E-Pack Bianca y Deseo abril 2020. Varias Autoras

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sonrió y la llevó por una puerta que daba a una escalera exterior, de metal.

      El tiempo que habían estado en la pizzería se le había pasado volando a Aislin. Cuando terminaron de comer, se enfrascaron en una conversación que acompañaron con una cantidad increíble de tazas de café, lo cual explicaba su comentario. Dante le dijo que había crecido en Palermo, en la villa que su familia tenía en la playa, aunque prefería vivir en la ciudad, y hasta le habló de su negocio y su deseo de expandirse en los Estados Unidos.

      La narración de sus éxitos profesionales hizo que Aislin se sintiera incómoda con su propia vida, porque no se podía decir que hubiera conseguido mucho; pero no era esa su intención, así que se relajó y le habló a su vez de su infancia, sus amigos, su relación con Orla, su pasión por los musicales, su amor por la historia medieval y sus difuntos abuelos.

      Dante la escuchó con sumo interés, y Aislin se dijo que solo lo hacía porque necesitaba recordar los detalles para engañar a Riccardo. Sin embargo, eso no impidió que se sintiera profundamente halagada. ¿Qué mujer no habría perdido la cabeza al tener la atención de un hombre tan sexy como él?

      Y, cuando salió a la azotea y sintió el sol de última hora de la tarde calentando sus hombros, la perdió un poco más.

      La vista de los edificios de Palermo, que se extendían hasta el mar, era tan bella que cortaba el aliento. Tardó unos segundos en fijar su atención en la azotea, y se quedó asombrada con lo que vio: una piscina enorme con un jacuzzi adjunto; un bar más grande que un pub irlandés; la mayor parrilla que había visto en su vida; una zona de baile y montones de asientos de todo tipo, desde tumbonas hasta sillones, pasando por hamacas y sofás.

      Además, la ausencia de jardín ni siquiera se notaba, porque había tantas plantas que producían el mismo efecto.

      Al cabo de unos instantes, un empleado se les acercó con dos zumos de naranja y, a continuación, se sentó en un taburete tras la barra del bar, para estar disponible por si querían beber otra cosa.

      –Es como estar en otro mundo –dijo ella, clavando la vista en una hamaca–. ¿Puedo tumbarme en ella?

      –Por supuesto. ¿Sabes usarlas?

      –No.

      –Yo te enseñaré.

      La elegancia de los movimientos de Dante, que caminó hacia la hamaca y se tumbó en ella, le encogió el corazón a Aislin; pero no tuvo ocasión de preocuparse por esa sensación, porque él se levantó rápidamente y la instó a probar.

      Aislin puso el trasero en el centro de la hamaca, siguiendo las indicaciones de Dante. Luego, alzó las piernas y se giró con intención de tumbarse, pero debió de calcular mal, porque se habría caído por el otro lado si él no la hubiera sostenido a tiempo.

      –Requiere práctica –dijo Dante.

      Aislin tuvo la sensación de que todos sus sentidos se habían activado de repente. La consciencia de su calor corporal, de las fuertes manos que la agarraban por las caderas y del pecho que se apretaba contra el suyo le desbocó el corazón. Sabía que no era premeditado, que estaba pegado a ella sin más intención que ajustar bien la hamaca, pero la desconcentró totalmente cuando le dijo que se tumbara.

      –¿Qué has dicho?

      –Que te tumbes…

      Ella respiró hondo y obedeció, cruzando los dedos para que se apartara de inmediato; aunque, segundos después, cuando Dante la dejó, los habría cruzado para que la volviera a tocar.

      Desorientada y confusa con lo que sentía, se quedó perpleja al ver que estaba tumbada en la hamaca sin ningún tipo de apoyo exterior. Pero eso ya no le importaba. ¿Qué diablos le estaba pasando?

      Aislin no podía saber que Dante se encontraba en una situación parecida. El contacto de su cuerpo lo había excitado de tal manera que alcanzó su vaso de zumo y se lo bebió lentamente con la esperanza de recobrar el control de sus emociones.

      No era extraño que se sintiera atraído por ella. Cualquier heterosexual sano habría tenido esa reacción con una mujer tan hermosa. Pero tenía la enorme mala suerte de estar con la única que no debía tocar.

      Frustrado, se sentó junto a la mesa más cercana y dijo:

      –Háblame de tus días universitarios.

      En principio, era una buena táctica. Entablar una conversación y guardar las distancias entre ellos. Mirar, pero sin tocar. Escuchar y hablar.

      El truco le había funcionado en la pizzería, demostrando ser una forma eficaz de bloquear sus desconcertantes accesos de lujuria. Sin embargo, tenía consecuencias terribles: por su culpa, había descubierto que Aislin era tan interesante como divertida, hasta el punto de que se le había pasado el tiempo volando.

      –¿Qué quieres saber?

      –No sé. Cosas de tus amigos, de tus novios… ¿Tienes novio?

      –No estaría aquí si lo tuviera.

      –No, claro, supongo que no –dijo él, extrañado de que una mujer tan bella estuviera sola.

      –De hecho, solo he tenido uno –continuó Aislin.

      Él la miró con incredulidad.

      –¿Solo uno?

      –Sí, Patrick. Nos conocimos en el segundo año de carrera.

      –¿Ibais en serio?

      –Yo creía que sí –respondió ella con tristeza–, pero me engañó.

      Dante no supo qué decir ante semejante confesión, así que guardó silencio.

      –Me prometió la luna y las estrellas. Yo tenía mis dudas con él, pero me convenció de que era la mujer que estaba esperando y de que me quería con toda su alma. Llevábamos seis meses juntos cuando Orla sufrió el accidente, y me concentré tanto en ella que, dos semanas después, una enfermera me tuvo que decir que empezaba a oler mal y que sería mejor que fuera a casa a cambiarme de ropa.

      –¿Te quedaste dos semanas enteras en el hospital? ¿Sin salir en ningún momento? –preguntó él, sorprendido.

      –Orla estaba en coma en una habitación, y Finn se aferraba a la vida en la Unidad de Cuidados Intensivos. No me podía ir. Tenía que dividir mi tiempo entre los dos sitios. Les pedí que les pusieran en el mismo para facilitar las cosas, pero no podían –le explicó ella–. En cualquier caso, seguí el consejo de la enfermera y me fui a buscar ropa. Cuando llegué a casa, Patrick estaba en la cama con Angela, mi compañera de piso.

      –Dios mío…

      –Él sabía lo que yo estaba pasando. Sabía que necesitaba su apoyo porque ni siquiera podía contar con el de mi madre, que vive en Asia desde hace cinco años y se limitó a enviar unos cuantos mensajes. Necesitaba que me tomara de la mano. Incluso le rogué que viniera al hospital, pero siempre me ponía alguna excusa.

      –¿Y no sospechaste que algo iba mal?

      –Claro que sí, pero no estaba en condiciones de afrontar otro problema, así que lo

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