Trece sermones. Fray Luis De Granada
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Por eso está muy bien prefigurada la Virgen en aquel Arca del Antiguo Testamento, hecha de madera de setín[11], que es incorruptible, para significar la incorrupción y pureza de la Virgen, arca mística en la que estuvieron el maná del cielo, pan de los ángeles, y la vara de la raíz de Jesé, sobre cuya flor se asentó el Espíritu Santo. Del trono de Salomón dice la Escritura que estaba hecho de marfil y oro resplandeciente, y que nunca se había hecho una obra así en ningún reino del mundo, y esto también conviene a la Virgen, que es trono espiritual del verdadero Salomón, pacificador del cielo y de la tierra. Y también queda prefigurada en aquel huerto cerrado y fuente sellada de los Cantares, y en aquella puerta oriental que vio el profeta Ezequiel: porque nadie comió de la fruta de aquel huerto, ni bebió agua de aquella fuente, ni entró por aquella puerta sino el Hijo de Dios, porque sólo Él era su amor, su pensamiento, su deseo, sus cuidados, su memoria continua. Como explica san Agustín[12], toda la vida y obras de María siempre estuvieron atentas a Dios, que residía en medio de su corazón. Así lo dice el salmista: «Dios está en medio de ella y nunca vacilará; él la socorrerá al despuntar la aurora»[13], que es el principio de la vida, cuando Dios, como quien pone los cimientos de la obra que tanto deseaba levantar, la colmó de las gracias y dones del cielo. Porque si el santo Job se gloriaba de ser misericordioso desde que salió del seno de su madre, ¿qué diremos de la que había de ser madre de misericordia? Y si Jeremías y san Juan Bautista fueron llenos de gracia ya en el vientre de sus madres, uno porque lo escogía Dios para ser profeta y otro para ser más que profeta, ¿qué diremos de la Virgen, que fue escogida para ser la madre del Señor de los profetas?
Esta es, pues, la fiesta que hoy celebramos por tantos motivos: para dar gracias al Señor por la concepción de la Virgen, que fue principio de nuestra redención; para maravillarnos de la sabiduría y omnipotencia de Dios, que puede poner un tesoro tan grande en vaso tan débil, y tan gran perfección en algo tan humilde como el corazón de una mujer; para encender nuestros corazones en amor y devoción de la Virgen, tan perfecta, tan graciosa y tan hermosa. Y así, conociéndola, la amemos, y amándola, la imitemos, e imitándola, la invoquemos, e invocándola, merezcamos alcanzar su favor en este mundo por la gracia y después por la gloria. Amén.
[1] Sal 92, 5.
[2] Col 2, 9.
[3] II Cró 7, 3.
[4] Cf. Esd 3, 12.
[5] Cant 4, 7.
[6] Rom 3, 23.
[7] Cant 4, 12.
[8] Cf. Ex 35, 34.
[9] Sal 66, 5.
[10] Cant 4, 1.
[11] Madera de acacia. Cf. Ex 25, 10.
[12] Cf. S. AGUSTÍN, Tratado sobre la Asunción de Santa María Virgen, 6.
[13] Sal 46, 6.
2.
SERMÓN EN LA FIESTA DE LA ANUNCIACIÓN
AL CONTEMPLAR EL MISTERIO DE LA Encarnación del Verbo piensa en el inmenso amor que Dios mostró al hombre. Él no nos necesitaba ni nosotros lo habíamos merecido, y solo por las entrañas de su infinito amor envió a su Hijo para salvarnos y ennoblecernos con su nacimiento, para santificarnos con su justicia, enriquecernos con su gracia, enseñarnos con su doctrina, animarnos con su ejemplo, resucitarnos con su muerte y rescatarnos de la cautividad al precio de su sangre.
Este es el gran beneficio que el mismo Salvador explicó a sus discípulos diciendo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo para que los que crean en él —y creyéndole, lo amen y obedezcan— no perezcan, sino que alcancen la vida eterna»[1]. Aunque había otros muchos medios para hacerlo, escogió el Señor el más costoso para Él y el más provechoso para nosotros; se olvidó de sí mismo para buscar la honra y provecho de quienes no lo amaron.
San Agustín no se cansaba de meditar en esto al principio de su conversión, contemplando la sabiduría con la que Dios dispuso nuestra salvación[2]. Considera tú también lo conveniente que fue que del mismo modo que por un hombre entró el mal en el mundo, por otro hombre fuéramos liberados. Por la soberbia de un hombre, que deseó ser como Dios, fuimos todos condenados; y por la humildad de otro, el hombre nuevo, que siendo verdadero Dios se hizo verdadero hombre, fuimos todos perdonados.
Nada mejor para pagar nuestras deudas que la sangre del Hijo de Dios; nada mejor para ennoblecer nuestra naturaleza que su Humanidad. ¿Quién podía negociar mejor nuestros negocios que el Hijo de Dios, y defender nuestra causa que el Sumo Sacerdote del Padre? ¿Quién podría ser el mejor y más fiel intermediario entre Dios y los hombres que el que era Dios y hombre? En cuanto juez, salvaguardó la justicia; en cuanto parte, consiguió la misericordia para nosotros. Como hombre, cargó con nuestras deudas; como Dios, pagó por ellas. Empleó el título de hombre para deber y el de Dios para pagar. En fin, no se pudo inventar un modo más conveniente en el que estuviese todo lo necesario para nuestra salvación. Como dice el papa san León, «si no fuera verdadero Dios, no podría dar el remedio; y si no fuera verdadero hombre, no nos podría dar ejemplo»[3].
La Encarnación es prueba de la grandeza de la bondad, de la misericordia y de la justicia de Dios, que se hizo hombre para castigar el pecado y perdonar al pecador. El precio que Cristo pagó, que fue su sangre, manifiesta la excelencia de nuestra alma, el valor de la gracia, la grandeza de la gloria, la hermosura de la virtud, la fealdad del pecado y la dignidad del hombre redimido. La Encarnación fue la medicina más eficaz para curar las llagas de nuestra alma, que eran tantas y tan grandes. ¿Qué ejemplo más vivo encontraremos para confortarnos y arrepentirnos que el que nos dio quien era Dios y hombre? Nuestra soberbia la cura su humildad; nuestra avaricia, su pobreza; nuestra ira, su paciencia; nuestra desobediencia, su obediencia; los excesos de nuestra carne, los dolores de la suya. Su amor vence nuestro desamor; sus dones, nuestra falta de agradecimiento; nuestros descuidos, su providencia. Y por su amor y gracia recobramos la confianza perdida.
Fija ahora tu mirada en las virtudes y excelencias de la Virgen que Dios escogió para ser su madre. Acuérdate de que antes de crear a Adán, Dios le había preparado una casa, que era el paraíso terrenal; pues del mismo modo, antes de nacer el segundo Adán, que era celestial, le había preparado otro paraíso que era el alma de la santísima Virgen. Igual que aquel estaba plantado por la mano de Dios con flores y arbolados de gran hermosura, el Espíritu Santo había preparado admirablemente este con todas las flores de las virtudes y los dones del cielo.
Para hacerlo así, dispuso que cuando la Virgen tuviera tres años fuera llevada y presentada en el Templo,