Pedro Casciaro. Rafael Fiol Mateos
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[34] Testimonio de Pedro Casciaro, 13 de junio de 1976, p. 4 (AGP, serie A.5, 203-3-3).
[35] Cfr. ibid., p. 5.
[36] Cfr. R. ALVIRA, Filosofía de la vida cotidiana, Rialp, Madrid 1999, p. 83.
[37] Testimonio de José María Casciaro, cit., p. 6.
[38] «Para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5,48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas» (J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones, n. 55).
[39] Boletín sencillo de varias hojas, impreso a velógrafo, promovido por san Josemaría, que se enviaba a los residentes y amigos de DYA, que se encontraban de vacaciones en diferentes lugares. Recogía noticias y anécdotas de unos y otros, en tono familiar. Era muy útil para mantener el contacto y sentir la cercanía y el cariño de todos.
[40] Testimonio de Pedro Casciaro, 13 de junio de 1976, p. 3 (AGP, serie A.5, 203-3-3).
[41] Ibid., pp. 3-4.
[42] Cfr. P. CASCIARO, Soñad y os quedaréis cortos, p. 43.
2.
CURSO ACADÉMICO 1935-1936
LAS CONVERSACIONES CON DON Josemaría habían ayudado a Pedro a madurar a pasos de gigante. Aquel joven sacerdote espoleaba su sentido de lealtad, con un gran respeto a su conciencia, y le descubría nuevos horizontes. Pedro nos cuenta su proceso interior:
Apenas tenía Mons. Escrivá de Balaguer treinta y tres años cuando le conocí y comencé a dirigirme espiritualmente con él. Mi carácter de joven independiente, encuadrado en el amplio margen de libertad que mi familia me había dado al educarme, no encontró en su dirección espiritual nada que me pareciera estrechez de miras, rigidez o cuadrícula mental predeterminada. Me fue dando doctrina y me fue ayudando eficazmente a llevar una vida de piedad, sin que me sintiera nunca cercenado o cohibido en mis aspiraciones humanas (...).
Fue despertando en mí la generosidad, orientándola en primer lugar hacia Dios. En mis conversaciones con él fui tomando conciencia de cuánto había yo recibido del Señor en mis primeros veinte años de vida. Realzó ante mis propios ojos la figura de mis padres —la fe de mi madre, la laboriosidad y honradez de mi padre— y me movió a apreciar y a agradecerles los sacrificios que estaban haciendo para que yo pudiera estudiar una carrera que, en aquellos tiempos, resultaba excepcionalmente costosa. «Todo eso —decía— es providencia de Dios, de un Dios Padre que nos ama más que todas las madres de la tierra». Mi correspondencia debía ser la gratitud, la generosidad y la alegría de corresponder. Me fue hablando de santidad en medio del mundo, sin hacer cosas raras, a través de mis estudios, y el día de mañana, de mi trabajo profesional bien hecho (...), aclarando siempre que la santidad no era exclusiva de unos pocos, ni tenía que reducirse a determinados estados de vida[1].
LA LLAMADA DE DIOS
Pasó el verano y Pedro regresó a Madrid, lleno de ilusión. Deseaba iniciar la carrera de Arquitectura, volver al grato ambiente de Ferraz, rebosante de autenticidad y de alegría, retomar los círculos y, sobre todo, la dirección espiritual con san Josemaría, con quien podría comentar sus inquietudes. Al volver a la capital, le sucedió algo inesperado que lo intranquilizó definitivamente. Fue visitar a Miguel Fisac, buen amigo, compañero de estudios en la Escuela de Arquitectura.
Lo encontré más nervioso e inquieto de lo que ya habitualmente era y, como nos teníamos mucha confianza, no dudé en indagar qué le pasaba. Se explayó conmigo y a lo largo de su conversación fui entendiendo que, en el corazón de la labor apostólica que había conocido y [en la que había] participado en la residencia de Ferraz, había un pequeño grupo de hombres, profesionales y estudiantes, que vivían tal entregamiento [a Dios] que incluía, entre otras cosas, la renuncia al matrimonio. Mi amigo estaba en plena crisis: no sabía si “aquello” era lo que el Señor le pedía.
Lo curioso fue que, mientras trataba de tranquilizarle, yo me iba progresivamente intranquilizando: aquel planteamiento fue totalmente nuevo para mí. Jamás había recibido del Padre la más mínima sugerencia en ese sentido, consejo o indicación, señalándome ese camino. Ciertamente había sembrado en mi alma la búsqueda de la santidad personal, el deseo de conocer la voluntad de Dios a través del trato con Jesucristo y la disposición de no ser cicatero con el Señor; pero nada más.
La vez siguiente que vi al Padre le expuse las inquietudes que habían nacido en mí, después de la conversación con aquel amigo. Me oyó con gran serenidad y se limitó a aconsejarme que procurara recuperar la vida de piedad, enfriada durante el verano, y que procurara también comenzar el curso escolar con mucho afán de estudiar; que dejara esas inquietudes en manos del Señor, que era Dios de paz[2].
El fundador del Opus Dei templaba sus miras y sus afanes, y elevaba su entusiasmo humano al plano sobrenatural. Seguir la vocación y entregarse a Dios implica un acto de fe, lanzarse, confiado en Dios, pero después de madurar la decisión, con plena libertad: «En la libertad y gloria de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Pedro nos cuenta lo que pasó después:
En aquellas semanas procuré portarme bien pero, quizá para huir de tales inquietudes, me divertí más de la cuenta. Por el mismo “escapismo”, tuve la iniciativa de organizar, con cuatro o cinco compañeros de la Escuela, tres días de excursión a Toledo, aprovechando la fiesta de todos los santos (...). Fui a despedirme del Padre, que me aconsejó que procurara aprovechar esos días para hacer el mayor bien que pudiera a aquellos amigos y que procurara no dejar la Santa Misa.
En Toledo y a la vuelta de Toledo siguió la inquietud espiritual, por lo que decidí no faltar al retiro mensual[3] que el Padre predicaba en la residencia al domingo siguiente. La predicación del Padre era muy directa, basada siempre en el Evangelio y muy familiar: muy lejos de todo lo que pudiera ser áulico o retórico: era un estilo completamente diferente de lo que yo había oído antes. Además, se veía que hablaba de lo que llevaba dentro del alma.
Ya en la primera meditación vi claro que no podía hacer lo del joven [rico] del Evangelio: apegarme a lo que tenía o podría tener y huir triste[4]. Después vino la Santa Misa, celebrada por el Padre con tanta devoción que fue como una sacudida interior: otra sacudida más.
Al acabar el día de retiro busqué afanosamente al Padre y le pedí que me dejara ser socio numerario[5] del Opus Dei. (...) Me aconsejó nuevamente calma; me dijo que era preferible que esperara. Yo llevaba varios días sin poderme concentrar para estudiar o atender a lo que se decía en las clases de la Escuela o de la Universidad. Así se lo dije y fue un verdadero forcejeo.
Al principio me puso un plazo que me pareció excesivamente