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pietismo auditivo era parte de una renovada revolución conservadora con que un tipo humano como el viejo europeo, que reclamaba los restos de interioridad, intentaba retrasar en unas generaciones su hundimiento en la desinteriorizada civilización de los medios.

      La diferencia entre una relación con el mundo primariamente visual o auditiva tiene un significado inmediato respecto a la inu­sitada pregunta de dónde estamos cuando escuchamos. Para ver algo, el vidente debe situarse a cierta distancia de lo visible. Esta separación espacial y esta posición frontal invita a suponer que existe una brecha entre sujetos y objetos que es no sólo espacial sino también ontológicamente importante. Como última consecuencia, los sujetos se conciben como observadores carentes de mundo que mantienen una como relación exterior con un cosmos siempre apartado de ellos; la subjetividad sería entonces, en analogía con una divinidad predominantemente teórica, primariamente contemplativa y secundariamente activa. Si el mundo de los ojos es un mundo de distancias, la subjetividad ocular lleva aparejada la inclinación a interpretarse como un testigo del mundo en última instancia no implicado en él. El sujeto que ve, se halla «al margen» del mundo como un ojo sin mundo ni cuerpo ante un panorama –contemplación olímpica y teología óptica son dos caras de la misma moneda–. Para los pensadores que, por el contrario, querían interpretar la existencia desde el hecho de la audición, era inconcebible el alejamiento del sujeto observador hasta el imaginario límite exterior del mundo, porque la naturaleza de la audición excluye todo lo que no sea estar en el modo del ser-en-el-sonido. Ningún oyente puede imaginarse estar al margen de lo audible. El oído no sabe de ningún enfrente, no desarrolla una «vista» de objetos distantes, porque tiene «mundo» u «objetos» sólo en la medida en que está en medio del acontecer acústico –también se podría decir: mientras flote o se sumerja en el espacio auditivo–. Una filosofía de la audición sólo sería posible como teoría del ser-en, como interpretación de esa «intimidad», que, en el estado humano de vigilia, es sensible al mundo. El que la liaison entre oído e intimidad no pueda ser exclusiva, nos recuerda el hecho de que los seres humanos reaccionen generalmente a lo audible del mismo modo que a la visión de cosas distantes: objetivador y distraído, no íntimo y sin contacto físico, característico de la autoprotección y el distanciamiento. No es posible, por lo tanto, derivar solamente de la audición la aparición de la intimidad despierta, como tampoco lo es convertir a nadie en un místico diciéndole que es un ser-en-el-mundo.

      ¿Dónde estamos cuando escuchamos música? La pregunta es lo suficientemente extraña como para evocar la transición de imaginar objetos a vivir en un/os medio/s. Pero el comportamien­to propio de vivir en un medio no lo revelan con frecuencia los signos de participación de los sujetos en todo lo que los rodea, sino la inmersión de estos en sí mismos. Recuerdo las «ausencias» socráticas, que todavía marcan con invisibles signos de interrogación el comienzo de la filosofía europea. Tanto Jenofonte como Platón cuentan que Sócrates tenía la costumbre de volver repentinamente «su espíritu hacia sí mismo» y quedarse «sordo a las palabras que más insistentemente le dirigían»; cuando esto sucedía, continuaba imperturbable con sus ocupaciones del momento. En una ocasión, durante una acampada militar, permaneció veinticuatro horas en el más completo ensimismamiento, inaccesible a toda señal del mundo exterior. Nadie considerará tales episodios como una prueba de musicalidad, pero la pregunta de dónde estaba el pensador durante sus ausencias es difícil de responder sin mención de un mundo de voces y sonidos interiores cuya presencia puede ser más poderosa que cualquier ruido exterior. Si el filósofo se había transportado a una esfera que para los mortales corrientes no parece ser de este mundo, su inmersión en un estado de sordera para los ruidos exteriores es relevante en un sentido acústico profundo. Tal estado está tan esencialmente conectado con lo que llamamos inspiración o ensimismamiento, que no podríamos especificar lo que es el alma sin decir también que es audición autorreferencial. Si Sócrates hubiese hablado de sus raptos, habría dicho que eran estados en los que el mundo queda transitoriamente en suspenso sin que se interrumpa el continuo de la presencia anímica de sí mismo. Oigo voces, luego Dios me hace pensar; algo me susurra algo, así que no puedo no pensar en las grandes cosas. Tal vez Sócrates habría dicho que era un experto en suspensiones discrecionales del mundo. Los trances enstáticos del protofilósofo euro­peo eran un sueño de razón que no producían monstruos, sino voces interiores, ideas y teoremas. Estar lejos de todo lo que acaece, creó la condición para un despertar que nos hace asombrarnos de que exista algo.

      No es necesario ser un filósofo para suspender ocasionalmente el mundo. Todo mortal tiene práctica suficiente en tal suspensión del mundo –y no sólo porque en ocasiones le invadan sentimientos apocalípticos–. Los humanos son seres que no pueden evitar dejar caer por unas horas del día el telón del teatro del mundo, aunque se definan a la luz del día como seres racionales y la razón pretenda ser la facultad de mantenerse en un estado duradero de vigilia respecto a un mundo siempre presente. ¿No eran los filósofos ex officio los mártires de la ilusión de ser capaces de permanecer continuamente despiertos?

      Un pasaje del libro de Erhart Kästner El tambor de las horas del sagrado Monte Athos nos enseña cómo el acosmismo de la noche se combina con el distanciamiento del mundo que induce el silencio monástico y el éxtasis del oído en un patrón común:

      Esto no se aleja mucho del camino que toma la curiosa teoría de la música de Emile Cioran:

      Para aclarar este aforismo gnóstico de Cioran, digamos que resume en una frase el núcleo de una musicología profunda que sería igualmente aplicable al arte musical del pasado como al contemporáneo. Me conformo con dividir el comentario de Cioran en dos afirmaciones parciales para así amplificarlo. En primer lugar, ocurre que oímos ya antes de la individuación; es decir, el oído fetal anticipa el mundo como una totalidad de ruidos y sonidos que constantemente se suceden; escucha extáticamente desde la oscuridad

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