El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk Los Caprichos

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href="#ulink_f02f4389-5957-547d-857d-46592d9bdd8d">[14]. Desde el antiguo culto de Orfeo hasta la alabanza por Schubert del «holde Kunst», se ha atribuido a la música el poder de disolver el hechizo de la realidad y transportar a sus oyentes a lo que –precipitadamente o no– llaman un mundo mejor. Pero en una época en que la conciencia desdichada obraba como una fuerza productiva que mejoraría el mundo, la música consoladora y conciliadora estuvo bajo sospecha de ser opio para el pueblo. De hecho, los productores de sedantes tonales son a menudo proveedores de cínicas ficciones, cual periodistas del diario Bild, acompañadas de acordes. Pues ¿qué quiere el pueblo? Simplemente formas de distanciarse musicalmente del mundo: edulcoradas, repetitivas, simplificadas. Populismo tonal como una máquina del consenso.

      Entonces, ¿dónde estamos cuando escuchamos música? La ubicación sigue siendo vaga; la única certeza es que, mientras escuchamos música, nunca podemos estar del todo en el mundo. Porque, en el orden de la música, escuchar supone siempre, o bien encaminarse al mundo, o bien huir de él. De ahí que, al ensayar una ontología del oído, reaparezcan las cuestiones de la vieja gnosis, que en la era moderna sólo pueden expresarse de manera anónima. Según la concepción gnóstica, podemos representarnos el humano ser-en-el-mundo como un camino de ida o un camino de vuelta, nunca como un insistir y residir en un lugar, aunque Heidegger, en un tardío giro criptocatólico, intentó caracterizar nuevamente al hombre como un ser arraigado e inquieto. Con razón se ha representado a los ángeles como músicos; ellos sólo tocan su instrumento, no escuchan. Si escuchasen, se parecerían a nosotros. Pero nosotros estamos condenados a la música como lo estamos al anhelo y a la libertad. Como arte de los condenados, la música seguirá siendo para todo futuro, en palabras de Thomas Mann, territorio demoniaco.

      En la percusión

      1. El cogito sonoro y la mancha sorda, o el intento cartesiano de pensar sin sonido

      Hablar de un espacio musical sólo tiene sentido si existen límites de lo musical. Si llamamos música a todo lo que es audible en cualquier sentido, suprimimos la frontera entre lo que es música y lo que no lo es. Todo lo que sea hablar de música –incluido lo que aquí decimos– perdería su objeto, sería ello mismo música, transpuesta a la partitura fonológica del lenguaje normal. ¿Oye usted? En un espacio musical sin frontera alguna, tendría que contentarse con que aquí se estrena una pieza de filosofía vocal para cogito solo, sin subtítulo para quienes sufren hipoacusia.

      LimaNeli Haschmu WaNschbok.

      Tama Haschmu: Portolabi Paehu

      Mui Pianeti

      Tamiba Temibo

      Temibanu Karuzu

      HaifatuNeti

      Haifatusolum RofuNo.

      Hoy Kirwimme. Katosta Healobe Kepipi

      Schamfuso…

      No se puede decir más claramente.

      Con razón nos hicimos las anteriores preguntas: qué es el espacio musical, cómo entramos en él, cómo nos aseguramos la permanencia en él y cómo lo abandonamos cuando salimos al medio no musical. Sólo sería posible una respuesta si lo musical en todo su alcance pudiera reducirse a una experiencia fundamental inequívoca que nos revelase, como un axioma o un cogito sonoro, el fundamento inconmovible de la certeza musical. Pero nada se sabe de tal fundamento, tan poco de las intenciones musicales de Descartes. Aun así, encuentro útil repetir el experimento imaginario cartesiano para interrogarme por un aspecto psicoacústico que hasta ahora ha sido ignorado. Sigamos al autor Descartes en el delirio de su duda y observemos cómo intenta acceder a una autopresencia en la que se encuentre con un ego sin mundo, absolutamente cierto de sí mismo, sin sensaciones corporales, sin órganos y sin mundo exterior como fundamento inconmovible de la verdad.

      Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños […] Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo eso. […]

      Pienso que carezco de sentido; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré entonces tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo […]

      ¿Qué se sigue de esto? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser? Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: «yo soy, yo existo», es necesariamente verdadera cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu. […]

      Es fácil evidenciar que el ejercicio cartesiano de abstracción se centra en un punto ciego –mejor: un punto sordo–. El pensador cree que él indudablemente existe mientras está pensando. Pero no advierte –o, cuando lo hace, no le da ningún valor– que su volverse hacia sí mismo depende de su oírse a sí mismo. No tiene presente que sólo puede estar cierto de sí mismo y su pensar porque un oírse a sí mismo precede a su «pensarse a sí mismo». El cogito cartesiano presupone un no-oír que se tiene por un pensar puro, y hasta se podría decir: por un estar consigo mismo sin ninguna –quién sabe si engañosa– mediación sensible. El no-oír lo es de la voz del pensamiento que vaga por el sujeto pensante. Es como si el filósofo hubiera encontrado un método para reducir a un común denominador la audición clara y la audición dificultosa. Él mira fijamente el contenido del pensamiento sin prestar atención al sonido de la voz en su cerebro pensante. Sólo así consigue no percibir que su pienso-luego-existo es en verdad un oigo-algo-en-mí-que-habla-de-mí-y-de otros. Cuando esto se advierte, el significado del cogito cambia radicalmente. El mínimo sonido interno de la voz del pensamiento es, cuando es oída y se hace así interior, la primera y única certeza que puedo alcanzar con mi experimento imaginario. Se la podría llamar un cogito sonoro. Oigo algo dentro de mí, luego soy –al menos tengo razón suficiente para afirmar que estoy seguro de poder «deducir» mi existencia del oír algo dentro de mí–. Este oigo-hablar-en-mí sólo se evidencia si no tengo ningún propósito en relación conmigo o mi pensamiento. Si quiero explicar, probar o alcanzar algo, este propósito distorsiona la conexión auditiva con los pensamientos que en ese momento me rondan. Entonces «yo pienso» ya en algo distinto

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