La sociedad invernadero. Ricardo Forster

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La sociedad invernadero - Ricardo Forster Inter Pares

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sobreexigencia, son buscados como medio para llenar el vacío que, pese a todo, se hace más hondo e insoportable. La dialéctica de la libertad, que debería sostenerse sobre el principio de autonomía, acaba por producir una terrible experiencia heterónoma que no hace otra cosa que conducirlo a la extenuación depresiva cuando nada alcanza a la hora de gerenciar adecuadamente el capital psíquico. El problema es que la frustración que emana de esa imposibilidad de ejercer la libertad termina siendo dirigida contra aquellos que se le oponen en su lucha por triunfar, que se renueva circular e infinitamente, haciendo inviable el propio éxito. Esos otros, generalmente los más débiles, están allí como una amenaza velada y siniestra que le promete todas las desventuras si, como pareciera poder ocurrir, su fortaleza competitiva se debilita y finalmente es derrotado en su combate espectral. En su resentimiento, la energía que le queda se desplaza no contra el Sistema que lo ha llevado al delirio de la autosuficiencia, sino contra sus «competidores», que, por lo general, son tan débiles como él. La ideología de derecha se nutre de este resentimiento. El neoliberalismo se corresponde con el carácter maníaco depresivo. A la exaltación y la energía desbordante le siguen la apatía y la sensación de imposibilidad. Seducido por el mercado, sobreestimado por su ego, el sujeto que gerencia su vida como un capital inacabable se encuentra, a la vuelta del camino, ante lo abrumador del fracaso de no poder sostener la intensidad exigida por un orden de los cuerpos que requiere, siempre y en todo momento, de la manía y del «plus-de-gozar». Alguien ha dicho que la cocaína ha sido el estupefaciente del neoliberalismo; debería agregarse que se disputa la primacía con los ansiolíticos y con las drogas de última generación. Una libertad construida con el abotargamiento y la narcotización como figuras compensatorias del exceso de energía. La materia prima de la fábrica de subjetivación neoliberal no es otra que esa misma energía psíquica que se dirige, siempre, hacia la promesa de la realización individual. Si tiene éxito en su emprendimiento, es asimilado sin inconvenientes a los incluidos en el mercado; si fracasa, porque no soporta la presión que ejerce sobre sí mismo y porque ese mismo mercado lo declara prescindible y descartable, se paraliza y se deja atrapar por la telaraña de la depresión y la pasividad. La utopía de la libertad se transforma en el infierno de una injusticia incomprensible.

      Las frases del macrismo, variopintas, apuntan a instalar un nuevo sentido común asociado a la meritocracia, el esfuerzo individual, la ética del emprendedor que se lanza a la conquista de los mercados, el repudio del populismo «asistencialista» que impide a los pobres asumir una «cultura del trabajo», la rebaja sistemática de la idea y la importancia de la soberanía, la admiración del éxito y la riqueza como valores supremos, el sueño de una libertad sin frenos ni límites que, en general, se asocia con la libertad de consumir y de comprar dólares aunque no se pueda hacer porque se carece de los recursos para ello, el aplanamiento de la memoria histórica, su pasteurización y el abrumador dominio del instante presente como centro absoluto de toda referencia. En verdad, la «ideología» de la derecha argentina se corresponde con el «ideal-tipo» propuesto por el neoliberalismo a nivel global, aunque en cada país asume rasgos propios de su idiosincrasia. El macrismo está convencido de que se trata de cambiar las estructuras culturales que definieron, durante décadas, el «ser argentino» llevándolo hacia diferentes formas de demagogia y populismo cuyo punto de partida no fue otro que el peronismo allí por mediados de los años 1940. La dupla goce-culpa funciona a pleno. Está allí para definir al ciudadano-consumidor, por un lado, cargado con sus ansias de vivir de acuerdo a la corriente eléctrica que emana del reino de las mercancías, a la vez que se afana por gerenciar su propio capital psíquico, que, en más de una ocasión, lo lleva al límite de sus fuerzas hasta la extenuación. Por otro lado, asume como propia la responsabilidad de haber «vivido por encima de sus posibilidades», de «haber gastado lo que no podía gastar», hasta el punto de internalizar una culpa que se asocia directamente con la deuda acumulada que resulta literalmente impagable. En España se vivió algo parecido cuando una parte de la población se asumió como responsable de la caída económica y creyó que debía pagar el precio de ese derroche aceptando el rescate público de la banca privada como parte de ese resarcimiento sin el cual el país no podría volver a funcionar. El endeudamiento como internalización de una culpa que diluye el futuro al contaminarlo con las demandas imposibles del presente que le recuerda, al individuo pauperizado, que él es portador del bacilo de su desgracia.

      «Seguir creyendo –sostienen Laval y Dardot– que el neoliberalismo se reduce a no ser más que una “ideología”, una “creencia”, un “estado de ánimo”, que los hechos objetivos, debidamente observados, bastarían para disolver de la misma manera que el sol disipa las nieblas matinales, es equivocarse de combate y condenarse a la impotencia.» El neoliberalismo, piensan los autores, es un sistema de normas ya profundamente inscritas en prácticas gubernamentales, en políticas institucionales, en estilos empresariales.

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