La sociedad invernadero. Ricardo Forster

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La sociedad invernadero - Ricardo Forster Inter Pares

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tradiciones otrora progresistas (multiculturalismo, políticas de género, onegeísmo y defensa de la libertad de expresión son algunas de las máscaras que utiliza sin rubor la derecha buscando, siempre, interpelar aquello que en cada momento conforma la sensibilidad de época y que atraviesa a la multitud de ciudadanos-consumidores).

      Dentro de los anacronismos de la época por la que transitamos, está, sin dudas, la presencia en la sociedad estadounidense (y que reaparece con fuerza en la espectacular participación de las Iglesias evangélicas y pentecostales en posibilitar el triunfo de la extrema derecha brasileña y que han desempeñado un papel significativo también en la ola que llevó a Donald Trump a la presidencia de Estados unidos) de los discursos y las prácticas de las más variadas Iglesias que siguen infectando el imaginario de vastos sectores de la población y que, incluso, alcanzan con intensidad la retórica del poder. En la Administración republicana del inefable George W. Bush se asociaron elementos absolutamente descarnados y pragmáticos con portadores de un neopuritanismo que hundió sus raíces en las más venerables tradiciones del protestantismo conservador y en el misionerismo del alma estadounidense que se creyó elegida por Dios para conducir a la grey humana esgrimiendo la espada de la venganza contra los «hijos del demonio». Tal vez como ninguna otra sociedad del mundo contemporáneo, la norteamericana sea expresión de alquimias sorprendentes en las que la más brutal fuerza modernizadora y secular impulsada por los vértigos del mercado se entrelaza con dispositivos que reclaman un regreso a los «buenos y sanos» tiempos en los que el espíritu religioso articulaba vida y muerte de los seres humanos. No deberíamos subestimar la potencia de ese maridaje que sigue desplegándose en el país en el que reina una mezcla de Walt Disney, consumo desenfrenado, apoteosis místico-religiosa y megalomanía redencional que se asocia a la condición de pueblo elegido por un dios absolutamente estadounidense. Extraña parábola en la que la apelación a valores tradicionales se entrama con mecanismos en los que se estimula a los consumidores para que rompan todas las barreras, para que se dejen llevar por el exceso y alcancen el paraíso del país de Jauja del shopping center. Entre nosotros, la «revolución de la alegría» y los globos de colores con los que le alcanzó a Macri para dar por primera vez en la historia un triunfo electoral a la derecha, vinieron a ocultar una profunda restauración conservadora, que utilizó, como no podía ser de otro modo, los lenguajes de lo aspiracional, del emprendedorismo y de lo políticamente correcto, mientras desplegó una estrategia de transformación radical y regresiva de la vida social y económica.

      Uno de los logros de la subjetivación neoliberal ha sido el de haber multiplicado la lógica de la competencia y del individualismo asociándolos con la expansión de la libertad e interiorizando esos valores como arquetípicos de los deseos de la sociedad. La vida de derecha ha colonizado el sentido común y se ha convertido en el eje de la representación hegemónica que los sujetos sujetados por el mercado acaban por definir como lo verdadero y justo. Esta nueva fenomenología de la vida cotidiana que se asocia, casi de un modo ontológico, con la derecha lo hace ofreciendo un discurso de lo posideológico y de lo antipolítico que vuelve un resto anacrónico aquello que, a lo largo de gran parte de la modernidad, se fue configurando como una visión y una cultura de izquierda arraigadas en la clase obrera y en amplios sectores medios, visión que hoy se ha ido empequeñeciendo como nunca antes. La profunda brecha social, ensanchada hasta dimensiones alucinantes por el capitalismo neoliberal, ha distanciado, cada vez más, a sujetos sociales que, hasta no hace mucho, podían cruzarse y compartir valores y creencias. Con cierta desesperación, los que experimentan en carne propia la violencia sistémica se refugian en lo poco que les queda: la fe. Mientras las clases medias marchan aceleradamente hacia el vacío del shopping center. En el interior de esta dialéctica se expresa la capacidad de la derecha por hegemonizar la cultura de la época.

      Una pregunta inquietante surge a partir de estas alquimias que van configurando los escenarios de derechas, cada vez más extremas, que parecen recostarse en un retorno de la religiosidad, afincada, sobre todo, en amplios sectores populares. Esa pregunta tiene que ver con la brutal corrosión que las prácticas globalizadoras generaron en el interior de las sociedades de mercado, llevándolas hacia experiencias de fragmentación y desocialización nunca antes conocidas. Agujereada la vida colectiva, desnutridos hasta su casi extenuación los valores del reconocimiento y la solidaridad, multiplicada la precarización de la existencia como resultado directo de un capitalismo depredador, vaciado el sentido del vivir allí donde lo único que predomina es el consumismo, desprestigiada la política como sinónimo de corrupción, expandido el sentimiento de rechazo y odio por la cultura de las clases «libertinas y elitistas» identificadas con el resto sobreviviente de una cultura de izquierda despreciada por los cultores de los valores tradicionales, lo que se consolida, en la vastedad de los mundos de las clases más pobres, son los dispositivos y los discursos de una neorreligiosidad que apela a valores, creencias, esperanzas y lógicas de salvación que vienen a llenar el vacío de vidas dañadas hasta la médula. El progresismo de clase media, refinado y abierto, no alcanza a comprender la intensidad de estos sentimientos que aceleran el rechazo de parte de quienes no disfrutan de los goces que el mercado sólo ofrece a los que pertenecen a la esfera socialmente incluida. Están convencidos de que la oscuridad y el reaccionarismo provienen, centralmente, de esos mundos excluidos, mientras que no alcanzan a identificar al neoliberalismo como el portador del mal. La culpa de los males no la tiene un sistema que ha ido degradando la vida colectiva, sino las creencias de la religiosidad popular, que son deconstruidas como si fueran la quintaesencia de la oscuridad, el analfabetismo y lo retrógrado. En un giro si se quiere paradójico, amplios estratos de la clase media creen que son los pobres, los excluidos, los responsables de los males que los aquejan, a ellos y a los otros, como si el crecimiento de derechas cada vez más radicalizadas, que ya pueden exhibir algunos triunfos significativos en países como USA, Brasil, Italia, Hungría, Filipinas, Polonia, sin mencionar el crecimiento electoral en muchísimos otros de larga tradición democrática, fuese el producto de la ignorancia de los más pobres y de la influencia de las Iglesias pentecostales y evangélicas de diverso cuño entre los más desfavorecidos. Han sido, sin embargo, las clases medias las que han votado y han alentado el crecimiento del neofascismo en Europa y en América. Han sido ellas, las más capturadas por la cultura neoliberal, las que, ante el desencanto y la precarización que muchos de ellos sufren, acaban por volcarse hacia opciones de derechas que apelan al nacionalismo xenófobo, al reaccionarismo del retorno a «valores» religiosos y neocomunitaristas, homofóbicos y antimigrantes, logrando enlazar a sectores de trabajadores precarizados con otros de clase media atemorizados por el hundimiento de sus economías domésticas y por los «peligros» que supone «la invasión de los nuevos bárbaros». En Argentina, el macrismo, una derecha sin los rasgos extremos del neofascismo de, por ejemplo, Bolsonaro, sin embargo también logró movilizar los prejuicios de la clase media, e incluso de sectores populares, contra los más pobres, apelando a un doble discurso: reivindicación del individuo libre como administrador de su capital humano, por un lado, y demonización de los «parásitos» que son mantenidos desde un Estado populista, que ya no trabajan y que reciben dádivas y derechos que «los honestos ciudadanos» pagan con sus impuestos, por el otro lado. La derecha macrista ha sabido explotar esta pulsión de violento rechazo hacia los más débiles, así como la exacerbación de lo que he llamado el cuentapropismo moral: la tendencia a suponer que uno mismo es el autor de su éxito al mismo tiempo que rechaza las funciones del Estado social como confiscatorias de sus esfuerzos y como productoras de parásitos entre los pobres.

      II

      Repasemos algunas de las frases más ilustres con las que han diseñado, aunque no lo parezca, una clara ideología de lo que para el macrismo son el país y su sociedad: «Los patriotas habrán sentido angustia cuando declararon la Independencia» (Macri), «El carnicero es un buen vecino que merece estar tranquilo con su familia» (Macri), «La nueva campaña del desierto, esta vez sin espadas, con educación» (Esteban Bullrich), «Vengo a pedirles perdón a los empresarios españoles», «La grasa militante y los ñoquis de la administración pública» (Alfonso Prat Gay), «La clase media baja pensó que podía comprarse un plasma y viajar a Miami» (González Fraga), «Los pobres tienen que entender que van a seguir siendo pobres» (Gabriela Michetti), y continúan las frases a gusto del lector. O esas puestas en escena que nos muestran a Macri y a su

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