El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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tener que pedirte que pospongas tu visita y espero fervientemente que no me acuses de falta de hospitalidad». Paul le contestó diciéndole que estaba seguro de que no se trataba de falta de hospitalidad y que por supuesto permanecería en Londres.

      Suffolk no es un condado especialmente pintoresco ni tampoco se puede afirmar que los alrededores de Carbury fueran magníficos ni hermosos, pero la casa y las tierras poseían una miríada de detalles agradables que le conferían un encanto propio y especial. El río Carbury, así llamado a pesar de ser tan estrecho que un niño aguerrido podía cruzarlo de un salto sin dificultades, discurre o mejor dicho repta hacia Waveney e interrumpe su curso para recorrer un foso que rodea Carbury. El foso constituía una molestia para los dueños de la residencia, y especialmente para Roger, pues en la época de la sanidad moderna se consideraba que era necesario conservarlo limpio evitando que el agua se estancara; la otra opción era llenarlo de tierra y condenarlo. Pasaron diez años valorando esa posibilidad, pero al final decidieron que cerrar el foso equivaldría a alterar el carácter de la casa, destrozaría los jardines y crearía una monstruosidad de fango que tardaría años en asentarse y hacerse meramente soportable a la vista. Y luego un granjero inteligente, que llevaba mucho tiempo como arrendatario en las tierras de Carbury, había formulado una pregunta importante: «¿Llenar eso? Uf, no es tan fácil, jefe. ¿De dónde piensa sacar el montón de barro?». Así pues, el jefe había abandonado la idea y, en lugar de condenar el foso, había optado por embellecerlo más que nunca. La carretera que iba de Bungay a Beecles pasaba muy cerca de la casa, tanto que los extremos de las tejas del edificio solamente estaban separadas de la misma por el ancho del foso. Un camino más corto, privado y de unos pocos centenares de metros llevaba al puente, que se encontraba frente a la puerta principal. El puente era antiguo, elevado y con ciertas pretensiones arquitectónicas, y estaba protegido por unas altas verjas de hierro en la parte central que, sin embargo, raras veces estaban cerradas. Entre el puente y la puerta de entrada había una extensión de terreno suficiente para que pudiera girar un carruaje, y a ambos lados la casa se acercaba al agua, de forma que la entrada retranqueaba formando un cuadrilátero irregular, uno de cuyos lados estaba formado por el puente y el foso. Detrás había grandes jardines protegidos de la carretera por tejos y cipreses de más de tres metros, de los que se decía que eran maravillosamente antiguos. Parte de los jardines estaban dentro del foso y, más allá de este, había dos puentes: uno para ir a pie y otro para los carruajes; al final de la casa, en el lugar más alejado de la carretera, había un puente más que iba desde la puerta de atrás hacia los establos y el corral.

      La casa se había construido en tiempos de Carlos II, cuando la arquitectura Tudor cedía el paso a un estilo más barato y menos pintoresco, y tal vez más práctico. Pero a pesar de eso, la Finca Carbury tenía fama de ser un edificio estilo Tudor, y por eso se la conocía en todo el condado. Las ventanas eran anchas y más bien bajas, de parteluces recios con cristales pequeños y anticuados, pues el dueño aún no se había decidido a cambiarlos por unos más modernos. Una ventana de arco elevado, correspondiente a la biblioteca, daba al patio de gravilla, a la izquierda de la puerta principal, según se entraba. Las demás estancias principales miraban al jardín. La propia casa estaba construida con losas de piedra que con los años habían amarilleado, y el efecto final era muy bonito. Seguía con el techo cubierto de tejas, como todos los edificios anexos. Solamente tenía dos pisos de altura, excepto al extremo, donde se encontraban las cocinas y las oficinas, que se elevaban por encima de las demás estancias. Las habitaciones a lo largo de toda la residencia eran de techo bajo, y, en su mayoría, largas y estrechas, con amplias chimeneas y revestimientos de madera en las paredes. En conjunto, uno podría decir que era más pintoresca que cómoda. Su dueño estaba muy orgulloso de la casa tal como era, aunque nunca se lo había revelado a nadie y trataba de ocultarlo; pero todos los que le conocían bien lo sabían. Las residencias familiares de la comarca eran más cómodas y contaban con mejores instalaciones, pero ninguna poseía ese aspecto de antigua casa de campiña inglesa que desplegaba Carbury. Bundlesham, la residencia de los Primero, era la mejor casa del condado, pero parecía recién construida, como si apenas tuviera veinte años. Estaba rodeada de nuevas praderas y setos, paredes y pabellones modernos, y desprendía olor a comercio, o al menos eso pensaba Roger Carbury, aunque jamás lo decía. Caversham era una mansión muy grande, construida durante la primera parte del reinado de Jorge III, cuando a los hombres les importaba que las cosas que los rodeaban fueran sólidas y cómodas, pero no pintorescas. Así pues, lo único que Caversham tenía a su favor era el tamaño. Eardly Park, el hogar de los Hepworth, tenía pretensiones, pues poseía un parque adjunto a la casa y, por ende, la palabra bautizaba al conjunto. Carbury no tenía nada parecido a un parque; los jardines que rodeaban la casa eran meramente prados. Pero la casa de Eardly era fea y mala. El palacio del obispo, por su parte, era una residencia excelente para un caballero, pero también era hasta cierto punto moderna, sin ninguna característica propia ni original. La mansión Carbury sí era peculiar, y a ojos de su propietario, hermosísima.

      A menudo le preocupaba pensar en lo que sucedería con su casa cuando él desapareciera. Tenía cuarenta años, y su salud era tan robusta como pudiera desear. Los que lo rodeaban lo habían visto crecer y madurar, convertirse en un hombre; especialmente los granjeros del vecindario, que aún lo consideraban un joven caballero, y, de hecho, durante las ferias de la comarca, así lo llamaban. Cuando estaba de buen humor se parecía en efecto a un niño, y aún poseía una cierta reverencia infantil por sus mayores. Pero últimamente su pecho albergaba un cariño que tal vez hoy en día no pesa tanto en los corazones de los hombres como solía. Había pedido la mano de su prima en matrimonio, después de asegurarse de que la quería más que a cualquier otra mujer, y ella lo había rechazado. Lo había hecho más de una vez, y Roger la creía cuando Hetta aseguraba que no podía amarle. Creía a la gente, sobre todo cuando lo que le decían se oponía a sus propios intereses, y no poseía la confianza en sí mismo que permite a un hombre pensar que si la oportunidad se presenta, es posible conquistar a una mujer a pesar de sí misma. Si estaba escrito que no podía ganarse el amor de Henrietta, entonces estaba seguro de que el matrimonio sería una imposibilidad para él. En cuyo caso, su obligación era buscar un heredero y considerarlo simplemente un eslabón en la estirpe de los Carbury. Siendo así, jamás disfrutaría del lujo de arreglar la residencia tal y como lo hubiera hecho si un hijo suyo fuera a disfrutarla.

      En esos momentos, sir Felix era el heredero. Roger no estaba hipotecado y podía dejar cada acre de la propiedad a quien le viniera en gana. En cierto modo, la sucesión natural hacia sir Felix se podía considerar afortunada. A veces, un título iba a parar a una rama menor de una familia, y en este caso no sería así. Sin duda, a sir Felix esa solución le parecería lo más apropiado del mundo, al igual que a lady Carbury, si no fuera porque también miraba la Finca Carbury pensando en otro de sus vástagos. Pero el actual dueño de la casa tenía fuertes objeciones a dicho plan. No era solamente la mala opinión que tenía del barón, tanto que estaba convencido de que no podía hacer nada bueno, sino que tampoco sentía simpatía por el propio título. Patrick, a su juicio, había estado injustificadamente desacertado al aceptar un título hereditario sabiendo que no podía dejar una herencia adecuada para sostenerlo. Un barón, o eso creía Roger Carbury, debía ser un hombre rico para ser digno del rango nobiliario que poseía. Según la doctrina de Roger acerca de estos temas, un título no convertía a ningún hombre en un caballero, pero si no lo llevaba con dignidad, era posible que degradase a un hombre que de otro modo sería un caballero. Pensaba que un caballero de verdad, nacido y criado como tal, reconocido sin el menor género de duda, no sería más caballero por mucho que la Reina le concediera todos los títulos del reino. Así pues, con sus ideas tradicionales acerca del título nobiliario que le había tocado a su familia, Roger lo odiaba. Y no pensaba dejar su casa y sus propiedades para que financiaran el título que desafortunadamente poseía sir Felix. El hecho era que se trataba del heredero natural, y Roger se sentía obligado, casi por una ley divina, a que sus tierras terminaran en manos de la familia. Aunque su disposición no era muy buena, lo cierto es que Roger no tenía más interés en la propiedad que la extensión de su propia vida Era su deber que pasara de Carbury a Carbury, mientras un Carbury estuviera vivo, y especialmente que se le entregara sin hipotecas ni cargas financieras. No había razón por la cual Roger Carbury no fuera a vivir durante los próximos veinte o treinta años, pero

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