El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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—Para ser sincero, no escribo ninguna de esas reseñas. Por supuesto, tratamos de encargar la tarea a personas en cuyo criterio confiamos y si, como en este caso, sucede que la opinión del crítico es hostil a las pretensiones literarias de una de mis amigas personales, solamente puedo lamentarme, y confiar en que dicha amiga posea la valentía de espíritu de diferenciar el individuo del señor Alf que tiene la desgracia de ser el editor de un periódico.
—Por su confianza, quedo por siempre agradecida —dijo lady Carbury con la más dulce de sus sonrisas. No creía una sola palabra de lo que acababa de decir el señor Alf. Pensaba, y no se equivocaba, que el señor Jones obedecía al pie de la letra a su jefe, y que este había ordenado la cruel reseña de sus Reinas criminales. Pero lady Carbury quería escribir otro libro, y pensaba que quizá lograría conquistar al señor Alf haciendo gala de valor y de fuerza de espíritu.
Durante la velada, el deber de lady Carbury consistía en halagar y repartir alabanzas entre sus invitados, y no dejó de hacerlo. Pero en todo momento pensaba en su hijo y en Marie Melmotte, y por fin consiguió separar a la joven de su madre. La propia Marie no ponía reparos a que sir Felix se dirigiera a ella con cierta intimidad. Jamás la había avasallado, ni se había mostrado despreciativo; y además, ¡era tan guapo! La pobre chica, confundida por sus múltiples pretendientes, y por la vida en la que la habían arrojado, vivía asolada por los repentinos ataques de censura de su padre, que a la semana siguiente olvidaba su existencia. No confiaba en su madre postiza, pues la verdad era que la pobre Marie había nacido antes de que su padre fuera un hombre casado, y lo ignoraba todo de su verdadera madre, y no disfrutaba un ápice de su actual vida. Por eso, había llegado a la conclusión, por su cuenta, de que le gustaría que alguien se la llevara lejos. Había vivido ya de maneras muy diferentes. Recordaba apenas la sucia callejuela en la parte alemana de Nueva York en la que había nacido, y vivido durante los cuatro primeros años de su vida, y también atesoraba destellos inciertos de la pobre y maltratada mujer que había sido su madre. Recordaba el mar, sus mareos; pero ya no sabía si esa mujer había viajado con ella o no. Luego había correteado por las calles de Hamburgo, a veces hambrienta, otras vestida con harapos; y recordaba vagamente también los problemas de su padre, y que durante un tiempo había vivido lejos de ella. Tenía sus propias ideas acerca de esa ausencia, pero jamás las había confesado a nadie. Luego su padre se había casado con su actual mujer en Fráncfort. Eso sí lo recordaba nítidamente, así como las habitaciones en las que habían vivido a partir de entonces, y el hecho de que a partir de ese momento, le habían dicho que sería judía. Pero pronto hubo nuevos cambios: se habían mudado de Fráncfort a París, y allí volvieron a ser cristianos. Habían residido en numerosas viviendas en la capital francesa, pero siempre habían vivido bien. A veces con carruaje, otras sin. Y luego fue lo bastante mayor como para comprender que su padre era alguien muy conocido, y de quien se hablaba mucho. Para ella, había sido una figura entre caprichosa e indiferente, no malo ni cruel, pero justamente en ese entonces sí se comportaba de forma cruel con ella y con su mujer. Y a veces la señora Melmotte lloraba y declaraba que estaban arruinados. Luego, de repente, volvía el estallido de lujo en París. Poseían una residencia privada, carruajes y caballos sin límite; frecuentaban sus salones un puñado de hombres grasientos y bastos, y apenas venían mujeres. Por ese entonces Marie apenas había cumplido los diecinueve, y era lo bastante joven tanto en apariencia como en modales como para pasar por una chica de diecisiete. De pronto, le dijeron que ahora vivirían en Londres, y la mudanza se había efectuado con munificencia. Llegaron a Brighton primero, donde habían alquilado la mitad de un hotel, y luego recalaron en Grosvenor, para entrar sin dilación en el mercado matrimonial. Nada le había resultado más desagradable, ni había sentido tanto miedo, como aquellos primeros meses que había pasado yendo de un Nidderdale a un Grasslough, como si fuera una mercancía. Era demasiado cobarde como para oponerse a nada, pero sin embargo también sentía el deseo de participar en su propio destino. Por suerte para ella, los primeros intentos de Nidderdale y Grasslough de hacer cambalaches con su padre habían terminado en nada; y por fin había logrado reunir algo de valor, y empezaba a creer que era posible intervenir si la situación no era de su gusto. También empezaba a creer en una situación que sí lo era.
Felix Carbury estaba recostado contra una pared, y ella se encontraba sentada en una silla a su lado.
—Te quiero más que a nada en el mundo —decía él, sin disimular, quizá indiferente a que los demás le oyeran.
—Oh, Felix, no hables así, te lo ruego.
—Lo sabes perfectamente. Ahora quiero que me digas si consentirás en ser mi esposa.
—¿Cómo voy a contestar eso? Papá lo decide todo.
—¿Puedo hablar con tu padre?
—Si quieres —dijo ella, susurrando muy bajito.
Y así fue como una de las grandes herederas de Londres, la más rica que había existido si lo que decía la gente era cierto, se entregó sin más a un hombre arruinado.
Capítulo 12
Sir Felix en casa de su madre
Cuando todos sus amigos se hubieron retirado, lady Carbury buscó a su hijo, sin esperar encontrarlo, por supuesto, pues sabía lo puntual que era con sus amigos en el Beargarden; no obstante, albergaba la leve esperanza de que se hubiera quedado para contarle cómo le había ido con la heredera. Había observado los susurros, la fría desfachatez con la que Felix hablaba, pues aun sin oír las palabras supo de inmediato en qué consistía la declaración, y había sido testigo de la tímida expresión de la chica, de sus ojos bajos, de la forma nerviosa cómo se agarraba las manos en el regazo. En tanto que mujer, que comprendía los sentimientos de la señorita Melmotte, pues a ella también la habían cortejado, y había soñado con el amor, no aprobaba la actitud de su hijo. Pero, en caso de que se alzara con la victoria, si a la chica no le molestaba un cortejo tan desenfadado, y si el gran Melmotte aceptaba a cambio de su dinero un título tan modesto como el de su hijo, ¡qué gloriosa la gesta de sir Felix, a pesar de su indiferencia!
—Creo que se fue antes de los Melmotte —comentó Henrietta, cuando su madre mencionó que iba a subir a la habitación de su hijo.
—Podría haberse quedado… ¿Crees que le propuso matrimonio?
—¿Cómo voy a saberlo, mamá?
—Imaginaba que estarías preocupada por tu hermano. Bueno, yo estoy casi segura de que lo hizo, y de que ella le aceptó.
—Si es así, espero que se porte bien con ella. Espero que esté enamorado.
—¿Y por qué no iba a estarlo? Una chica no es desagradable solo por ser rica. No tiene nada malo.
—No, no es desagradable. No sé si es especialmente atractiva.
—¿Y quién lo es? No hay nadie especialmente atractivo. Me parece que Felix te es un poco indiferente.
—No digas eso, mamá.
—Sí, es así. No entiendes todo lo que puede significar para él la fortuna de esa chica, y en cambio lo que puede pasarle si no consigue ese dinero mediante el matrimonio. Nos está destrozando.
—Yo no dejaría que lo hiciera, mamá.
—Muy bien, pero yo tengo corazón. Le quiero, no quiero que pase hambre. ¡Piensa en lo que podría suceder con veinte mil libras al año!
—Si solamente se casa por eso, no creo que sean felices.
—Mejor