El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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La tarde del día en que debía llegar lady Carbury, Roger deambulaba por la casa reflexionando sobre todo esto. ¡Cuánto mejor hubiera sido tener descendencia propia! ¡Qué maravilloso sería el mundo si su prima consintiera en convertirse en su mujer! Y en cambio, qué insípida y cansada vida llevaría si no lograba obtener su mano. También pensaba en el bien de la muchacha. En verdad, a Roger no le gustaba lady Carbury. La veía a través de sus aspavientos y la juzgaba con casi absoluta precisión. Era una mujer afectuosa que buscaba el bien para los demás antes que para ella, pero era esencialmente mundana; creía que del mal podía brotar el bien, que en ciertos casos las falsedades eran mejores que la verdad, que los fingimientos y las ilusiones podían sustituir el verdadero esfuerzo, que una casa de sólidos cimientos podía erigirse sobre la arena. Lamentaba que la chica que amaba tuviera que vivir en ese ambiente y con enseñanzas tan cargadas de mentiras. ¿Cómo no pensar que el roce con el abismo de la frivolidad la afectaría? En el fondo de su corazón, sabía que amaba a Paul Montague y temía que el camino del joven se hubiera torcido. ¿Qué podía esperarse de un hombre que consentía en participar en una burla como la junta directiva de esa compañía, con gente como lord Alfred Grendall y sir Felix Carbury de colegas y bajo el control absoluto de un ser como el señor Augustus Melmotte? ¿No equivalía eso a construir en arenas movedizas? ¿Qué vida esperaba a Henrietta Carbury si se casaba con un hombre que pugnaba por alcanzar la riqueza sin trabajar y sin capital, que un día sería rico y al siguiente un mendigo, un aventurero de la banca, a los que Roger consideraba los más bajos y deshonestos de entre todos los traficantes de dinero? Trataba de conservar la buena opinión que tenía de Paul Montague, pero así se imaginaba la vida que el joven se estaba labrando.
Luego entró en la casa y paseó por las habitaciones que las damas ocuparían. En tanto que anfitrión, y al no tener madre ni hermanas, su deber era supervisar las comodidades que su hogar ofrecía, pero cabe dudar si hubiera sido tan cuidadoso de haber venido solamente lady Carbury. En la habitación más pequeña todas, las cortinas eran blancas y la atmósfera estaba perfumada con flores; había traído una rosa blanca del invernadero y la había colocado en un jarrón encima del tocador. Seguro que Henrietta caía en la cuenta de quién la había puesto allí. Luego permaneció frente a la ventana abierta, contemplando la pradera distraídamente durante al menos media hora, hasta que oyó las ruedas del carruaje llegar a la puerta principal. Durante esa media hora decidió que volvería a intentar conquistar a la muchacha como si esta no hubiera rechazado su ofrecimiento.
Capítulo 15
«Debes recordar que yo soy su madre»
—Qué amable eres —exclamó lady Carbury, aceptando la mano de su primo para salir del carruaje.
—Lo mismo digo —dijo Roger.
—Lo pensé mucho antes de atreverme a escribirte. Pero tenía tanta nostalgia por volver al campo y amo tanto a Carbury. Y…, y…
—En efecto, ¿dónde escaparía un Carbury de la contaminación de Londres, si no es aquí? Pero me temo que a Henrietta le parecerá aburrido.
—No, no —dijo Hetta sonriendo—. Recuerda que nunca me aburro en el campo.
—El obispo y la señora Yeld vendrán a cenar mañana, con los Hepworth.
—Qué alegría ver al obispo de nuevo —dijo lady Carbury.
—Todo el mundo debe estar contento de verlo, porque es un hombre entrañable y muy bueno. Su esposa es igual que él. Y también vendrá un caballero al que no conocéis.
—¿Un vecino nuevo?
—Sí, exactamente. El padre John Barham, que ha venido para ejercer de párroco en Beccles. Tiene una casita a una milla de aquí, en esta parroquia, y cubre tanto Beccles como Bungay. Hace tiempo conocí un poco a su familia.
—¿Es un caballero, entonces?
—Desde luego. Estudió en Oxford y luego se convirtió en lo que suelen llamar un joven perverso, y luego converso. No posee un chelín en este mundo, más allá de su estipendio religioso, que creo que es más o menos lo que cobra un campesino. El otro día me dijo que se ve obligado a comprar ropa de segunda mano para poder vestirse.
—¡Qué escandaloso! —exclamó lady Carbury, llevándose las manos a las mejillas.
—A él no le parecía ningún escándalo cuando me lo contaba. Nos hemos hecho bastante amigos.
—¿Y crees que al obispo le gustará?
—¿Por qué no? Ya le he hablado de él, y tiene especial interés en conocerlo. No creo que le caiga mal. Pero quizá a ti y a Hetta os aburra.
—Estoy segura de que no será así —dijo Henrietta.
—De hecho, hemos venido aquí para escapar de esas eternas veladas sociales de Londres —declaró lady Carbury.
Sin embargo, a lady Carbury no le había gustado saber que vendrían más invitados a Carbury. Sir Felix había prometido llegar el sábado, con la intención de regresar el lunes, y lady Carbury esperaba que en el ínterin fuera posible organizar una visita a Caversham para que su hijo disfrutara de las oportunidades que la proximidad de Marie Melmotte le brindarían.
—También he invitado a los Longestaffe para que vengan el lunes —dijo Roger.
—¿Sabes si han llegado ya?
—Creo que se disponían a salir ayer. Siempre hay una alteración en el ambiente y una perturbación en el condado cuando la familia Longestaffe viene y va, y me pareció percibir sus efectos alrededor de las cuatro de esta tarde. Aunque creo que no aceptarán mi invitación.
—¿Por qué no?
—Nunca lo hacen. Probablemente tienen la casa llena de invitados, y saben que la mía no es muy grande. Seguro que nos invitan a visitarlos el martes o el miércoles, y si quieres podemos ir.
—Sí, ya sé que tienen invitados —dijo lady Carbury.
—¿Qué invitados?
—Los Melmotte —declaró lady Carbury, y al anunciarlo notó que le fallaban la voz y la templanza; no podía mencionar el hecho sin que se le notase lo mucho que le importaba.
—¡Los Melmotte en Caversham! —dijo Roger, mirando a Henrietta, que se ruborizó al recordar que la habían traído a rastras a casa de su pretendiente solo para que su hermano tuviera la ocasión de cortejar a Marie Melmotte fuera de Londres.
—Sí, la señora Melmotte me lo dijo. Supongo que las dos familias se tratan con frecuencia.
—¡El señor Longestaffe ha invitado a los Melmotte a Caversham!
—¿Por qué no?
—Antes de que lo hicieran los Longestaffe, sería más probable que lo hubiera hecho yo. Y sabes lo lejos que estoy