Pedro Casciaro. Rafael Fiol Mateos
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Pedro comenzó aquel triduo al Espíritu Santo el lunes 18 de noviembre de 1935. Al terminar, el miércoles 20, se había reafirmado en su decisión de entregarse a Dios en el Opus Dei. Por consiguiente, ni corto ni perezoso escribió una carta a don Josemaría en la que le pedía la admisión en el Opus Dei y la echó al correo[7]. Cinco días después volvió a ver al Padre, que le confirmó su admisión y le regaló un pequeño crucifijo. Pedro lo conservó hasta su muerte. Con el pasar de los años recordará: «La determinación más decisiva de mi vida, responder a la llamada de Dios, la tomé dejándome el Padre en completa libertad, respetando con gran delicadeza la libertad de mi conciencia»[8]. San Josemaría no le habló de vocación, ni tampoco de una posible llamada al Opus Dei.
Si interesa mi testimonio personal —afirmaba el fundador de la Obra—, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas, como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura[9].
Mons. Escrivá buscaba situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios le pide. Conducía a las almas a descubrir el amor infinito y misericordioso de Dios, y la oportunidad de responder generosamente a ese amor. Casciaro recuerda que san Josemaría explicaba:
Nuestro Señor, que es Todopoderoso, modela a cada alma primorosamente, no la trabaja en serie y, aunque sea Padre de numerosos hijos, se comporta con cada uno como si no lo tuviera más que a él: tal es el inmenso amor y la omnipotencia de Dios. En correspondencia, cada hombre ha de tener con su Padre Dios una relación personal, y no refugiarse en el anonimato de la masa[10].
APRENDER A OBEDECER
Pedro conoció la Obra en enero de 1935. En ese momento de su vida se daban unas circunstancias que le hubieran presagiado una especial dificultad para aprender a obedecer. Algunos de los obstáculos procedían de su ambiente familiar, según él mismo escribió[11]. Era el hijo mayor, con una diferencia de casi nueve años sobre su hermano menor. También fue el nieto mayor por parte de padre y de madre. Su abuelo paterno —como nos contó Pedro muchas veces— ejercía una autoridad patriarcal sobre toda la familia y tenía una fuerte personalidad. Pero Pedro también tenía un temperamento fuerte; es probable que heredara el de su abuelo, reforzado por el de doña Emilia, su madre. El hecho es que, seguramente por esta afinidad entre ambos, Pedro, en lugar de adquirir una actitud de sumisión y encogimiento ante la autoridad familiar, nunca tuvo el menor temor o inhibición ante su abuelo, rayando en ocasiones la insolencia[12].
Se comprende, con estos antecedentes, que afirmara con convicción que «la primera persona que me enseñó a obedecer, con obediencia interna y externa, fue nuestro fundador», san Josemaría. «Y supo hacerlo con tal dulzura y talante humano que ni me di cuenta entonces»[13].
Hubo una expresión que oímos muchas veces de los labios de san Josemaría. A pesar de la sencillez de su formulación, contiene una profunda sabiduría. Solía decir que la razón más sobrenatural para cumplir la voluntad de Dios es «porque me da la gana», forma gráfica y asequible a todos para expresar la plena libertad de la obediencia cristiana. «Soy muy amigo de la libertad —afirmaba— y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural»[14].
Pedro decía que el fundador poseía una excepcional capacidad pedagógica, que empleaba para formarles. Por aquel entonces captó tres principios fundamentales con los que alimentar esa “buena gana”. Primero: el Opus Dei no es simplemente una cosa buena, sino Obra de Dios. En segundo lugar: es Dios mismo quien escogió al fundador para realizar el Opus Dei en la tierra. Finalmente: yo había recibido la vocación al Opus Dei, ese era mi camino[15].
De la primera de esas ideas —el Opus Dei es un querer de Dios— se fue convenciendo a medida que el Padre fue leyéndole «sus escritos sobre el carácter sobrenatural de la Obra». Por otro lado, «el ejemplo de santidad del Padre» lo persuadió de la segunda afirmación: la índole sobrenatural de la misión de san Josemaría. Respecto a la llamada divina, decía Pedro: «Me aconsejó, desde el comienzo de mi vocación, que no debía dialogar con tres tipos de tentaciones: las que fueran contra la fe, contra la pureza y contra el camino»[16]. Estas tres convicciones se convirtieron en cimientos inamovibles de la vida de Pedro.
Le oí comentar algunas veces: «Me resulta sorprendente cómo [el Padre] transformó la autonomía a la que yo estaba acostumbrado y el prurito de propias iniciativas, en espíritu de servicio»[17]. Pedro tenía una aguda capacidad de observación, pero tal vez cierto aire de suficiencia. El Padre, en lugar de enfrentarlo directamente, sabía acoger lo que era aprovechable de sus propuestas, encargándole a él su puesta en marcha.
Si Pedro criticaba la insuficiente brillantez de los suelos o el modo, a su juicio, deficiente de distribuir la ropa de los residentes que llegaba de la lavandería, el fundador lo aceptaba y, de paso, le encargaba que lo resolviera. Pedro afirmaba: el Padre «veía con buenos ojos mis iniciativas e incluso las alentaba porque veía que, a través de ellas, iba poniendo el corazón en las cosas de Dios y de la Obra»[18]. De esta manera, san Josemaría iba enseñándole a combinar el cuidado de lo pequeño con la caridad.
Unas semanas después de pedir la admisión en la Obra, Pedro marchó a Albacete para pasar las vacaciones de Navidad con sus padres y su hermano. A su vuelta a Madrid, en los primeros días de enero de 1936, se trasladó a la residencia de Ferraz, más cerca de la Escuela de Arquitectura.
AMBIENTE DE CRISPACIÓN
La situación social en España era cada vez más tensa. Se estaba produciendo una progresiva radicalización de las posiciones en la política y en el debate público. El 7 de enero de 1936, el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, disolvió las Cortes y convocó elecciones generales para febrero. La propaganda fue exacerbando el odio y las divisiones, de manera que el ambiente se fue crispando más y más[19]. En algunos sectores fue creciendo el sentimiento anticlerical, porque la propaganda socialista y anarquista veía a la Iglesia como uno de los elementos que habían contribuido a la desigualdad social. En esta coyuntura, muchos sacerdotes dejaron de vestir el traje talar. El 31 de enero, san Josemaría tuvo que abandonar la vivienda que ocupaba como rector del Patronato de Santa Isabel, que estaba junto a la entrada de la iglesia, porque se había convertido en un lugar peligroso, y se trasladó a DYA[20].
El 16 de febrero de 1936 los ciudadanos acudieron a las urnas. Los partidos de izquierda se presentaron unidos en la coalición denominada Frente Popular, que englobaba a republicanos de izquierda, a socialistas, a comunistas y a anarquistas. El Frente Popular se hizo con la mayoría absoluta de los escaños. Los partidos de la derecha acusaron a los de izquierda de haber manipulado el resultado de las elecciones[21]. El enfrentamiento entre las diferentes facciones fue creciendo más y más.
En los meses siguientes, algunos militantes de grupos extremos cometieron asesinatos, en plena calle, de exponentes políticos y de estudiantes; la mayoría por arma de fuego[22]. Se sucedieron numerosas huelgas: solo entre mayo y julio hubo novecientas once[23]. Algunas facultades de la Universidad de Madrid permanecieron cerradas muchas semanas, a causa de los disturbios.
Aumentaron los gestos de intimidación a sacerdotes y religiosos, como los insultos y las amenazas de muerte. En ocasiones, grupos de revoltosos, pertrechados con bidones de gasolina, incendiaron iglesias y conventos, o irrumpieron