La sociedad invernadero. Ricardo Forster

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La sociedad invernadero - Ricardo Forster Inter Pares

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presente. De ahí la insistencia de las derechas neoliberales (que ahora se asocian en muchos lugares con los neofascismos) por ejercer una política del olvido asociada con una proyección imaginaria hacia el futuro. Mirar hacia atrás, sostiene este discurso, es dejarse atrapar por la melancolía y volverse improductivo y carente de la fortaleza necesaria para afrontar los grandes desafíos que debe asumir el individuo contemporáneo.

      Intentar dar cuenta de la corrupción sin analizar el paso del interés público como fundamento de la acción política al interés privado como dominio extendido de la economización neoliberal de todas las esferas de la vida constituye el punto débil de las críticas «progresistas» a la problemática de la corrupción reducida a la cosa pública y a la política. Los ejemplos que da Brown son elocuentes y hablan por sí solos de la conquista del sentido común por parte de las corporaciones que logran imponer sus intereses en la esfera de lo público utilizando su poderío financiero y su fuerza de lobby sin que esto sea considerado como corrupción. Cuando el neoliberalismo captura la democracia y fija las nuevas estructuras legislativas y jurídicas, cuando logra que el interés privado se apropie del interés público sin que la ciudadanía considere que allí hay corrupción y debilitamiento ostensible de los bienes públicos, lo que se vacía y se corrompe son la propia democracia y las instituciones republicanas. El exhaustivo análisis al que Wendy Brown somete la opinión sostenida (en representación de la mayoría) por el juez de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, Anthony Kennedy, constituye un punto clave para desentrañar uno de los núcleos del universo discursivo e ideológico neoliberal. El caso al que hace referencia es Citizens United vs. Federal Election Commission, 558 U.S., 2010, en el que la Corte Suprema dio vía libre a las corporaciones para intervenir en el financiamiento electoral equiparándolas a una persona física a través de la idea de persona de discurso y apoyándose en la Primera Enmienda de la Constitución, que defiende el derecho a la libertad de expresión. Lo que propone el juez Kennedy es, señala Brown, la eliminación de la distinción entre «personas ficticias (corporativas) y naturales (humanas) en la asignación de derechos de libertad de expresión, subvierte los esfuerzos legislativos y populares para limitar la influencia corporativa en la política y anula los fallos previos de la Corte Suprema destinados a restringir modestamente el poder del dinero en la política» (pp. 208-209). La opinión emitida por el juez Kennedy, en representación de la mayoría de la Corte, habilita, de un modo brutal, que el dinero corporativo «inunde las elecciones de Estados Unidos», y lo hace apropiándose de derechos básicos que se correspondían con personas físicas para trasladarlos al mundo de las corporaciones, que, según esa opinión del juez Kennedy, si no pudieran participar libremente del financiamiento de la política, verían coartado su derecho a emitir un discurso que sería efectivamente censurado por una decisión gubernamental.

      ¿Se puede definir como cínico este argumento que busca favorecer escandalosamente al más fuerte? Lo que Brown concluye, entre otras apreciaciones, es que el juez Kennedy cierra el círculo, de manera consecuente, a la matriz ideológica que fundamenta la importación, hacia la esfera de lo público y político, de la lógica y las acciones del mercado. Es el triunfo pleno de la esfera privada, que, ahora, devora aquello que debería haber quedado fuera de las relaciones comerciales. Es, finalmente, la plena «economización de los campos políticos, sus actividades, sujetos, derechos y propósitos» (p. 208). Sigamos la lógica de esta opinión. La Corte Suprema, su mayoría a través del juez Kennedy, relee, invirtiendo su sentido original, aquello que se planteaba en la Constitución y lo hace, eso no cabe duda, para redefinir el papel de las corporaciones en el interior de la esfera pública y como núcleo de la propia democracia. Para eso toma la Primera Enmienda, pieza clave de la Constitución liberal, y dice que ella no debe limitarse a personas naturales, como ya se señaló, sino que, a la hora de introducir el punto de mira y de interés de las corporaciones, se debe interrogar por la igualdad de oportunidades y la consecuente eliminación de toda posibilidad de censura respecto de un discurso que, si no se revieran las consecuencias de la Primera Enmienda en relación a este derecho, quedaría fuera de juego, privando a la ciudadanía de un punto de vista importante. «Todos los hablantes –argumenta el juez Kennedy– utilizan el dinero que acumularon en el mercado económico para financiar su discurso, y la Primera Enmienda protege el discurso resultante.» Estamos, destaca Brown, ante la reconstrucción de la esfera política como un mercado y «reconstruye al homo politicus como homo economicus». La consecuencia de esto es clara y siniestra: «[…] en la esfera política, las y cualquier otra asociación operan para mejorar su posicionamiento competitivo y su valor de capital» (p. 210). Nos encontramos, siguiendo las reflexiones de la pensadora estadounidense, ante «la representación del discurso como algo análogo al capital en el “mercado político” […]. En otras palabras, en el momento en el que el juez Kennedy considera que la riqueza desproporcionada es irrelevante para el ejercicio de los derechos igualitarios en el mercado, el discurso adquiere el estatus de capital y es valorado especialmente por sus fuentes irrestrictas y su libre flujo» (p. 214), es decir, se ha convertido en una mercancía que circula, en igualdad de condiciones, en el interior del mercado, en este caso, del mercado político democrático, que no tiene inconvenientes en aceptar, sin sonrojarse, que una corporación multinacional tiene los mismos derechos que un simple ciudadano. La democracia muta en su contrario y el discurso político se convierte en un mero valor mercantil.

      «La economización de lo político –continúa Brown– no ocurre a través de la simple aplicación de principios de mercado en campos que no pertenecían a él, sino mediante la conversión de los procesos, los sujetos, las categorías y los principios políticos en económicos» (p. 214). De este modo, el círculo se cierra y el universo de la democracia queda, también, sometido al imperio del mercado y de la economización de todas las esferas de la vida. El juez Kennedy llevó, de modo implacable e impecable, el argumento de la libertad de expresión defendido en la Primera Enmienda de la Constitución hasta su máximo alcance para garantizar, de ese modo, una construcción ficticia de igualdad (y, por tanto, de libertad) entre el poder brutal

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