E-Pack Bianca y Deseo abril 2020. Varias Autoras

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No sé qué quieres decir.

      –Bueno, te ha besado en las dos mejillas. Y tú has hecho lo mismo.

      Él se encogió de hombros.

      –Es algo típicamente siciliano. A los mediterráneos nos gusta el contacto.

      –Pues yo no conozco a ningún irlandés que no se liara a puñetazos si otro hombre le diera un beso.

      Dante rompió a reír.

      –Me encanta tu sentido del humor –dijo.

      –Qué quieres que le haga… Soy irlandesa. Será cosa de la tierra.

      Aislin pidió una cerveza al camarero y, al darse cuenta de que Dante parecía sorprendido, se sintió en la necesidad de tranquilizarlo.

      –No te preocupes. Cuando estemos en la boda, pediré vino. No te dejaré en mal lugar.

      –De ninguna manera. Quiero que seas tú misma durante todo el fin de semana. Si quieres tomar vino, tómalo; pero, si prefieres cerveza, toma cerveza.

      –Oh, vamos, no puedo hacer eso si todos los demás toman champán o cosas así –alegó ella–. Además, lo que dices no es cierto. ¿Cómo puedo ser yo misma si quieres que lleve ropa de una boutique?

      –Ropa que elegirás tú y nadie más que tú –puntualizó él–. Lo digo en serio. Quiero que estés relajada y que seas como eres.

      Aislin alzó su cerveza a modo de brindis.

      –Me alegra saberlo, porque el vino no me sienta muy bien.

      –¿Por eso bebes cerveza?

      –No, bebo cerveza porque es lo que me puedo permitir. Soy una estudiante en la ruina, ¿recuerdas? Es eso o pedir algún alcohol barato que probablemente lleve limpiacristales.

      Dante, que no sabía por qué le resultaba tan divertida su cháchara, clavó la vista en sus maravillosos labios y se alegró de que la pizza llegara en ese momento, porque no estaba seguro de poder controlarse.

      Aliviado, alcanzó una porción y se la llevó a la boca. Era consciente de que el colesterol había empeorado los problemas cardíacos de su padre y lo había llevado a la muerte, pero se le había hecho la boca agua al ver que Aislin pedía una pizza de embutidos sicilianos, que devoró como una estudiante hambrienta; es decir, lo que era.

      –Espero que no te sientas insultada, pero ¿no eres un poco mayor para seguir en la universidad? –preguntó.

      –Ten en cuenta que tuve que dejar la carrera cuando mi hermana sufrió el accidente –explicó ella.

      –¿Y no echas de menos las clases? Estando aquí, te estarás perdiendo algunas.

      Aislin sacudió la cabeza.

      –No me pierdo nada. Como tenía que estar en casa para cuidar de Finn, me matriculé en la universidad a distancia.

      –¿Y qué estudias?

      –Historia, aunque me especializaré en historia medieval europea.

      –¿Con intención de hacer qué?

      –Ni idea. Quería ser profesora, pero ya no estoy segura de que pueda soportar la politiquería de los claustros y las tonterías de los adolescentes. No soy tan tolerante como antes.

      –¿Y cuál es la razón de eso?

      –Tuve que soportar de todo con el pobre Finn. Orla estuvo mucho tiempo en coma y, como además se había dañado la espalda y tenía un brazo roto, me vi en la obligación de ser la tutora de mi sobrino, lo cual fue bastante difícil.

      –¿Por qué? –preguntó Dante con interés–. ¿Porque tuviste que renunciar a tu vida?

      –No, por la actitud de las autoridades médicas. No creían que una chica de veintiún años estuviera preparada para asumir la custodia temporal de un bebé con problemas ni para controlar las finanzas de Orla. Querían llevar el asunto a los tribunales. ¡Ni siquiera me dejaban ponerle un nombre!

      Aislin, que se había indignado mientras hablaba, respiró hondo y añadió:

      –Cuando Orla volvió en sí, me dio permiso para encargarme de todo, pero los problemas continuaron. Todo es tan burocrático que te entran ganas de llorar.

      Dante intentó comerse otra porción de pizza, y descubrió que ya no tenía hambre. Por algún motivo, se sentía culpable de las dificultades de Aislin.

      –¿Y dónde estaba el padre de Finn, si se puede saber?

      –Ah, esa es la cuestión –dijo ella, echándose hacia delante–. No sé dónde está. Orla se negó a decirme quién era el padre al principio y, como tuvo problemas de memoria por culpa del accidente, ahora afirma que no se acuerda.

      Dante arqueó una ceja.

      –¿Y la crees?

      –Por supuesto que no. Quizá tenga lagunas de verdad, pero estoy segura de que me miente –contestó ella–. Y, como se te ocurra contarle que yo he dicho eso, te estamparé una pizza entera en la cara.

      Él sonrió, divertido.

      –¿Me estás amenazando?

      Segundos después, Dante estuvo tentado de preguntarle dónde había estado su madre durante todo el proceso, pero no se lo preguntó. A decir verdad, no quería saber nada sobre la antigua amante de Salvatore; sobre todo, porque le incomodaba pensar que su padre había sentido lo mismo por ella que él por Aislin.

      Pero… ¿qué tenía aquella mujer para que le gustara tanto? ¿Por qué volvía a clavar los ojos una y otra vez en sus labios, como, si en lugar de estar comiendo, lo estuviera provocando? Era de lo más irritante. Todo lo que hacía le parecía extrañamente erótico, y cuanto más tiempo pasaba con ella, más la deseaba.

      De repente, la perspectiva de estar juntos bajo el mismo techo le pareció inadmisible. Sus empleados vivían en otros pisos del edificio, así que no podían ejercer de carabinas que impidieran que las cosas fueran a más. No tenía más remedio que cambiar sus condiciones laborales para que estuvieran presentes.

      Definitivamente, era lo único que podía hacer. Necesitaba conocerla mejor para engañar a Riccardo d’Amore, pero en un ámbito seguro, donde no corriera riesgos.

      Tras pensarlo un momento, se dijo que no podía ser tan difícil. A fin de cuentas, solo tenía que asegurarse de no quedarse a solas con ella hasta que sus caminos se separaran y regresara a su país.

      CUANDO Aislin y Dante volvieron a la casa, ella se quedó sorprendida con la abundancia de empleados sin uniforme que se afanaban en limpiar lo que ya estaba inmaculadamente limpio.

      –Tomemos algo en la azotea mientras nos preparan la cena –dijo él, cruzando uno de los salones.

      Aislin asintió.

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