El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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Читать онлайн книгу El mundo en que vivimos - Anthony Trollope страница 39
Los preparativos para que las damas se instalaran interrumpieron la conversación. Los criados las acompañaron a sus habitaciones mientras Roger volvía a salir al jardín. Empezó a comprenderlo todo. ¡Lady Carbury había venido a su casa para estar cerca de los Melmotte! Algo que le costaba no encontrar reprochable. No habían venido porque quisieran verlo. Roger opinaba que Henrietta no debía estar en la casa, pero podría haber perdonado la situación fácilmente, porque la muchacha le encantaba. Podría haber perdonado la situación incluso aunque creyera que su madre la había traído para que la conquistara con más facilidad. Porque, de ser así, los objetivos de la madre coincidirían con los suyos, y por eso podría haber perdonado la maniobra, aunque no la aprobara. Hasta cierto punto, era un bálsamo para su amor propio herido. Ahora caía en la cuenta de que su casa y su persona eran meros instrumentos para que el vil proyecto de casar a dos personas viles llegara a buen puerto, y eso le indignaba.
Mientras reflexionaba sobre este descubrimiento, lady Carbury salió a buscarlo al jardín. Se había cambiado de vestido y se había acicalado, como tan bien sabía hacerlo. Y ahora su rostro había mudado a la más dulce de las sonrisas. Su mente también estaba ocupada con los Melmotte, y deseaba explicarle a su ceñudo y terco primo todas las bondades que lloverían sobre ella y los suyos si lograban la alianza con la heredera.
—Roger, entiendo que no te guste esa gente —empezó mientras lo cogía del brazo.
—¿Qué gente?
—Los Melmotte.
—No me desagradan. ¿Cómo van a desagradarme, si ni siquiera los he visto? Simplemente me disgusta la gente que quiere codearse con ellos porque se rumorea que son ricos.
—Es decir, te refieres a mí.
—No, prima. No me refiero a ti. Tú no me disgustas, como bien sabes, aunque no me complace que persigas a esa gente. Pensaba más bien en los Longestaffe.
—¿Acaso crees que los persigo, como dices, por placer? ¿Crees que visito su casa porque me gusta contemplar el esplendor con el que viven? ¿O que he venido hasta aquí tras ellos porque espero obtener algo a cambio?
—Yo no los habría perseguido en absoluto.
—Desde luego que regresaré a Londres si tú me lo pides, pero déjame que te explique lo que quiero decir. Sabes cuál es el problema de mi hijo, mucho mejor, me temo, que él mismo. —Roger asintió en silencio—. ¿Qué puede hacer? La única oportunidad para un joven en su posición es casarse con una heredera. Y es guapo; no puedes negarlo.
—La Naturaleza ha sido generosa con él.
—Debemos aceptarlo como es. Lo enviaron al ejército cuando era muy joven y heredó una pequeña fortuna cuando aún no había madurado. Quizá podría haberle ido mejor, ¿pero cuántos jóvenes como él, colocados frente a las mismas tentaciones, habrían salido incólumes? La cuestión es que no le queda nada.
—Me temo que no.
—Y por lo tanto, ¿no es imperativo que se case con una muchacha con dinero?
—Eso equivale a robarle el dinero a su futura esposa, lady Carbury.
—Ay, Roger, ¡qué duro eres!
—Un hombre debe ser duro o blando. ¿Qué te parece más adecuado?
—Con las mujeres creo que un poco de suavidad es mejor. Quiero que entiendas lo de los Melmotte. Está claro que la joven no se casará con Felix a menos que ella lo ame.
—Pero, ¿la quiere?
—¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Es que no puede amarla nadie, solo porque tiene dinero? Por supuesto que busca marido, ¿y por qué no habría de tener a Felix si es quien le gusta? ¿No entiendes mi preocupación por brindarle un lugar que no sea una vergüenza para su nombre y para la familia?
—Mejor no hablemos de la familia, Lady Carbury.
—Pero pienso tanto en ello.
—Nunca lograrás que admita que nuestra familia se vería beneficiada por un matrimonio con la hija del señor Melmotte. Lo considero peor que el barro que hay en la cuneta. A mi anticuado modo de ver, todo su dinero, si lo tiene, no representa ninguna diferencia. Cuando hay un matrimonio en juego, las personas deberían conocerse, saber algo el uno del otro. ¿Quién sabe algo de este hombre? ¿Quién puede estar seguro de que ella es su hija?
—Le dará su fortuna cuando se case.
—Sí, todo se reduce a eso. Hay gente que lo tacha abiertamente de aventurero y de estafador. Ni siquiera fingen que es un caballero. Todo el mundo es consciente de cómo amasa su dinero: no mediante el comercio honrado, sino con triquiñuelas ocultas, como un tahúr. Un hombre que no se merece ni entrar en nuestras cocinas, mucho menos llegar hasta nuestra mesa, por sus propios méritos. Pero ha aprendido el arte de hacer dinero, así que no solo lo aguantamos, sino que nos arrojamos sobre su cuerpo como aves de rapiña.
—¿Quieres decir que Felix no debería casarse con la chica, incluso si se quieren?
Roger sacudió la cabeza, disgustado, seguro de que cualquier idea de amor por parte del joven era una farsa y una pretensión, no solo de cara a él, sino también a su madre. Sin embargo, no podía afirmarlo en voz alta, y al mismo tiempo deseaba que lady Carbury se diera cuenta.
—No tengo nada más que decir al respecto —continuó—. Si hubiera sucedido en Londres, no habría dicho nada. No es asunto mío. Pero al saber que la muchacha en cuestión se encuentra en el vecindario, en una casa como Caversham, y que Felix viene aquí para estar cerca de su presa, cuando se me pide que sea cómplice en la conspiración, solo puedo decir lo que pienso. Tu hijo será bienvenido en mi casa porque es tu hijo y mi primo, aunque no apruebe su modo de vida. Pero desearía que hubiera optado por otro lugar donde llevar a cabo su conquista.
—Si quieres, Roger, regresaremos a Londres. Me resultará difícil explicárselo a Hetta, pero nos iremos.
—No es lo que quiero.
—¡Pero has dicho cosas tan duras! ¿Cómo vamos a quedarnos? Hablas de Felix como si fuera un malvado. —Lady Carbury lo miró con la esperanza de obtener de él una contradicción a dicha afirmación, una retractación, una palabra amable; pero era lo que él pensaba, y Roger no tenía nada que decir. Su prima podía soportar muchas cosas; no era delicada para con la censura implícita o explícita. Había tenido que aguantar palabras mucho más duras y estaba preparada para lo que viniera. Si Roger la hubiera criticado a ella o a Henrietta, lo habría aguantado en nombre de los beneficios venideros. Además, podría haberlo perdonado más fácilmente porque no habrían sido críticas justas. Pero por su hijo estaba dispuesta a luchar. ¿Quién lo defendería, sino ella?
—Me duele, Roger, que nuestra visita te haya incomodado. Pero creo que será mejor que