Trece sermones. Fray Luis De Granada
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Para entender esto debemos saber que antes de crear Dios al hombre edificó una casa para él y le preparó el lugar donde lo iba a colocar. Y como el lugar ha de ser conveniente a la condición y dignidad de quien ha de habitar en él —y Dios iba a crear al hombre en una altísima dignidad—, le preparó el hermoso lugar que la Escritura llama paraíso de deleites. Era un lugar de grandes arboledas y frescos aires, con un cielo muy claro y muchos ríos y fuentes de agua, con innumerable variedad de flores y frutas, entre las que estaba el árbol de la vida; y había una fuente en medio del paraíso que regaba todo aquel verdor y arbolado. Era tan hermoso el lugar que se llamaba paraíso de deleites, porque así lo exigía la dignidad del hombre para el que estaba preparado.
Pues del mismo modo que Dios dispuso para el primer Adán este lugar maravilloso, con mucha más razón fue conveniente que lo hiciera con el segundo Adán, que es Cristo nuestro Salvador; pero este lugar no sería terreno y material, sino celestial, como su morador. Este paraíso es el alma de la Virgen, plantado por la mano del Espíritu Santo, donde estaban espiritualmente las mismas flores que en el primero. Allí estaba la rosa de la paciencia, el lirio de la castidad, la violeta de la humildad, el verdor de la esperanza y muchas otras virtudes que el hortelano celestial había plantado en este huerto. El mismo Espíritu dice en los Cantares: «Huerto cerrado eres, hermana mía, huerto cerrado y fuente sellada»[7]. En medio de este paraíso estaba también el árbol de la vida, que era la palabra de Dios, de la que la Virgen perpetuamente se alimentaba, y una fuente que regaba los árboles, que era la gracia del Espíritu Santo infundida en la esencia de su alma, y también regaba las plantas de sus virtudes para que dieran fruto de vida eterna.
La lengua humana no puede explicar la grandeza de esta gracia y estas virtudes. La razón es que Dios hace todas las cosas de acuerdo a los fines que se propone y les concede lo que necesitan para alcanzarlos. Así, escogió a Oliab[8] para fabricar el Arca, a san Juan Bautista como testigo de su venida y a san Pablo y los demás apóstoles como maestros de su Iglesia, otorgándoles las habilidades y facultades que necesitaban. De acuerdo con esto, escogió a la santísima Virgen para la mayor dignidad que se puede conceder, y la adornó y engrandeció con las mayores gracias, dones y virtudes que jamás se otorgaron a ninguna criatura.
Precisamente una de las cosas en que mejor se manifiesta la grandeza de la bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios es en la santidad y perfección de la Virgen. Si nosotros tuviésemos ojos para saber mirar y penetrar la alteza de sus virtudes, en ninguna cosa creada veríamos tan claramente la sabiduría de Dios como en ella. Ni el sol, ni la luna, ni las estrellas, ni la tierra con todas sus flores, ni el mar con todos sus peces y ni siquiera el cielo con todos sus ángeles reflejarían tanto las perfecciones y hermosura del Creador como la excelencia y perfección de la Virgen. Si, como dice el profeta, «Dios es admirable en sus santos»[9], cuánto más lo será en la que es madre del Santo de los santos: en ella están juntas las prerrogativas de todos ellos.
En lo que hemos dicho hay dos cosas asombrosas. La primera es que una criatura de carne y hueso como nosotros posea toda esa perfección. Porque no nos sorprende que un artesano haga de oro y plata unas obras más delicadas que si estuvieran hechas de barro, porque el material es mejor; tampoco nos sorprende ver a un águila volar por encima de las nubes. Pero sí nos asombraríamos de ver a un hombre cargado con dos arrobas de hierro trepando por una soga. Quiero decir que no es extraño que un ángel, que es una sustancia espiritual, vuele más alto y esté más adornado de virtudes y perfecciones que un alma revestida de carne; pero que un alma, encerrada en un cuerpo sujeto a tantas miserias y administrada por sentidos corporales, pase de vuelo sobre todos los ángeles en perfección y sea más pura que las estrellas del cielo, sí que es algo digno de admiración. Tampoco es extraño que una dama, que no tiene más oficio que andar alrededor del trono de la reina, vaya limpia y aseada; pero que una que toda su vida anda sirviendo en la cocina entre tizones, después de cincuenta o sesenta años de servicio, salga de allí más limpia que la que está en el palacio real, sí que sería algo digno de la mayor admiración. ¿No es, entonces, admirable ver que durante toda la vida de la Virgen ningún sentido corporal se rebelara contra su alma ni el grueso de un cabello? ¿Que sus ojos nunca se desmandasen en ver, nunca sus oídos en oír, nunca su paladar en gustar? ¿Que siendo necesario comer, beber, dormir, hablar, negociar, salir de casa y conversar con las criaturas, llevase las cosas tan ordenadamente, y jamás se desmandase en una palabra, un pensamiento, un movimiento, un afecto, un bocado de más? ¿Quién no admira esta armonía tan grande, esta perfecta igualdad y orden y este concierto tan perpetuo como es el de los mismos cielos y de sus movimientos?
En segundo lugar, nos resulta admirable que con tan pocos esfuerzos llegase a tan extremada perfección. El apóstol san Pablo recorría el mundo, predicaba a los gentiles, disputaba con los judíos, escribía cartas, hacía milagros y otras cosas semejantes. Pero la santísima Virgen no se ocupaba de eso, pues su condición y estado de mujer no lo permitía, y sus principales ocupaciones, después del servicio y crianza de su hijo, eran espirituales, obras de vida contemplativa, aunque no faltaban, cuando eran necesarias, las de la vida activa. Con tan poco estruendo de obras exteriores, lo que sucedía en el silencio de aquel sagrado aposento, de aquel corazón limpio, la hizo tan merecedora de Dios y ganó tanta tierra, o por mejor decir, tanto cielo, que se elevó por encima de los ángeles y de los querubines. ¿Qué pasaría en aquel corazón virginal de noche y de día? ¿Qué maitines, qué laudes y qué magníficat se cantarían allí? ¡Quién tuviera ojos para poder conocer los movimientos, los arrebatamientos, los sentimientos, los ardores, los resplandores y los excesos de amor y todo lo que pasaba en aquel sagrado templo! El Espíritu Santo sí que los tenía, pues enamorado de esa perfección y hermosura tan grandes, decía: «Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres. Tus ojos son de paloma»[10], porque lo que está escondido dentro solo lo pueden ver los ojos de Dios, no los de los hombres. Sería sorprendente que uno que tocase una vihuela con solo una o dos cuerdas, o un monocordio de una o dos teclas, pudiera tañer tantas obras y hacer tanta armonía como otro que tañese con un instrumento perfecto. Pues más maravilloso es que con solo su corazón la Virgen hiciese tantas obras, tantas maravillas, y diese tantas y tan suaves músicas a Dios.
Os quejáis injustamente los que decís que sois pobres y enfermos, y no tenéis con qué hacer el bien ni podéis padecer por amor de Dios, pues basta con tener corazón para amarle y alabarle y alcanzar muchas virtudes. ¿En qué se ocupaban aquellos padres antiguos, aquellos monjes que vivían en los desiertos, sino en la contemplación de Dios noche y día? Este ocio es el mayor de los negocios; este no hacer nada es mejor que todo lo que se puede hacer. Porque el hombre espiritual alaba a Dios en su interior y allí ora, adora, ama, teme, cree, espera, reverencia, llora, se humilla ante la majestad de Dios, canta y pregona su gloria. Lo hace todo con más pureza cuanto mayor es el secreto y no hay testigos.
Pues volviendo a nuestro propósito, fue conveniente que así naciera la que desde toda la eternidad había sido escogida para ser la Madre de Dios. Él, como se ha dicho, da los medios adecuados a la excelencia del fin, y como había escogido a la Virgen para la mayor dignidad que hay, que es ser la Madre del mismo Dios, le dio el Espíritu Santo y la gracia conveniente para la excelencia de esta dignidad.
El templo de Salomón fue una de las obras más famosas que hubo en el mundo porque se edificaba para Dios, no para el hombre; pues del mismo modo el templo espiritual en el que Dios había de morar fue una obra perfectísima. El alma de la Virgen, que el Hijo de Dios había tomado como especial morada, había de estar llena de santidad y pureza; y su carne, de la que