La sociedad invernadero. Ricardo Forster

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La sociedad invernadero - Ricardo Forster Inter Pares

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el ascetismo puritano del trabajo, la satisfacción del consumo y la espera de un goce apacible de los bienes acumulados. Los sacrificios consentidos en el trabajo (la «desutilidad», de desutility) eran compensados por los bienes que se podían adquirir gracias a los beneficios, utility. Como lo hemos recordado más arriba, D. Bell había mostrado la tensión cada vez mayor entre la tendencia ascética y el hedonismo del consumo, tensión que, según él, había alcanzado su culmen en los años 1950. Así se entreveía, sin poder todavía observarla, la resolución de esta tensión en un dispositivo que identificaría rendimiento y goce, cuyo principio es el del «exceso» y la «superación de uno mismo». Porque ya no se trata de hacer lo que se sabe hacer y consumir aquello de lo que se tiene necesidad, en una especie de equilibro entre desutilidad y utilidad. Lo que se requiere del nuevo sujeto es que produzca «cada vez más» y goce «cada vez más», que esté así conectado con un «plus-de-gozar» que ya se ha convertido en sistémico. La vida misma, en todos sus aspectos, se convierte en objeto de los dispositivos de rendimiento y de goce[22].

      Estos dispositivos culminan, a su vez, en la generalización de padecimientos psíquicos, particularmente la peste de la depresión y su medicalización correspondiente, hasta el punto de poner en evidencia la dialéctica perversa que se da entre los «dispositivos de rendimiento y de goce». Ahí radica uno de los «secretos» del Sistema, su potencia para vulnerar la vida individual y compartida exacerbando un individualismo atrapado en nuevos y sofisticados mecanismos de autodestrucción. Nada más difícil de superar desde una perspectiva emancipatoria que la compleja urdimbre de la servidumbre voluntaria, aquella que no nace de la violencia opresiva, del sometimiento descarado y de la explotación directa, sino la que se construye en el interior del sujeto como núcleo de un goce perverso. La «libertad» como forma superior del autosometimiento del yo constituye la astucia última del Sistema. De ahí que resulte tan opaca y velada la conducta de los sujetos allí donde predomina la mercantilización de todas las relaciones junto con la proliferación de la industria de la cultura y la sociedad del espectáculo. La pregunta naif que suele aparecer cuando se profundizan los mecanismos del sometimiento a través del consentimiento de los explotados es aquella que no comprende por qué los incontables aceptan ser dominados. Desde Etienne de La Boetie, con su opúsculo genial que nombró para siempre la «servidumbre voluntaria», el pensamiento crítico fue buscando enhebrar distintas respuestas inconclusas y provisorias, respuestas que no dejaron de chocar con el sentido común de cada época.

      Siguiendo las estelas de los diversos autores que he citado, pero en particular tratando de imaginar un lugar, todavía, para el homo politicus, creo necesario escapar a la fatalidad de un presente convertido en futuro inevitable y de clausura para cualquier alternativa que busque sustraerse al abrazo de oso del neoliberalismo. Por eso, insisto con esto, dar cuenta de las transformaciones que se han operado en el imaginario de la libertad penetrando en las consecuencias que ellas –las transformaciones– trajeron aparejadas se convierte en una estrategia teórico-política sin la cual será imposible cartografiar la actualidad del sujeto en un mundo sometido a las fuerzas combinadas del capital, del mercado y de la digitalización. Desentrañar el funcionamiento de la maquinaria de subjetivación, despejar la idea del «crimen perfecto» del resto no succionado por el Sistema de sujetos que siguen buscando modos, sueños y prácticas emancipatorias, constituye un gesto político, un acto intelectual y práctico de ruptura con el sentido común dominante. Se trata, quizá, de inventar nuevas figuras que nombren de otro modo la libertad, que aspiren, otra vez, a enlazarla con la igualdad (el neologismo de Étienne Balibar «igualibertad» expresa con fuerza el objetivo emancipador de reunir lo que fue separado, pero poniendo en evidencia, a la vez, que esa reunión pase a resignificar ambos términos). No hay política de la emancipación renunciando a la disputa por el sentido de aquellas tradiciones construidas alrededor de palabras-conceptos portadoras, desde la lejanía de los tiempos y de los sueños, quizás imposibles pero imprescindibles, emanados de la «igualibertad». Como diría Jorge Alemán: el crimen perfecto sería capturar ya no sólo la subjetividad del individuo contemporáneo, sino penetrar al sujeto hasta el fondo del habla dejándolo, ahora sí, en silencio. Si hay política, es porque queda ese resto que permanece, todavía, más allá de las garras del neoliberalismo.

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