El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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que la escuchara o la observara pensaría que su corazón rebosaba de preocupación. Estaba sentada entre el obispo y su primo, y era lo bastante hábil como para hablar con uno sin descuidar al otro. Conocía al obispo desde hacía tiempo, y una vez le había hablado de su alma. El primer tono en la respuesta del buen hombre la convenció de que había cometido un error, y jamás lo repitió. Con el señor Alf hablaba libremente de su intelecto; con el señor Broune, de su corazón y con el señor Booker, de su cuerpo y de las necesidades de este. También estaba dispuesta a hablar de su alma, si la ocasión lo disponía, pero era demasiado prudente como para confiar ese tema a un obispo. Ahora centraba su conversación en las maravillas de Carbury y de la campiña cercana.

      —Sí, ciertamente —dijo el obispo—. Suffolk es una zona muy bonita, y como estamos solo a una milla o dos de Norfolk, creo que lo mismo puede comentarse de Norfolk. Como se suele decir: «Donde hay un nido, vuelan los pájaros».

      —Me gustan los condados que aún conservan el espíritu del campo —dijo lady Carbury—. Staffordshire y Warwickshire, Cheshire y Lancashire se han convertido en grandes ciudades y han perdido toda su originalidad local.

      —Y nosotros conservamos nombre y reputación —dijo el obispo—. ¡Los simples de Suffolk, nos llaman!

      —Muy inmerecido.

      —Como tantos otros epítetos, imagino. Es verdad que somos gente dormilona, no tenemos carbón ni hierro. No hay paisajes hermosos, como en la zona de los lagos en el norte, ni grandes ríos donde pescar, como en Escocia, ni cotos de caza.

      —¡Perdices! —aportó lady Carbury, con animada energía.

      —Sí, tenemos perdices, iglesias bonitas y hasta arenques. No nos va mal, siempre y cuando la gente no espere demasiado. No podemos crecer y multiplicarnos como hacen las grandes ciudades.

      —Precisamente por eso me gusta esta parte de Inglaterra. ¿De qué sirve una ciudad hacinada?

      —Bueno, tenemos que poblar la tierra, lady Carbury.

      —Ah, por supuesto —dijo la dama, añadiendo algo de reverencia a su voz al pensar que el obispo se refería a un mandamiento—. Hay que poblar la tierra, pero a mí me gusta más el campo que la ciudad.

      —A mí también, y me gusta Suffolk —dijo Roger—. La gente es honesta, y no son tan radicales como en la ciudad. Los pobres saludan al pasar y los ricos piensan en los pobres. Aquí todavía se respetan las costumbres inglesas.

      —Qué bien —dijo lady Carbury.

      —También conserva algo de la ignorancia tradicional inglesa —apuntó el obispo—. Sin embargo, vamos mejorando, como el resto del mundo. ¡Qué flores más hermosas tiene usted, señor Carbury! Al menos también crecen flores hermosas en Suffolk.

      La señora Yeld, la esposa del obispo, estaba sentada al lado del joven párroco, y se encontraba en verdad un poco asustada de su compañero de mesa. Quizá era un poco menos flexible que su esposo y aunque estaba dispuesta a admitir que el señor Barham seguía siendo un caballero pese a ser católico, no estaba muy segura de que fuera correcto que ella y su marido tuvieran tratos con él. El señor Carbury no los había invitado sin advertirlos antes. Les había comunicado que el párroco estaría allí, y el obispo había declarado que le complacería mucho conocerlo. Pero la señora Yeld no estaba tan tranquila. Jamás se aventuraba a expresar su opinión una vez que su marido se había pronunciado, pero sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal, y los católicos no se encontraban en el lado correcto, por lo que había que erradicarlos. También opinaba que si no hubiera curas, la Iglesia católica no existiría. El señor Barham era un hombre de buena familia, algo que había que tener en cuenta.

      El hecho era que el párroco siempre iniciaba sus avances gradualmente. La taciturna humildad con la que empezaba sus operaciones estaba en exacta proporción a la volubilidad entusiasta de su cercanía. La señora Yeld pensó que podía dirigirse a él con educación y él le replicó con tanta modestia apurada que casi la convenció para olvidar lo mucho que le desagradaba. La señora Yelds le habló de los pobres de Beccles, con mucho cuidado de mencionar únicamente su posición material. Sin duda bebían demasiado, y a las chicas jóvenes les gustaba vestirse finamente. ¿De dónde sacaban todo el dinero necesario para los sombreritos con los que desfilaban cada domingo? El señor Barham replicó plácidamente y convino con la señora Yeld en todo lo que dijo. Sin duda ya tenía un plan entre manos para intentar convencerla de que cantara la misa católica en el mismísimo obispado, pero en esta ocasión no dijo nada. Solo cuando de refilón hizo una alusión a las cualidades de «su gente», la señora Yeld se enderezó con firmeza y cambió de tema, observando que últimamente había llovido mucho.

      Cuando las damas se hubieron retirado al otro salón, el obispo de nuevo entabló conversación con el cura y le preguntó por el estado de la moral del pueblo de Beccles. Evidentemente, la opinión del señor Barham acerca de «su gente» era que su moral era mejor que la de otros, aunque fuesen mucho más pobres.

      —Pero los irlandeses beben mucho —señaló el señor Hepworth.

      —No tanto como los ingleses, diría yo —replicó el cura—. Y no todos somos irlandeses. De mis parroquianos, la gran mayoría son ingleses.

      —Es sorprendente lo poco que sabemos de nuestros vecinos —comentó el obispo—. Por supuesto que soy consciente de que existen un cierto número de personas de su fe a nuestro alrededor y creo que hasta podría darles el número exacto de esta diócesis. Pero en mi vecindario inmediato no sé exactamente cuántas familias son católicas.

      —No puede porque no hay ninguna, monseñor.

      —Por supuesto. Lo que le decía, qué poco sabemos de nuestros vecinos.

      —Creo que aquí, en Suffolk, deben ser en su mayoría pobres —dijo el señor Hepworth.

      —Los primeros que depositaron su fe en nuestro Señor fueron los pobres —señaló el cura.

      —Creo que la analogía no es exacta —dijo el obispo, con una curiosa sonrisa—. Hablábamos de los que aún creen en un credo anterior. Nuestro Señor enseñaba, a fin de cuentas, una nueva religión. Que los pobres y los desafortunados, en la simplicidad de sus corazones, sean los primeros en reconocer la verdad de una nueva religión encaja con nuestra idea de la naturaleza humana. Pero que el credo anterior permanezca con ellos después de que las clases pudientes lo hayan abandonado no es tan comprensible.

      —La población romana todavía era creyente —empezó Carbury— después de que los patricios aprendieran a considerar a sus dioses como simples instrumentos útiles.

      —Los patricios romanos no abandonaron ostensiblemente su religión. La gente se aferró a ella creyendo que sus amos y dirigentes también lo hacían.

      —Los pobres siempre han sido la sal de la tierra —dijo el cura.

      —Eso es otra cuestión —replicó el obispo, volviéndose a su anfitrión e iniciando una conversación sobre la cría de cerdos que recientemente habían sido incluidos en las porquerizas del obispado. El padre Barham se volvió hacia el señor Hepworth y siguió con su argumento, o mejor dicho, empezó a hablar con él de este tema. Era un error suponer que los católicos eran todos pobres. Estaba la familia A, la B, la C y la D, y él se sabía todos sus nombres de memoria y estaba orgulloso de su fidelidad. Para él, los verdaderamente fieles eran la sal de la tierra, los que algún día, gracias a su fe, restaurarían la verdadera fe de Inglaterra. El obispo había dicho que no sabía a qué religión pertenecían

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