Trece sermones. Fray Luis De Granada
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Antes me parecía que el que te ofendía merecía mil infiernos, pero ahora, después de tan grandes nuevas bondades, pienso que ya no hay pena que baste para quien no te sirva. Bendito seas para siempre, Dios mío, que me has apresado con estas cadenas y has puesto estos grilletes a mi corazón para tenerlo contigo. Con el misterio de tu nacimiento me has ayudado a encenderme más en tu amor, a conformarme en tu esperanza, a sustentarme más en la inocencia, a inclinarme más al trabajo, a la pobreza, a la humildad, a la cruz y al desprecio de las cosas mundanas.
Luego dice el Evangelio que la Virgen tomó al niño recién nacido y envolviéndolo en unos pobres pañales lo puso en un pesebre, porque no había otro lugar en aquel portal[10]. Es un misterio santo, más para sentirlo con silencio y admiración que para explicarlo con palabras.
Qué maravilla es ver en tan extrema pobreza al que está sentado sobre los querubines y vuela sobre las plumas de los vientos, al que tiene «colgada de tres dedos la redondez de la tierra»[11], su trono es el cielo y la tierra el escabel de sus pies. Los ángeles alaban, las dominaciones adoran y las potestades glorifican al que su madre puso en un pesebre cuando nació. ¿Qué esclava, qué mujer tan humilde llegó nunca a tal extremo de pobreza, que por falta de mejor abrigo fuese a recostar a su hijo en un pesebre? ¿Quién unió estos dos extremos tan distantes: por un lado, Dios, que se asienta sobre querubines; por otro, un pesebre, que es lugar para animales? ¿Quién no pensaría que no es razonable algo tan extraño?
Hubo en estos tiempos un hombre honrado a quien otro más poderoso mandó dar de palos. El injuriado, considerando por una parte la calidad de su persona y por otra la injuria recibida, pensaba continuamente en lo ocurrido, repitiendo en su corazón: —¿A mí me han apaleado? ¿A mí me han apaleado? Finalmente acabó por salir de sí, perdiendo el juicio. Cómo es posible entonces que no salga de sí el hombre y quede como atónito considerando estos dos extremos tan distantes: Dios en un pesebre, Dios en un establo, Dios entre las bestias...
Si «el Señor está en su santo templo y tiene el cielo como trono»[12], ¿cómo es que se cambió el templo por el establo y el cielo por el pesebre? Creo que cuando los santos contemplaban la grandeza del amor y de la bondad de Dios, quedaban atónitos y extasiados. Y no solamente los hombres, sino que si fuera posible que el mismo Dios saliera de sí, diríamos que eso hizo al llevar a cabo una obra tan portentosa. Al menos así pensaban los filósofos de este mundo cuando decían que la predicación del evangelio es una locura[13] porque no es posible que la altísima, simplicísima y nobilísima sustancia quisiera humillarse sujetándose a tan grandes penalidades. Pues hasta eso llegó la bondad, misericordia y amor de Dios, que hizo tales cosas por los hombres que ellos mismos las consideraron una locura. Elegantemente dijo un sabio que amar y ser juicioso apenas se le concede a Dios. Y así vemos ahora a Dios, como fuera de sí —ya que no podía perder el juicio— y transformado en hombre: tomando lo que no era, sin dejar de ser lo que era, por la grandeza del amor.
Noé plantó una viña después del diluvio, y bebió tanto vino que acabó fuera de sí, desnudo y escarnecido por sus mismos hijos[14]. Pues así tú, Dios mío, pusiste a los hombres en este mundo como sarmientos en una viña: y fue tan grande y excesivo el amor que les tuviste que parecía que hubieras perdido la cordura, vistiéndote de una naturaleza extraña.
Si perseveras en la contemplación de este sagrado pesebre, conocerás no solo la bondad y el amor de Dios sino también todas las virtudes. Aprenderás la humildad de corazón, el menosprecio de las cosas mundanales, la aspereza de cuerpo y la desnudez y pobreza de espíritu, tan celebradas en el Evangelio. Sabía muy bien este médico y maestro del cielo cuánta inocencia y paz moran en la casa del pobre de espíritu, y cuántas guerras, desasosiegos y cuidados traen consigo el desordenado amor de las riquezas. Por eso, desde la cuna y el pesebre, como desde una cátedra celestial, la primera lección y voz que dio fue condenando la codicia, raíz de todos los males, y engrandeciendo la pobreza de espíritu y la humildad, fuente de todos los bienes. Esto —dice un doctor[15]— nos predican el pesebre, los pañales, la pobre casa y el establo. ¡Qué casa tan dichosa! ¡Qué establo, más precioso que todos los palacios reales! En ellos sentó Dios la cátedra de la filosofía del cielo: aquí la silenciosa palabra divina habla con más claridad cuanto más calladamente nos previene. Piensa, pues, hermano, que si quieres ser verdadero filósofo[16] no te has de apartar de este establo, donde la palabra de Dios enseña llorando, y en este llanto hay más sabiduría que en toda la elocuencia de Tulio[17] y de los ángeles del cielo.
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