El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El mundo en que vivimos - Anthony Trollope страница 40
Expresó muy bien su sentimiento de ofensa. Roger comenzó a avergonzarse y a pensar que había pronunciado palabras excesivas. Y sin embargo, no sabía cómo retirarlas.
—Si te he herido, lo lamento mucho.
—Por supuesto que me has herido. Creo que voy a entrar en casa. ¡Qué duro es el mundo! Vine aquí para gozar de la paz y del sol y de repente se ha desatado una tormenta.
—Me has preguntado acerca de los Melmotte y me he visto obligado a responder. No era mi intención ofenderte.
Caminaron en silencio hasta que llegaron a la puerta que llevaba a la casa desde el jardín y ahí Roger la detuvo.
—Si he sido excesivamente duro contigo, déjame que te pida perdón.
Lady Carbury sonrió y se inclinó, pero su sonrisa no era de perdón. Luego intentó acceder a la casa.
—Por favor, no vuelvas a hablar de regresar a Londres, prima.
—Creo que voy a ir a mi habitación. Me duele tanto la cabeza que casi no lo puedo soportar.
Era última hora de la tarde, alrededor de las seis, y según su costumbre diaria debería haber dado una vuelta por el despacho y las tierras para ver a sus hombres al final de la jornada, pero se quedó quieto unos instantes en el lugar donde lady Carbury le había dejado y se alejó lentamente por el césped hasta el puente. Allí se sentó en el parapeto. ¿Era posible que abandonara su casa en un arranque de ira y se llevara a su hija con ella? ¿Así debía separarse de la única persona que amaba en el mundo? Roger era muy consciente de los deberes de la hospitalidad y estaba convencido de que un caballero en su propia casa debía desplegar una cortesía para con sus huéspedes más dulce, más suave, más amable que en cualquier otro lugar. Y de todas sus huéspedes, las que ostentaban su propio apellido eran las que más derecho tenían a la cortesía en la Finca Carbury. Roger administraba el lugar para el disfrute de otros. Pero si había una persona entre las demás para quien la casa debía ser un refugio, no una morada de problemas, en cuyo nombre, si fuera posible, Roger haría el aire más suave y las flores más dulces que de costumbre, a quien pensaba declarar, si por fin lograba pronunciar esas palabras, que era la dueña de la casa y de él mismo, era a su prima Hetta, quisiera concederle la mano o no. ¡Ahora, su invitada acababa de informarle de que, debido a su actitud, Hetta y ella regresarían a Londres!
Y no podía negarlo. Sabía que había sido duro. Se había expresado en términos inequívocos. También era verdad que no podría haber expresado su opinión sin utilizar palabras duras ni reprimido lo que quería decir sin reprochárselo. Pero en su actual estado de ánimo no podía consolarse para justificarse a sí mismo. Lady Carbury le había hecho recordar que Felix era su hijo; y mientras así hablaba, había actuado como una madre indignada. El corazón de Roger era tan blando que, a pesar de que sabía que su prima era una falsa y su hijo, un inútil, se condenó a sí mismo. No podía consolarse. Cuando llevaba sentado media hora sobre el puente, se volvió hacia la casa para vestirse para la cena y preparar una disculpa, si es que la aceptaban. En la puerta, de pie como si lo esperara, se encontró a su prima Hetta. Llevaba en su pecho la rosa que Roger había colocado en su habitación y cuando se acercó a ella, pensó que en sus ojos había más bondad y cariño hacia él de lo que nunca había visto antes.
—Roger… —dijo ella—. Mamá está tan triste.
—Me temo que la he ofendido.
—No es eso, sino que te hayas enfadado tanto con Felix…
—Estoy enfadado conmigo mismo por haberle causado el menor disgusto a tu madre. Más de lo que puedo expresar con palabras.
—Ella sabe lo bueno que eres.
—No, no es verdad. Me he comportado muy mal. Estaba tan ofendida conmigo que ha hablado de volver a Londres. —Hizo una pausa para que ella hablara, pero Hetta no tenía nada que decir en ese momento—. Me sentiría un miserable si se fuera a Londres disgustada conmigo.
—No creo que lo haga.
—¿Y tú? ¿Estás enfadada?
—No. Nunca me atrevería a estar enfadada contigo. Desearía que Felix se comportara mejor. Dicen que los hombres jóvenes pasan por etapas malas y que luego mejoran a medida que maduran. Ahora Felix tiene un trabajo en la City, un cargo de director, y mamá piensa que eso le hará bien. —Roger no podía expresar ninguna esperanza en este sentido, ni siquiera fingir que respetaba la compañía o la junta directiva—. No veo por qué no debería intentarlo, al menos.
—Querida Hetta, ojalá fuera como tú.
—Las mujeres somos diferentes, ya lo sabes.
No fue hasta bien entrada la noche, mucho después de la cena, cuando Roger pudo presentar sus disculpas formales a lady Carbury, y ella por fin aceptó.
—Creo que fui muy severo contigo, prima, cuando hablamos de tu hijo Felix —dijo—, y te pido disculpas.
—Fuiste firme, eso fue todo.
—Un caballero nunca debe comportarse así con una dama, y menos con sus propios invitados. Espero que me perdones.
Lady Carbury le respondió poniendo la mano sobre su brazo y sonriendo, lo que puso fin a la pelea. Entendía la magnitud de su triunfo y pensaba utilizarlo a fondo. Ahora Felix podía venir a Carbury, y de ahí presentarse en Caversham y seguir con su cortejo, mientras que el dueño de Carbury tendría que contener sus objeciones. Y si Felix venía, no corría el riesgo de tener que irse con la cola entre las piernas. Roger entendería que la cortesía lo obligaba a comportarse correctamente, y la severidad de sus afirmaciones le impulsarían aún más a ser un perfecto anfitrión. Lady Carbury tenía instinto para adivinar esas cosas. Roger también, y aunque su actitud era amable y cortés y se esforzó por que su casa resultase tan cómoda como fuera posible para sus dos invitadas, en cierto modo sentía que le habían robado su derecho a censurar todo lo relativo a los Melmotte. Durante la velada llegó una nota, o mejor dicho, un puñado, desde Caversham. La que estaba dirigida a Roger era una carta. Lady Pomona lamentaba comunicarle que los Longestaffe no tendrían el placer de cenar en la residencia Carbury porque tenían la casa llena de invitados. Esperaba que Roger y sus parientes, pues lady Pomona había oído que se alojaban esa semana en Carbury, tuvieran a bien cenar con ellos bien el lunes o el martes de la semana siguiente, según les conviniera. Esa era la misión de la carta de lady Pomona a Roger. Además, había también tarjetas de invitación para lady Carbury, su hija y para sir Felix.
Mientras Roger leía la carta, le entregó las tarjetas a lady Carbury y le preguntó qué deseaba hacer. El tono de su voz al hablar era estridente, como si aún contuviera parte de su anterior dureza. Pero lady Carbury sabía cómo jugar su triunfo.
—Me encantaría ir —declaró.
—Desde luego, yo no asistiré —dijo Roger—, pero no será ningún problema organizar la velada. Debes contestar cuanto antes: el criado se ha quedado esperando una respuesta.
—El lunes sería mejor —dijo lady Carbury—. Es decir, si no tienes previsto que vengan invitados aquí.
—No, el lunes no.
—Queda claro que Hetta, Felix y yo sí aceptamos la invitación.