El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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Dolly, ¿quién iba a pensar que te veríamos hoy? —dijo Sophia.

      —Servidle té —ordenó su madre. Lady Pomona siempre tenía el té listo para servir, desde las cuatro de la tarde hasta que se vestía para la cena.

      —Preferiría soda con brandy —respondió Dolly.

      —¡Mi querido muchacho!

      —Bueno, no lo he pedido, y tampoco espero que me lo sirvas. No es que lo quiera, es que simplemente lo prefiero a la idea de tomar té. ¿Y el jefe?

      Todas le miraron inquisitivamente. Algo debía pasar, cuando Dolly preguntaba por su padre.

      —Papá ha salido en el carruaje justo después de comer —contestó Sophia con gravedad.

      —Esperaré un poco para verlo —dijo Dolly mientras sacaba su reloj para mirar la hora.

      —Quédate y cena con nosotros —propuso lady Pomona.

      —No puedo, tengo que cenar con otro tipo.

      —¡Otro tipo! Seguro que no tienes ni idea de dónde vais —dijo Georgiana.

      —El otro tipo lo sabe. Bueno, y si no lo sabe, es un tonto.

      —Adolphus —empezó lady Pomona muy seriamente—. Tengo un plan y necesito tu ayuda.

      —Espero que no sea mucho trabajo, madre.

      —Vamos a ir todos a Caversham, para la Pascua, y me gustaría especialmente tú vinieras con nosotros.

      —¡Caramba! No puedo hacer eso, de ninguna manera.

      —Espera, aún no lo sabes todo. La señora Melmotte y su hija también vendrán.

      —¡Y un cuerno! —exclamó Dolly.

      —¡Dolly, recuerda dónde estás! —le reprobó Sophia.

      —Sí, sí, por supuesto. Y también me acordaré de dónde no voy a estar. No iré a Caversham a conocer a la vieja Melmotte.

      —Querido —continuó la madre—, ¿sabes que la señorita Melmotte recibirá veinte mil libras anuales a partir del día en que se case? ¿Y que, con toda probabilidad, su marido será el hombre más rico de Europa?

      —La mitad de Londres está cortejándola —dijo Dolly.

      —¿Y por qué no eres uno de ellos?

      —No habrá otra oportunidad como esta, en la que se encuentre en una casa prácticamente sola, sin la mitad de los solteros de Londres —sugirió Georgiana—. Si te decides, tendrás una ocasión de oro.

      —Pero es que no me decido. ¡Santo cielo! No es mi estilo, madre.

      —Sabía que no lo haría —espetó Georgiana.

      —Todo se arreglaría si lo hicieras —dijo lady Pomona.

      —Pues no se va arreglar si no hay otra solución. Bueno, ya llega el gobernador, oigo su voz. Voy a discutir un poco con él.

      El señor Longestaffe hizo su aparición.

      —Querido, mira, Adolphus ha venido a vernos —dijo lady Pomona. El padre inclinó la cabeza en dirección al hijo sin decir nada. Su esposa prosiguió—: Le hemos pedido que se quede a cenar, pero tiene otro compromiso.

      —Aunque no sabe dónde —intervino Sophia.

      —Mi amigo sí lo sabe, tiene una libreta de notas —dijo Dolly—. He recibido una carta, padre, muy larga. La han enviado esos tipos que tienen el bufete en Lincoln’s Inn. Me piden que hable con usted sobre no sé qué venta, y por eso estoy aquí. Es una pesadez, porque no entiendo nada de lo que me dicen. Quizá ni siquiera haya una venta de la que hablar. Si fuera así, no hay problema: me despido de todos y nos vemos otro día.

      —Más vale que hablemos en el estudio —respondió el señor Longestaffe—. Prefiero no molestar a tu madre y a tus hermanas con negocios.

      El caballero salió de la estancia y Dolly fue tras él, no sin antes obsequiar a sus hermanas con una mueca de desgana. Las tres damas siguieron tomando el té durante una media hora más, esperando. Sabían que nadie iba a informarlas del resultado exacto de la pequeña reunión, pero sí querían adivinar las señales de buen o mal humor que pudieran deducirse del rostro de su padre cuando este regresara. A Dolly ya sabían que no lo verían en un mes, probablemente. El padre y el hijo siempre discutían cuando se veían y, aunque el joven era un despreocupado en lo que respectaba al dinero, hasta ahora se había plantado firmemente acerca de sus derechos. Al cabo de una media hora, el señor Longestaffe regresó a la sala y, sin dilación, decretó la ruina familiar.

      —Querida —dijo—, este año no iremos de Caversham a Londres.

      Se esforzó por conservar una expresión tranquila mientras hablaba, pero su voz temblaba, alterada.

      —¡Papá! —chilló Sophia.

      —Querido, no puedes decirlo en serio —dijo lady Pomona.

      —Por supuesto que no lo dice en serio —replicó Georgiana, levantándose.

      —Lo digo muy en serio —respondió el señor Longestaffe—. Partiremos hacia Caversham dentro de unos diez días, y este año pasaremos la temporada allí.

      —Pero si ya está anunciado el baile —se quejó lady Pomona.

      —Entonces habrá que anunciar que no se celebrará.

      Y con estas palabras, abandonó el salón y se dirigió a su estudio.

      Las tres damas, cuando se hubieron quedado solas para deplorar su suerte, expresaron su opinión acerca de la terrible sentencia que el patriarca había pronunciado. Las hijas protestaron más furiosamente que la madre.

      —No lo dice en serio —declaró Sophia.

      —Sí que lo dice en serio —dijo lady Pomona, con lágrimas en los ojos.

      —Pues tendrá que retractarse, eso es todo —decretó Georgiana—. Dolly debe haber sido muy duro con él y por eso lo paga con nosotras. ¿Para qué traernos a Londres si piensa privarnos de cualquier posibilidad de asistir a la temporada, incluso antes de que empiece?

      —Me pregunto qué le habrá dicho Adolphus. Vuestro padre siempre es muy duro con él.

      —Dolly sabe cuidarse solo, y vaya si lo hace —dijo Georgiana—. No le importamos nada.

      —Ni un poquito —dijo Sophia.

      —Mamá, lo que tenemos que hacer es ser firmes y negarnos a ir a Caversham, a menos que papá se comprometa a traernos de vuelta a Londres. Yo no pienso moverme, a menos que me saque a rastras de esta casa.

      —Querida, no puedo decirle eso a tu padre.

      —Entonces se lo diré yo. No voy a dejarme enterrar en esa casa durante un año sin nadie con quien

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