El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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que la señora Primero me acogerá. No sería muy elegante, por supuesto. No me gustan los Primero; de hecho, los odio. Ay, sí, los odio. Lo sé muy bien. Son vulgares, pero ni la mitad que tu amiga, mamá, la señora Melmotte.

      —Eso es un poco malvado, Georgiana. No es amiga mía.

      —Si la recibes en Caversham, es que lo es. No entiendo cómo se te ocurrió ir allí, sabiendo lo difícil que se pone papá con ese tema y lo de volver a Londres.

      —Todo el mundo pasa la Pascua en el campo, querida.

      —No, mamá, no todo el mundo. La gente ya sabe que es un fastidio ir de aquí para allá. Los Primero seguro que no van así como así. Jamás he oído una tontería tan grande en toda mi vida. ¿Qué espera de nosotras? Si quiere ahorrar, que cierre Caversham de una vez por todas y que nos lleve al continente. Caversham es mucho más caro que Londres y es la casa más aburrida de toda Inglaterra.

      Esa noche, la cena familiar en la calle Bruton no fue muy animada. No hicieron nada, se quedaron sentados a pasar la velada en taciturno silencio. A pesar de las rebeldes decisiones que las jóvenes habían proferido, no las ejecutaron en esa ocasión. Las dos muchachas guardaron silencio sin dirigir la palabra a su padre, y cuando este les hacía alguna pregunta, respondían con monosílabos. Lady Pomona no se encontraba bien y permaneció en un rincón del sofá, secándose los ojos, constantemente lacrimosos. Su esposo sí había compartido con ella, en la privacidad de sus habitaciones, cómo había ido la conversación con Dolly. El joven se había negado a dar su consentimiento a la venta de Pickering a menos que la mitad del dinero obtenido se le entregara de inmediato. Cuando su padre le había explicado que pensaba dedicar el producto de la venta a cancelar la hipoteca que pendía sobre Caversham, propiedad que con el tiempo terminaría en manos de Dolly, este replicó que también tenía una casa hipotecada a la que no le iría nada mal una inyección de dinero para aligerar la carga financiera. En resumen, que la venta de Pickering no parecía posible y, en consecuencia, el señor Longestaffe había decidido cortar los gastos de la residencia de Londres de cuajo.

      Cuando las jóvenes se levantaron de la mesa para retirarse a descansar y se acercaron a su padre para besarle, como de costumbre, lo hicieron sin el más mínimo despliegue de afecto.

      —Recordad que solamente tenéis esta semana para cumplir con vuestros compromisos en Londres —dijo su padre.

      Sus hijas oyeron sus palabras, pero se fueron en un silencio digno, sin siquiera fingir que las habían oído.

      Capítulo 14

       La Finca Carbury

      —No creo que sea muy elegante, mamá, eso es todo. Pero, por supuesto, si has decidido ir, yo debo ir contigo.

      —¿Acaso no es normal que decidas ir a casa de tu primo?

      —Mamá, ya me entiendes.

      —Bueno, ya está hecho y no creo que tengas nada más que decir al respecto.

      Esta conversación tuvo lugar tras el anuncio de lady Carbury de que pensaba solicitar la hospitalidad de la Finca Carbury para pasar allí la Pascua. Para Henrietta resultaba un poco embarazosa la idea de residir en casa de un hombre que estaba enamorado de ella, incluso aunque fuera su primo, pero no tenía escapatoria. No podía quedarse sola en Londres ni tampoco contarle su situación a su madre. Lady Carbury, para evitar la menor resistencia por parte de su hija, había mandado la siguiente carta a su primo, antes de hablar con Henrietta:

      Calle Welbeck, 24 de abril de 18—

      Mi querido Roger:

      Sabiendo lo amable y sincero que eres, y que si mi propuesta te resulta en lo más mínimo inconveniente, me lo dirás con toda franqueza, te escribo para decirte que llevo trabajando muy duramente durante varios meses y creo que nada me haría tanto bien como pasar unos días en la campiña. ¿Te resultaría posible acogernos una semana al final de la Pascua? Llegaríamos el 20 de mayo y nos quedaríamos hasta el domingo, siempre que te parezca bien, por supuesto. Felix también bajaría, aunque no se quedará tanto como nosotras.

      Seguro que te alegrará saber que le han nombrado director de esa gran compañía de ferrocarril americana. Es una nueva etapa para él y le permitirá demostrar que es un hombre honrado. Creo que se trata de una posición de mucha importancia para una persona tan joven, y demuestra que confían mucho en él.

      Espero que me avises si mi humilde propuesta interfiere con tus planes, pero es que has sido tan bueno con nosotras que te escribo con la confianza de que me lo harás saber si es así.

      Henrietta también te manda recuerdos y amor, como yo.

      Tu querida prima,

      Matilda Carbury

      La carta contenía muchas cosas que molestaron y preocuparon a Roger Carbury. En primer lugar, pensó que Henrietta no debía pisar la casa. A pesar de lo que mucho que la quería y apreciaba su compañía, no deseaba que visitara Carbury a menos que fuera para quedarse como su dueña. En un detalle fue un poco injusto con lady Carbury. Sabía que estaba a su favor y que quería ayudarle; por eso pensó que traía a Henrietta. No se había enterado aún de que la codiciada heredera estaría por el vecindario, y por lo tanto no podía deducir que el plan de lady Carbury se refería más bien a su hijo. También le disgustó el erróneo orgullo que la madre desplegaba a causa del puesto de director de su hijo. Roger Carbury no creía en la compañía de ferrocarril. No creía en Fisker ni en Melmotte y desde luego no creía en la junta directiva a la que pertenecía sir Felix. Paul Montague había actuado contra su opinión, cediendo a la seducción del artero Fisker. Todo ese tinglado se le antojaba falso, fraudulento y ruinoso. ¿Cómo podía ser de otro modo, con directores como lord Alfred Grendall y sir Felix Carbury? Y en cuanto a su gran presidente, ¿acaso no sabía todo el mundo, a pesar de las duquesas y de sus veladas, que el señor Melmotte era un tunante? Aunque él y Paul tenían sus diferencias, y especialmente a raíz de lo de Henrietta, Roger apreciaba a su antiguo amigo y no soportaba ver su nombre mezclado con el de tipos de esa calaña. ¡Y lady Carbury sugería que la posición de sir Felix en la junta merecía una felicitación! No sabía a quién despreciaba más, a sir Felix por pertenecer a la junta directiva o a la junta por aceptar un hombre así como director. «¡Una nueva etapa!», se dijo. «La única etapa que se merece esa panda de rufianes sin escrúpulos es una entrada gratis en la prisión de Newgate».

      Y también tenía otro problema. Roger había invitado a Paul Montague a pasar esa misma semana en Carbury, y Paul había aceptado. Con la constancia que era quizá su virtud más notable, seguía sintiendo afecto por su antiguo amigo. No podía soportar la idea de que el alejamiento entre ambos fuera permanente, aunque sabía que perderían el contacto si al final el joven interfería con sus esperanzas de matrimonio con Henrietta. Así pues, le había invitado esperando que el nombre de Henrietta ni siquiera fuera mencionado; y ahora la impertinente carta de lady Carbury implicaba que la joven estaría presente justo durante la visita de Paul. Roger decidió retirar su invitación a Paul como única medida para evitar el desastre.

      Redactó las dos cartas a renglón seguido. La que dirigió a lady Carbury era muy breve. Estaría encantado de recibirla a ella y a Henrietta durante la semana en cuestión, y también de ver a Felix, si el joven se presentaba. No mencionó la junta directiva ni la utilidad del joven en la nueva etapa de su vida. A Montague le escribió una carta más larga. «Siempre es mejor ser abierto y honesto», le decía. «Desde que fuiste tan amable de aceptar mi invitación, lady Carbury me ha anunciado que pensaba visitarme justamente esa misma

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