El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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una breve nota de un libro como el de las Reinas criminales de lady Carbury, sin perder mucho tiempo leyéndolo. Incluso era capaz de hacerlo sin menoscabar el libro, de modo que la utilidad de la reseña de cara a las ventas no se viera mermada. Y sin embargo, el señor Booker era un hombre honrado, y se había significado con firmeza frente a ciertas malas prácticas del mundo de la literatura. Denostaba con vehemencia consciente las reseñas artificialmente largas, o las demasiado escuetas, y la francesa costumbre de deambular alrededor de unas pocas palabras por toda la página. Se le consideraba, más bien, un Arístides de los críticos literarios. Pero debido a sus circunstancias, tampoco podía oponerse completamente a las prácticas de su tiempo. «¡Mal! ¡Por supuesto que está mal!», le había dicho a un joven amigo que trabajaba en el periódico. «¿Es que alguien lo duda? ¡Hay tantas cosas malas en lo que hacemos cada día! Pero si nos propusiéramos reformar todos nuestros errores de golpe, nunca lograríamos nada bueno. No soy lo bastante fuerte como para transformar el mundo yo solo, y dudo que tú puedas». Así era el señor Booker.

      Luego estaba la carta número 3, dirigida al señor Ferdinand Alf. El señor Alf dirigía y era supuestamente el principal dueño del Evening Pulpit, rotativo que durante los dos últimos años se había convertido en «una buena cabecera», como les gustaba decir a los hombres que estaban en los círculos de la prensa. El Evening Pulpit proporcionaba, o esa era la intención, información diaria a sus lectores de todo lo que los líderes de la metrópolis habían dicho o hecho hasta las dos de ese mismo día, y profetizaba con maravillosa precisión lo que se haría y diría en las siguientes doce horas. El diario desarrollaba dicha tarea con un asombroso aire de omnisciencia, y a menudo adornado con una ignorancia a duras penas superada por su arrogancia. Pero escribían bien. Si bien los hechos eran falsos, estaban bien contados. Los argumentos no tenían lógica alguna, pero eran convincentes. El espíritu que presidía el diario poseía el don, en cualquier caso, de saber qué quería su público, y cómo abordar los temas para la lectura fuera amena. El Literary Chronicle del señor Booker no se atrevía a posicionarse ideológicamente, mientras que el Breakfast Table era decididamente conservador. El Evening Pulpit hablaba mucho de política, pero se ceñía fielmente a su lema: «Nullius addictus jurare in verba magistri». En consecuencia, en todo momento el diario ejercía el valioso privilegio de atacar lo que hacía uno y otro bando. Un periódico que desee prosperar jamás debe perder el espacio de sus columnas y agotar a sus lectores elogiando nada. Las alabanzas son invariablemente aburridas, un hecho que el señor Alf había descubierto y utilizado en provecho de su empresa.

      El señor Alf también había comprobado otra gran verdad. Los ataques procedentes de los que habitualmente elogian a los demás se consideraban personalmente ofensivos, y las personas que ofenden a veces convierten el mundo en un lugar demasiado incómodo para ellos mismos. Pero en cambio, la censura de los que siempre hallan defectos en las acciones del prójimo se convierte en un hecho tan habitual, que pronto deja de ser objeto de alarma. El dibujante de caricaturas que solamente se dedica a eso raras veces debe responder de sus actos, sino que se le permite tomarse las libertades artísticas que le plazcan con el rostro o el cuerpo de una persona. Es su oficio, y su función, transformar todo lo que toca en algo deleznable y cómico. Pero si un artista publicara una serie de retratos de los cuales solamente dos de entre una docena fueran horrendos, sin duda se ganaría dos enemigos, si no más. El señor Alf nunca hacía enemigos, porque no elogiaba a nadie, y por lo que se podía deducir de la posición de su periódico, nada le satisfacía.

      Personalmente, el señor Alf era un hombre notable. Nadie sabía de su origen o de su anterior profesión. Supuestamente, era un judío alemán, y algunas damas afirmaban que se detectaba un ligerísimo acento extranjero cuando hablaba. Sin embargo, se aceptaba que conocía Inglaterra como solamente un oriundo de ese país podía conocerla. Durante el último par de años, se había abierto camino, como suele decirse, y lo había hecho con no poco acierto. Le habían prohibido la entrada en tres o cuatro clubes privados, pero también le habían aceptado en otros dos o tres; y la manera en que había aprendido a hablar de los establecimientos que le habían rechazado estaba calculada para alimentar en la mente de sus interlocutores la sospecha de que dichas sociedades eran instituciones anticuadas, imbéciles y moribundas. Jamás se cansaba de implicar que no conocer al señor Alf, no tener buena relación con él o no comprender que, sin importar cómo y dónde había nacido, el señor Alf era una conexión socialmente respetable e interesante, constituía un craso error y sumía al que lo cometía en la más abyecta oscuridad. Y como no se cansaba de insistir en ello, o insinuarlo sutilmente, las damas y caballeros que le rodeaban empezaron a creerlo, y finalmente el señor Alf se convirtió en un hombre destacado en los círculos políticos, literarios y modernos.

      Era un hombre atractivo, de unos cuarenta años, pero se comportaba como si fuera más joven. De estatura inferior a la media, con una mata de pelo oscuro con mechas grises, si no fuera por el arte en el tinte de su peluquero, de facciones cinceladas, ostentaba una sonrisa permanente, cuya placidez se veía mermada por la dura severidad de sus ojos. Vestía con cuidada sencillez, y al mismo tiempo era atildado. No estaba casado, poseía una casita cerca de la plaza Berkeley en la que celebraba notables fiestas y veladas, era dueño de cuatro o cinco cotos de caza en Northamptonshire, y se decía que ganaba unas seis mil libras al año con el Evening Pulpit, y que gastaba la mitad de sus ingresos. También mantenía una relación íntima, a su manera, con lady Carbury, cuya diligencia en el uso y disfrute de sus útiles amistades seguía incólume. Su carta al señor Alf rezaba como sigue:

      Querido señor Alf:

      Debe decirme quién escribió la reseña sobre el último poemario de Fitzgerald Barker. Sé que no lo hará. En mi vida he visto una pieza tan notable. Imagino que el pobre hombre no osará levantar la cabeza, como mínimo antes del próximo otoño; lo cierto es que se lo merecía. No tengo la menor paciencia con las pretensiones de los supuestos poetas que logran, medrando y utilizando la influencia de sus amistades, colocar sus volúmenes en todas las bibliotecas respetables de la ciudad. No conozco a nadie que esté tan predispuesto a dicha práctica como Fitzgerald Barker, pero tampoco conozco a nadie que esté dispuesto a llegar al extremo de leer su poesía.

      ¿No es sorprendente la forma en que algunos hombres siguen acrecentando su reputación de autores populares sin añadir una sola palabra digna de mención a la literatura de su nación? Lo consiguen mediante la asidua e incansable práctica de hincharse de importancia. Exagerar acerca de los demás y de uno mismo se ha convertido en dos nuevas ramas de una profesión moderna. ¡Ay de mí! Ojalá encontrara un aula en donde recibir lecciones para que una humilde escriba como yo se hiciera con una milésima parte de dicha habilidad. Aunque confieso que odio ese tipo de comportamiento desde lo más profundo de mi alma, y admiro la coherencia con la que el Pulpit se ha opuesto a la misma, me encuentro tan necesitada de apoyo para mis pequeños esfuerzos literarios, y lucho tan denodadamente por convertir mi pasión en una profesión remunerada, que creo que si me ofrecieran la oportunidad, me guardaría el honor en el bolsillo, dejaría a un lado los nobles sentimientos que me dicen que las alabanzas no deben comprarse ni con dinero ni con amistad, y me adentraría en los infiernos de la bajeza, para un día poder regodearme en el orgullo de haber alcanzado el éxito con mi trabajo, y poder así alimentar a mis hijos.

      Pero aún no ha llegado ese momento, aún no desciendo a las profundidades inicuas; y por lo tanto, aún me atrevo a decirle que espero con profundo interés, y sin preocupación alguna, ver publicada una reseña de mis Reinas criminales en el Pulpit. Me aventuro a afirmar, aunque lo haya escrito yo, que el libro posee una importancia en sí mismo, y que logrará atraer alguna que otra mención. No dudo en absoluto de que todos los defectos de mi texto serán señalados, y que la presunción de una dama escritora no pasará sin castigo, pero creo que su crítico literario podrá certificar que los esbozos poseen vida propia y que los retratos están bien perfilados. Pero tampoco espero que me diga que más me vale quedarme en mi casa y dedicarme a mis labores, como le dijo usted el otro día a la pobre y desgraciada señora Effington Stubbs.

      Hace ya tres semanas que no le veo. Los

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