presentarse en el salón de casa de su madre, no mucho después de las diez y media. La señora Melmotte y su hija ya se encontraban allí, y muchos otros, la mayor parte aficionados a la literatura. Entre ellos, el señor Alf, que se encontraba en ese preciso instante hablando del libro de lady Carbury con el señor Booker. Le habían recibido graciosamente, como si no fuera el responsable de la cruel reseña. Lady Carbury le había apretado la mano con tanta energía y afecto como siempre, dándole la misma bienvenida que reservaba para sus amigos del mundo literario, y simplemente le había mirado con ojos suplicantes, como si en silencio le preguntara cómo era posible que su corazón fuera tan cruel para alguien tan tierno, solo e inocente como ella.

      —No lo soporto —le decía el señor Alf al señor Booker—. Este sistema de encumbrar por encumbrar, que parece que hayamos traído del extranjero, y no pienso dejarlo pasar.

      —Si es lo bastante fuerte como para ello —dijo el señor Booker.

      —Creo que sí. En cualquier caso, tengo fuerza suficiente como para demostrar que no tengo miedo de ser el primero en abrir fuego. Tengo el mayor respeto por nuestra querida anfitriona, pero su libro es simplemente malo, un horror, un pastiche desvergonzado de una docena de obras más reputadas, y al copiarlas casi se las ha arreglado para citar erróneamente los hechos y confundir las fechas. Luego me escribe y me pide que haga lo que pueda por ella. Pues eso he hecho.

      El señor Alf sabía muy bien lo que el señor Booker había hecho, a su vez, y este no era ajeno a dicho conocimiento.

      —Lo que dice usted es correcto —dijo el señor Booker— solo que usted quiere vivir en otro mundo.

      —Efectivamente, y por eso debemos hacer las cosas de modo distinto. Me pregunto qué pensó su amigo Broune cuando vio que su crítico había declarado que las Reinas criminales era la obra histórica más grande de la época moderna.

      —No vi la reseña. Desde luego el libro no vale demasiado, al menos hasta donde yo he podido leer. No me he expresado bien: quería decir que en este libro tanto la reseña viperina como las alabanzas son un desperdicio. Uno no aplasta una mariposa con una rueda, especialmente una mariposa amiga.

      —La amistad no tiene nada que ver, esa es mi opinión —dijo el señor Alf, alejándose.

      Mientras, lady Carbury sostenía la mano del señor Broune entre las suyas, susurrando:

      —Jamás olvidaré lo que ha hecho por mí, ¡jamás!

      —Solamente mi deber —dijo él, sonriendo.

      —Espero demostrarle que una mujer puede ser muy agradecida, señor Broune— respondió ella. Luego soltó su mano y se alejó para atender a otro invitado. Había sinceridad en lo que le había dicho. Era dudoso que su gratitud fuera muy duradera, pero en aquel momento lady Carbury sí era consciente de que el señor Broune había hecho mucho por ella, y que estaba dispuesta a hacer algo a cambio de ese favor. Pero era inocente de cualquier sentimiento, o flirteo, o siquiera de invitación a un caballero que una vez había actuado como si fuera su amante. La dama había olvidado por completo ese pequeño y absurdo episodio en sus vidas. Estaba, en cualquier caso, demasiado ocupada como para pensar en ello; pero no le sucedía lo mismo al señor Broune. Aún no sabía si la señora estaba o no enamorada de él; o si lo estaba, si debía responder a sus atenciones, y de ser así, en qué modo. Pero al mirarla, tenía que reconocer que era hermosa, que tenía una figura elegante, que sus ingresos eran estables y su rango considerable. Aun así, el señor Broune sabía que no era un hombre casadero. Hacía tiempo que había decidido que el matrimonio no era bueno para sus negocios, y sonrió para sí al pensar en que era imposible que lady Carbury le hiciera cambiar de opinión en ese respecto.

      —Cuánto me alegro de que haya podido venir esta noche, señor Alf —dijo lady Carbury al idealista editor del Evening Pulpit.

      —¿Acaso no estoy siempre encantado de asistir a sus veladas, lady Carbury?

      —Es usted tan bueno. Pero temía que…

      —¿Qué temía, lady Carbury?

      —Que quizá pensara que no le recibiría con afecto, después de… bueno, después de lo del jueves pasado.

      —Nunca

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