La sociedad invernadero. Ricardo Forster

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La sociedad invernadero - Ricardo Forster Inter Pares

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Unidos, quienes ocuparon el puesto de presidente fueron propietarios de esclavos, provenientes, precisamente, de Virginia. Es esta colonia, o este estado, fundado en la esclavitud, el que proporciona al país sus estadistas más ilustres; baste pensar en George Washington (…) y en James Madison y en Thomas Jefferson (autores respectivamente de la Declaración de independencia y de la Constitución Federal de 1787), los tres, propietarios de esclavos» (Domenico Losurdo, Contrahistoria del liberalismo, Barcelona, El Viejo Topo, 2005, pp. 13 y 22). Sintetizando a Losurdo: la dialéctica de la civilización nos muestra, una y otra vez, el lado oculto de un proyecto histórico que, en nombre de los ideales ilustrados –la libertad y la igualdad–, desplegó niveles de violencia nunca antes conocidos, tormentos sobre lo humano que se revistieron de embelesados relatos civilizatorios. Así como Karl Marx describió con crudeza, en el capítulo sobre la «acumulación originaria» de El Capital, los «métodos» utilizados para expropiar a los campesinos y conducirlos hacia las fábricas, la explotación de los niños, las extenuantes horas de trabajo en nombre de la «libertad de contrato» asociado al disciplinamiento de aquellos que no estaban acostumbrados al «trabajo» y que serían acusados de holgazanería por la eticidad puritana de la burguesía emergente, Losurdo, y otros autores, nos recuerdan el papel de la esclavitud, siempre silenciado, en la construcción del capitalismo (recordemos, de paso, el significado central que para Francia, y su acumulación de riqueza, tuvo su colonia haitiana y el golpe que para sus intereses supuso la rebelión y posterior declaración de independencia de los esclavos negros).

      En el capitalismo puede reconocerse una religión. Es decir: el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de los mismos cuidados, tormentos y desasosiegos a los que antaño solían dar una respuesta las llamadas religiones. La demostración de esta estructura religiosa del capitalismo –no sólo, como opina Weber, como una formación condicionada por lo religioso, sino como un fenómeno esencialmente religioso– derivaría aún hoy en una polémica universal desmedida. No podemos estrechar aun más la red en la que nos encontramos. No obstante, más tarde observaremos este aspecto.

      Tres rasgos, empero, son reconocibles, en el presente, de esta estructura religiosa del capitalismo. En primer lugar, el capitalismo es una pura religión de culto, quizá la más extrema que jamás haya existido. En él, todo tiene significado sólo de manera inmediata con relación al culto; no conoce ningún dogma especial, ninguna teología. Bajo este punto de vista, el utilitarismo gana su coloración religiosa. Esta concreción del culto se encuentra ligada a un segundo rasgo del capitalismo: la duración permanente del culto. El capitalismo es la celebración de un culto sans rêve et sans merci [sin sueño y sin misericordia]. No hay ningún «día de semana» [,] ningún día que no sea festivo en el pavoroso sentido del despliegue de toda la pompa sagrada [,] de la más extrema tensión de los fieles. Este culto es, en tercer lugar, gravoso. El capitalismo es, presumiblemente, el primer caso de un culto que no expía la culpa, sino que la engendra. Aquí, este sistema religioso se arroja a un movimiento monstruoso. Una monstruosa conciencia de culpa que no sabe cómo expiarse apela al culto no para expiarla, sino para hacerla universal, inculcarle la conciencia y, finalmente, sobre todo incluir al Dios mismo en esa culpa [,] para finalmente interesarlo a él mismo en la expiación. Ésta no debe esperarse, pues, en el culto, ni tampoco en la Reforma de esta religión, que debería poder aferrarse a algo seguro en sí misma, ni en la renuncia a ella. En el ser de este movimiento religioso que es el capitalismo, reside la perseverancia hasta el final [,] hasta la completa inculpación de Dios, el estado de desesperación mundial en el que se deposita justamente la esperanza. Allí reside lo históricamente inaudito del capitalismo: en que la religión ya no es la reforma del ser, sino su destrucción. La expansión de la desesperación al rango de condición religiosa del mundo, de la cual debe esperarse la curación. La trascendencia de Dios ha caído. Pero no está muerto, está incluido en el destino humano. Este tránsito del planeta hombre a través de la casa de la desesperación en la absoluta soledad de su senda es el ethos que Nietzsche define. Este hombre es el superhombre, el primero que comienza a profesar de manera confesa la religión capitalista. Su cuarto rasgo es que su Dios debe ser mantenido oculto,

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