La sociedad invernadero. Ricardo Forster
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Lúcido análisis que explica por qué la perspectiva del futuro, que antaño llevaba en su interior las promesas utópicas quedieron forma a los ensueños revolucionarios o, incluso, a la ilusión de un progreso continuo, hoy ha sido, en gran medida, capturada por la «deuda» y sus determinaciones allí donde los sujetos sujetados a ella, lejos de ver en el futuro una oportunidad, ya lo han gastado a cuenta. El «tiempo» de la deuda es, también, el de la culpa y el del temor. La promesa del «goce perpetuo» se trastoca en el miedo a un mañana que ya ha sido contaminado por la demanda insaciable de la devolución financiero-bancaria. El crédito ha metamorfoseado el futuro de acuerdo a la necesidad de control del capitalismo quitándole cualquier resto de novedad y sorpresa disruptiva y convirtiéndolo en «servidumbre voluntaria». Así como, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los laboristas ingleses comprendieron que, de algún modo, tenían que contener a las tropas que regresaban de los campos de batalla ofreciéndoles, entre otros mecanismo «reparadores», acceso a viviendas a larguísimo plazo que tuvieron un doble efecto: descomprimir las protestas y la carga de violencia anómica que podía devenir violencia antisistema, junto con la invisible penetración del conservadurismo en una clase social que ahora quedaba endeudada por décadas. Crédito, deuda, tiempo, libertad para endeudarse, quedan asociados en el nuevo giro del capitalismo de posguerra, que incluirá, también, la construcción del Estado de bienestar. Mientras duró, permitió disimular el proceso de cooptación de la clase obrera que eligió políticas de pleno empleo, seguridad social, educación y salud públicas a los viejos sueños de la revolución y el socialismo. En todo caso, fueron 30 años de una abundancia distributiva que incubaron, aunque eso pasaba desapercibido, lo que luego sería la gran revancha del capital a partir del giro neoliberal de finales de los años 1970. Cuando se acabó la abundancia, cuando se terminó el proceso ascendente del poder adquisitivo de los salarios, cuando se hizo patente la crisis de acumulación y el descenso de la tasa de ganancia junto con el estancamiento endémico del crecimiento, lo que quedó, intocado y multiplicado, fue el endeudamiento. Sobre él, acelerándolo, llevándolo a los confines del planeta, penetrando la vida individual y la colectiva, se reconstituyó la maquinaría de dominación del capital que había tenido que adaptarse a las turbulencias de la posguerra y a las amenazas tanto del comunismo como de la descolonización tercermundista. Agazapada, siempre dispuesta, estaba la «deuda» para recuperar la rentabilidad perdida durante los años del «despilfarro populista». Se abría una época dominada por el miedo a la bancarrota, por la caída en picado hacia la exclusión y por nuevas formas de intemperie y fragmentación social. En el mismo momento histórico en que se eleva al individuo al pedestal como dueño de su vida y gerente de sus decisiones, se lanza a miles de millones de seres humanos a la más cruel de las experiencias de egoísmo, maltrato, violencia, explotación y marginalidad como nunca antes había vivido la humanidad. Pero se hace estableciendo el dominio sacrosanto de la democracia liberal y globalizando las relaciones de mercado hasta no dejar nada fuera de sus ávidas fauces. Una nueva fantasmagoría, heredera de la invención moderna del ciudadano y del sujeto autónomo, hace su aparición bajo la forma, enmascarada y siniestra, de la deuda y la culpa. El salvataje por parte de los Estados-nación de la colosal bancarrota de los bancos y las compañías financieras durante la crisis iniciada en 2008 sólo se pudo hacer convenciendo a los ciudadanos europeos y estadounidenses de que ellos, y no los bancos ni los grandes especuladores, eran los responsables de la crisis. A pagar antes de que se acabe el mundo…
La astucia del Sistema, como no podía ser de otro modo, apuntó a desnutrir las políticas del Estado de bienestar, amplificando, a su vez, el crédito asociado al consumo masivo de bienes no durables y desarmando las viejas solidaridades entre los trabajadores y un Estado que garantizaba, antaño, los servicios sociales. Junto con golpes concretos sobre legislaciones y sindicatos, se desplegó una multifacética acción discursivo-ficcional dirigida a descalificar y desprestigiar el modelo bienestarista, convertido ahora en el causante de todos los males asociados a la pérdida de competitividad, a la caída de la productividad y a la proliferación de políticas demagógicas que llevaban a las economías nacionales al borde del colapso. Caído el bloque socialista, desarmada la amenaza revolucionaria que tuvo su última oleada en los años 1960, el gran enemigo pasó a ser el populismo, al que era imprescindible convertir en la expresión de la decadencia, la ineptitud y la corrupción. Pero, a diferencia del otrora enemigo comunista, el nuevo debía ser demonizado atacando las bases del sentido común que fue propio de los sectores subalternos durante las décadas hegemonizadas por el Estado de bienestar. No era fácil desacreditar políticas distribucionistas asociadas, en la memoria popular, a gobiernos democráticos y de raíz progresista. Había que bombardear lenguaje y sentido común destruyendo creencias y experiencias reales que debían ser transformadas en manifestación del horror populista con su demagogia y sus infinitas formas de corrupción. A eso se abocó la industria cultural dominada por la ideología neoliberal. Se ocupó de penetrar la capilaridad de la vida individual y colectiva. Se puso en funcionamiento una profunda y decisiva revolución cultural que apuntó a redefinir las formas de subjetivación de la masa consumidora, llevándola, cada vez más, hacia la valorización de lo individual sobre lo común, el emprendedurismo sobre lo colectivo y asociado, lo privado sobre lo público, el imaginario de la riqueza y de los ricos sobre la antigua solidaridad de los pobres. Para ello, una nueva alquimia de libre elección, expansión de los medios de comunicación, acceso al crédito, pérdida de las referencias históricas, desideologización y despolitización fueron parte central de esa insistente producción de subjetividades absorbidas por el mercado y sus exigencias. El espejo invertido del narcisismo neoliberal muestra la imagen del desamparo y la soledad mientras proliferan las promesas de paraísos artificiales[18].
Hernández Martínez precisa:
Lo que expropia hoy el capital es sobre todo este tiempo abierto, esta temporalidad como posibilidad, que la deuda achata y reduce al tiempo cronológico propio del capital, al tiempo puntual, homogéneo, vacío y continuo de que requieren esas actividades mercantil-capitalistas como son la compra, la venta, el consumo, la producción y el crédito. Nada más alejado de aquel tiempo mesiánico, pleno, discontinuo y signado por la decisión, que, al momento de redactar sus Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin de seguro tenía en la cabeza cuando pensaba la revolución como una interrupción y destrucción del tiempo cronológico. En «Destino y carácter» […] Benjamin sostiene que «el destino se muestra cuando observamos una vida como algo condenado, en el fondo como algo que primero fue condenado y, a continuación, se hizo culpable». Lo que esto significa es que el destino es un orden cuyos fenómenos constitutivos son la desdicha y la culpa, y en el cual no hay camino pensable de liberación. Algo que es destino es, al mismo tiempo, algo que está en la desdicha, en la culpa y que está condenado. La dialéctica de la modernidad supuso, entre otras cosas, posibilitar esta inversión que transformó la idea revolucionaria del porvenir –como aquello asociado a la realización del sueño mesiánico– en la aceptación pasiva del futuro como el tiempo del ajuste de cuentas. Es decir: el tiempo sin tiempo de una ilusión desbastada por el endeudamiento y la venta a saldos de los sueños desiderativos que, en la concepción de la utopía de Ernst Bloch, constituía la energía revolucionaria de la humanidad, el reservorio de un mañana mejor. Los reclamos de austeridad que proliferan en todos los países –sean ricos o pobres– no se contraponen al «espíritu del capitalismo», sino que lo expresan de manera acabada. «A consumir, que se termina el mundo» ya no es la frase de cabecera de los dueños del capital, porque ha sido reemplazada por «a pagar, que el futuro ya llegó». La libertad, trama fundacional del imaginario moderno, se ha convertido en una nueva forma de sujeción allí donde lo que predomina es la deuda y su constitución sacrificial. El esclavo no podía contraer deudas porque no era libre para decidir sobre su vida y el modo de gastar bienes que no le pertenecían. Era