Los sellos secretos. Rafael Vidal

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Los sellos secretos - Rafael Vidal Colección Nueva Era

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se movería por estos peligrosos riscos en esta oscuridad. Solo un loco estaría sumergido en un océano de oscuridad y no se daría cuenta. Yo por mi parte, en mi locura sabía que estaba bien cuerdo. Yo sí veía la oscuridad y no pensaba moverme de aquí. Ella y yo estábamos unidos eternamente.

      —No me has respondido —insistió el anciano—. Dime de qué oscuridad hablas.

      No hubo respuesta de mi parte.

      —¿A dónde vas? —insistió el pastor—. Permíteme guiarte.

      Seguí sin responderle.

      —Ponte de pie —comandó el anciano.

      Me mantuve inmóvil, como desde hacía milenios.

      —¡Ponte de pie y echa a andar, o es que en verdad crees que eres ese pedazo de latón que recubre tu ser! —dijo el anciano con tono severo.

      —Déjame solo, viejo loco. Vete de aquí y déjame solo.

      —No, no me voy a ir hasta que no me respondas. ¿Quién es el loco aquí? Temiendo mirar de frente a la vida. Viviendo muerto.

      —¿Vida? —¡Ja!, ahora me tocaba el turno de reír a mí—. Aquí no hay vida viejo loco. Esta es la muerte, y tú y yo estamos muertos, y lo mejor que puedes hacer es darte cuenta y aceptarlo. La vida no existe.

      El viejo clavó sus ojos en mí y con una voz que parecía emanar de las rocas dijo solemnemente:

      —La vida sí existe hijo mío. La Montaña es la Vida.

      De repente sus ojos se encendieron como dos estrellas y su mirada penetró dentro de mí, y me di cuenta con sorpresa que estaba mirando los mismísimos ojos con los que me había mirado una niña, en una aldea, en una época remota y perdida en la eternidad.

      Esa mirada familiar me hizo recordar dónde estaba y qué hacía aquí, y el viejo, sabiendo que yo estaba despertando de mi largo sueño, me preguntó qué hacía en la montaña. Yo le conté del viaje a través del bosque, de la aldea y sus habitantes, y del llamado de la montaña. Le conté de mi deseo de conquistar la cumbre de la montaña, y también de cómo, con el paso de las horas, y quizás los días, mi entusiasmo desapareció y me encontré perdido en mis temores y mi frustración, y de los siglos de agonía y desesperación, y de los demonios, y de la eterna oscuridad, y de la muerte, hasta que había visto el fuego de la vida en sus ojos.

      —¿Y por qué quieres alcanzar la cumbre de la montaña? ¿Qué buscas allí? —me preguntó el viejo con un amor como el que nunca antes había sentido.

      —No lo sé —respondí—. Solo estoy respondiendo al llamado incesante que me hace la montaña desde su cumbre. No lo puedo evitar. Ella me llama y yo tengo que ir.

      —Sí caballero, ese llamado es real. Pero tienes que ver que no viene de la montaña, sino de ti mismo.

      —Es verdad. No oigo el llamado, sino que me retumba en la cabeza. Pero de alguna manera, siento que proviene de la cumbre de la montaña y no de mí.

      —Claro. ¿Pero es que acaso no ves que la montaña y tú son uno y el mismo?

      ¿Qué le pasa a este viejo?, pensé muy dentro de mí. ¿Este viejo será un filósofo de la montaña, será un loco, una de las almas atrapadas en ella para la eternidad, o será otro de los demonios que me vienen a engañar y a desviar? ¿Pero desviarme de qué camino, si ya yo lo había abandonado todo? ¿Y qué hay de su mirada, de esos ojos familiares como los de la niña de la aldea, y del amor con que me habla?

      —Si fuéramos uno, no me habría costado tanto avanzar en pro de la cumbre. Si fuéramos uno, no se me habría hecho de noche eternamente. ¿Cómo puedo yo ser uno con algo que está en contra mía, con algo lleno de peligros y de demonios, de los cuales quizás tú mismo eres uno? —contesté como un niño malcriado y asustado.

      —¿Yo, un demonio? No, mi pequeño, yo los conozco muy bien, pero yo no soy uno de ellos. En esta montaña, que eres tú mismo, no puede haber nada que no hayas tú mismo traído. Los demonios de esta montaña son tus propios demonios. La noche de esta montaña es tu propia noche. Te vuelvo a preguntar entonces ¿por qué quieres coronar la cumbre de esta montaña que eres tú mismo?

      —Ya te dije que no lo sé. Solo escucho ese hipnótico llamado y tengo que responder a él.

      —Entonces yo te pregunto ¿cómo puedes llegar a la cumbre si no sabes para qué la quieres conquistar? ¿No te das cuenta de que es tu propio corazón el que te está traicionando? ¿No te das cuenta de que si no sabes qué quieres obtener de algo, no puedes lograr ese algo en su esencia verdadera? Y en la montaña no te puedes engañar con apariencias. En la montaña la cumbre está tan solo a un pensamiento de distancia. Pero solo si sabes qué es lo que quieres y por qué lo quieres.

      —De qué me valdría saber qué es lo que quiero. De cualquier manera, en esta oscuridad no puedo seguir caminando, y en esta noche eterna nunca termina de amanecer. Estoy atrapado.

      —Sí, es verdad, estás atrapado en la montaña. Pero recuerda que la montaña eres tú mismo, así que estás atrapado en ti mismo. Yo te vuelvo a preguntar aquello que te pregunté hace rato. ¿A qué oscuridad te refieres? No te das cuenta de que en esta montaña su oscuridad es tu oscuridad. Y su noche es tu noche. Y su muerte es tu muerte. ¿No te das cuenta acaso que cuando permitiste que tus dudas, tus temores, tu frustración y tu cansancio, cayeran sobre ti, le robaste a la montaña su día y su sol, y su vida misma, y permitiste que la noche y la oscuridad cayeran sobre ella? ¿Cómo pretendes acaso ahora que amanezca si en tu corazón lo único que hay es miedo? Deja de pedir sol y día para vivir la vida. Destierra de tu corazón tus miedos. Quítate de encima esa armadura que cargas pesadamente. Deja de esperar que alguien venga a rescatarte. Rescátate tú mismo. Deja de esperar ayuda exterior, la verdadera ayuda proviene de dentro de ti. ¡Así que arráncate las máscaras y comienza a caminar!

      —Pero, cómo voy a caminar. Qué camino voy a seguir. No veo nada. Cómo me voy a despojar de mi armadura. Ella es mi protección. Ella es parte de mí.

      —Sí, y mientras no tomes acción vas a seguir viviendo en la eterna oscuridad. Decide qué es lo que quieres, decide por qué es que lo quieres y toma acción. Una vez que enfrentes de esta manera la posibilidad de vivir, la montaña misma te irá llevando hacia y hasta su propia cumbre.

      Dicho esto, el anciano, que se había sentado en una roca a mi lado, mientras yo me recostaba acurrucado contra otra, se puso de pie, y sin decir una palabra más me miró por última vez con esos ojos familiares y llenos de fuego, y se perdió en la asfixiante oscuridad. El temor me invadió aún más profundamente. La posibilidad de conquistar la cumbre era una carga mucho más pesada que el haberme quedado en el letargo eterno en el que me encontraba antes de que llegara el viejo. Para lograrlo tenía que reemprender la marcha y tenía miedo. ¿Qué pasaría si en la oscuridad de la noche me perdía? ¿Qué pasaría si en la oscuridad de la noche enfrentaba una muerte peor aún que la muerte de la oscuridad eterna? ¿Por qué me metí en esto? ¿Qué pensarían los aldeanos de mí? Quizás se burlaban de mí y de todos los que como yo habíamos creído en un sueño imposible.

      Empecé a escuchar aullidos. Lobos, pensé. Si me movía estaría en peligro. Pero si me quedaba allí me encontrarían y sería presa fácil. De pronto me di cuenta de que no eran aullidos de lobos sino los gemidos fantasmales de los hombres y mujeres que, como yo, habían querido conquistar la cumbre y se habían quedado a medio camino en la noche de los tiempos.

      El

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