El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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Hotel Langham, Londres
4 de marzo de 18—
Estimado caballero:
Tengo el placer de informarle de que mi socio, el señor Fisker, de la compañía Fisker, Montague y Montague de San Francisco, se encuentra actualmente en Londres, con el objetivo de invitar a los inversores británicos a participar en lo que quizá sea la empresa más ambiciosa de nuestro tiempo, esto es, el Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México, que constituirá una vía de transporte directa entre San Francisco y el golfo de México.
El señor Fisker desea entrevistarse con usted tan pronto como se haya instalado, y es plenamente consciente de que su contribución a nuestra empresa sería muy deseable. Estamos seguros de que, gracias a su experta trayectoria empresarial, se dará cuenta enseguida de las magníficas perspectivas de nuestra iniciativa. Si es usted tan amable de fijar un día y hora, el señor Fisker se desplazará hasta su residencia.
Aprovecho para agradecerle a usted y a la señora Melmotte la agradable velada que pasé en su casa la semana pasada.
El señor Fisker propone que a su regreso a Nueva York, yo permanezca en Inglaterra para supervisar los intereses de los inversores británicos que participen en nuestra compañía.
Tengo el honor de ser su seguro servidor,
Paul Montague
—Pero si yo jamás he accedido a supervisar nada… —protestó Montague.
—No pasa nada si lo dice en esa carta, porque en el fondo no significa nada. Ustedes los ingleses están tan cargados de escrúpulos y manías que pierden toda una vida en ello, y también la ocasión de ganar una fortuna.
Después de varios minutos más de conversación y convencimiento, Paul Montague aceptó copiar la carta con su letra manuscrita, y firmarla. Lo hizo sumido en la duda, casi con renuencia. Pero se dijo que no ganaba nada, negándose a ello. Si el maldito americano, con su sombrero ladeado y los dedos cargados de anillos, había logrado convencer al tío de Paul para manejar a su voluntad los fondos de la empresa, Paul no podría detenerle. Así, a la mañana siguiente se dirigieron juntos a Londres, y durante la tarde el señor Fisker se presentó en Abchurch. La carta, escrita en Liverpool pero fechada desde el hotel Langham, se había enviado desde la estación de ferrocarril de la plaza Euston, en el momento en que Fisker había llegado. De modo que la visita empezó con la tarjeta de presentación de Fisker, y la solicitud de que esperara. Veinte minutos después, apareció en presencia del gran hombre, acompañado precisamente de Miles Grendall.
Ya se ha dicho que el señor Melmotte era un hombre corpulento, de grandes patillas, pelo hirsuto y con expresión astuta en un rostro por lo demás vulgar. Sin duda era un hombre de aspecto repelente, a menos que uno se sintiera atraído hacia él por aspectos internos de su carácter. Gastaba con magnificencia, desplegaba un poder inexorable en sus actos, tenía éxito en los negocios, y por esa razón, el mundo que le rodeaba no le rechazaba. Por contra, Fisker era un hombre pequeño y reluciente, de unos cuarenta años de edad, con un bigote retorcido, pelo marrón y grasiento que empezaba a calvear, bien parecido pero, en conjunto, de aspecto insignificante. Iba muy bien vestido, con un chaleco de seda, reloj de cadena y un bastón. Un observador distraído afirmaría a primera vista que Fisker no era gran cosa; pero después de conversar con él, muchos concederían que poseía algo que le distinguía de los demás. No sentía timidez, ni escrúpulos ni miedo alguno. Su mente quizá no era muy aguda, pero sabía utilizarla, y conocía bien sus límites y sus fuerzas.
Abchurch Lane no era un espacio impresionante, para ser las oficinas de un príncipe del comercio. En una pequeña casa esquinera había una escueta placa de cobre en una puerta batiente, en donde constaba el nombre Melmotte & Co, y nadie sabía quién era el Co. En cierto sentido, el señor Melmotte estaba asociado con todo el sector comercial, pues nunca se negaba a prestar su cooperación a ninguna empresa, siempre que fuera en sus términos. No obstante, jamás había aceptado la carga de un socio en la acepción habitual de la palabra. En la oficina, Fisker contó tres o cuatro administrativos instalados en sus mesas, y le acompañaron al piso de arriba por unas escaleras estrechas y retorcidas, hasta una estancia pequeña e irregular, donde había un ejemplar de The Daily Telegraph, para que los invitados se entretuvieran. Y allí esperó durante un rato, hasta que Miles Grendall le avisó de que el señor Melmotte le recibiría. El millonario le miró durante unos instantes, condescendiendo a tocar con sus dedos la mano que Fisker le ofrecía.
—No creo recordar —dijo— al caballero que me ha escrito acerca de usted.
—Imagino que no, señor Melmotte. Cuando estoy en mi casa en San Francisco, recibo a muchísima gente de la que luego apenas recuerdo nada. Si no me equivoco, mi socio mencionó que acudió a su casa en compañía de su amigo sir Felix Carbury.
—Conozco a un joven llamado Felix Carbury.
—Ese es. No me habría costado mucho esfuerzo obtener la presentación de un buen número de caballeros, si hubiera creído que no era suficiente con esta —aquí el señor Melmotte inclinó la cabeza—. Nuestra cuenta en Londres se encuentra en la Sociedad de Valores City y West End. Pero acabo de llegar a Londres, y mi principal objetivo durante mi visita era verle a usted, por lo que me reuní con mi socio, el señor Montague, en Liverpool y no perdí un momento en presentarme aquí.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Fisker?
En este punto, el señor Fisker empezó a narrar la gran aventura empresarial que constituía el Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México, y exhibió una considerable habilidad, al resumir su grandeza en unas pocas palabras, aun así exuberantes y hermosas. En dos minutos había sacado su folleto, sus mapas y las fotos, procurando que el señor Melmotte se fijara en los omnipresentes Fisker, Montague y Montague que aparecían al pie de toda la documentación. A medida que Melmotte leía los papeles, Fisker de vez en cuando intercalaba alguna puntualización, sin referirse en absoluto a los futuros beneficios del ferrocarril, o a las ventajas que dicha red de transporte aportaría al mundo en general; simplemente se ocupaba de resaltar el valor de las acciones de la empresa, que sin duda podría aumentarse en bolsa gracias a una manipulación apropiada de las circunstancias y de los inversores.
—Parece dar a entender que en su país de origen, nadie tiene intención de invertir en su empresa —apuntó Melmotte.
—No hay duda alguna de que se venderán las acciones a espuertas allí. Son rápidos y saben cómo jugar a este juego; pero no hace falta que le diga, señor Melmotte, que nada le inyecta tanta vida a un negocio como la competencia. Cuando en San Luis o Chicago se enteren de que Londres apuesta por la empresa, se desatará el interés a buen seguro. Y lo mismo pasará aquí: si oyen que las acciones se venden en América, también despegarán aquí.
—¿Y cómo le va?
—Estamos trabajando en la concesión de la línea por parte del Congreso de Estados Unidos. Obtendremos la tierra a coste cero, claro está, y mil acres alrededor de cada estación; cada una estará separada por unas veinticinco millas.
—¿Y cuándo les entregarán la tierra?
—Cuando esté diseñada la línea hasta la estación.
Fisker sabía perfectamente que Melmotte no se lo preguntaba por el valor concreto del terreno, sino por el atractivo que el calendario de expansión tendría para los posibles especuladores.
—¿Qué