Los sellos secretos. Rafael Vidal

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Los sellos secretos - Rafael Vidal Colección Nueva Era

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y enloquecido golpeé la cabeza contra una roca, solo para descubrir con desmayo que el casco se me caía y rodaba por un precipicio hacia el fondo sin fin de la noche. Pensé que era la muerte dentro de la muerte. Y cuando estaba al borde de perder el control para siempre, sentí el frío de la noche en mi cara y vi con incredulidad un tenue resplandor que parecía iluminar la cumbre de la montaña.

      ¿Sería posible? ¿Iría a amanecer después de todo? Agudicé mi vista para discernir la cumbre, pero el resplandor había desaparecido. ¿Me lo había imaginado acaso? ¿Sería solo mi deseo que me había llevado a ver una luz que ya no existía?

      De pronto pensé en el viejo. ¿Qué me había querido decir con sus palabras? ¿Sería posible que el camino siguiera allí tan solo esperando a que yo lo retomara? ¿Sería posible que en la montaña la luz no aparece a menos que uno emprenda el camino con entusiasmo? ¿Pero con qué entusiasmo puedo yo emprender un camino que ni siquiera sé la razón por la qué lo estoy recorriendo?

      “La verdadera ayuda proviene de dentro de ti”, había dicho el viejo. Entonces, te pido ayuda, pensé dirigiéndome a mí mismo. Confío en ti, me dije. Muéstrame el camino, me pedí.

      Como una revelación se desplegaron ante mis ojos las escenas del fantástico viaje que realizaba. Volví a ver imágenes del bosque de gigantescos pinos y árboles, y alfombrado de hojas secas, que atravesé antes de llegar a la aldea. En ese momento recordé que me había adentrado en el bosque buscando al árbol de la sabiduría porque quería ser un caballero, un guerrero pleno de éxitos, de fama, de fortuna, y la leyenda decía que el árbol de la sabiduría cumplía los deseos de quienes lo encontraban. Y recordé cuando lo encontré y me postré ante él. La figura de un joven muchacho soñando sueños de grandeza, ante un árbol frondoso de Amor y Sabiduría.

      El árbol miraba al muchacho, me miraba a mí, con dulzura, y sonriendo me dio una armadura, y me dijo:

      —Ahora ya eres un gran guerrero por fuera. Pero para que seas un verdadero guerrero por dentro debes conquistar la cumbre de la montaña. Allí te serán revelados los misterios de la vida y de la muerte, y solo conociéndolos podrás lograr aquello que en verdad tu corazón anhela.

      ¡Ah! Esa es la razón, pensé. Y el saber por qué quería conquistar la cumbre de la montaña me llenó una vez más de la fuerza que había perdido hace milenios en otra era. Decidí que si lo que estaba buscando era el conocimiento para ser un verdadero guerrero por dentro, y obtener fama, riquezas, amor, no necesitaría más de la armadura por lo que me despojé de ella, quedando vestido por mis simples ropajes de campesino.

      De pronto sentí algo que no había sentido en mucho tiempo. El viento y el frío de la noche sobre mi cuerpo. Me sorprendía la agradable sensación. Me sentía como un bebé descubriendo un mundo totalmente nuevo. Decidí que empezaría a caminar hacia donde había visto el resplandor en la cumbre de la montaña, sin importar la oscuridad que me circundaba.

      A pesar de mis temores, y con mi objetivo en mente y mis razones en el corazón recomencé el camino. Cual no fue mi sorpresa cuando descubrí que la luna llena me acompañaba una vez más, y que, aunque no disipaba la noche, me permitía ver el camino y la silueta de la cumbre que ahora estaba seguro de poder conquistar.

      Y caminé contento, con alegría, con entusiasmo. Que cosa tan extraña, pensé. ¿Dónde habían quedado todos los temores de hace un rato? Ahora todo lo que me embargaba era el deseo de llegar a lo más alto, y de hacer realidad mis sueños. En mi mente todo lo que había eran imágenes de mí mismo, pero no ya perdido en la noche de la eterna oscuridad, sino como un gran guerrero, como un caballero que vuelve a la corte del rey cargado de triunfos y gloria después de su larga cruzada. Fama, fortuna, admiración eran los premios por su largo periplo.

      Tan sumido estaba en mis pensamientos y mis imágenes que no me di cuenta de que un nuevo día acababa de amanecer. Fue el resplandor del sol, alto ya en el cielo, el que me sacó de mis pensamientos y me trajo de nuevo a la realidad. ¿La realidad? pensé, ¿qué es la realidad? ¿Qué es lo real y qué lo irreal?

      Me di cuenta que no podía ver la cumbre de la montaña. De alguna forma esta había quedado oculta detrás de algunas colinas. Por un momento, temí volver a caer en la noche de la eterna oscuridad, pero recordé las palabras del viejo pastor, “En esta montaña, que eres tú mismo, la cumbre está a solo un pensamiento de distancia”.

      Entonces ¿qué me estaba impidiendo llegar a la cumbre? Me quedé absorto por un instante ante esta disyuntiva, y de repente, como en un relámpago de ilusión lo comprendí todo. Tenía que ser, era mi forma de pensar, mis creencias de mí mismo y de mi mundo, mis propias limitaciones. Con un grito de euforia me dije a mí mismo, si esta montaña soy yo, entonces yo elijo estar en la cumbre.

      Me sentí estallar de alegría y con regocijo miré a mi alrededor solo para descubrir que no había ningún punto más allá de donde yo me encontraba. Había encontrado en camino verdadero, había logrado dar el paso definitivo. Estaba en el punto más alto, en la cima misma... en la anhelada cumbre de la montaña.

      El Templo y el Alto Sacerdote

      Desde la cumbre todo parecía microscópico. Recordé, cuando antes de comenzar el ascenso, me había sentido pequeñito frente a la inmensidad de la montaña. Ahora, sobre la cumbre de la misma, yo seguía sintiéndome como un microbio ante el vasto paisaje que se desplegaba delante de mis ojos, pero ahora yo estaba arriba, en la cima. Ahora yo era la montaña.

      Me tomé mi tiempo recreándome la vista alrededor de la montaña y de su cumbre, y pronto mis ojos fueron a dar con una estructura que no había visto hasta entonces. Se trataba de algo así como un templo. Me extrañó no haberlo notado antes, pues sus dimensiones eran fastuosas. Maravillado ante la exquisitez de su arquitectura me fui acercando hasta que me encontré ante el portal de entrada.

      Si en algún lugar de esta cumbre se encierra el conocimiento que busco, ese lugar debe ser este templo, pensé. Sin titubeo alguno tomé la pesada aldaba con mi mano derecha y con fuerza la dejé caer sobre la gruesa puerta.

      El seco golpe pareció retumbar a lo largo y ancho del templo, pero nadie respondió. Esperé un rato y empujé la puerta, pero esta estaba cerrada, y no cedió ante mi presión. Volví a levantar la aldaba que colgaba de la puerta, y con un movimiento semicircular la hice estrellarse ruidosamente una segunda vez. Una vez más pareció temblar el templo hasta sus cimientos. Pero por segunda vez la única respuesta que obtuve fue el silencio.

      Un poco desconcertado y a punto de abandonar me decidí a hacer un tercer y último intento. Una vez más el eco del choque entre el metal de la aldaba y la madera de la puerta correteó por todas las paredes del templo, y quién sabe si también por toda la cumbre de la montaña. Solo que esta vez sí hubo una respuesta.

      —¿Quién osa llamar al portal de este sagrado templo? —preguntó una grave voz desde adentro.

      —Un buscador del conocimiento —respondí un poco impresionado tanto de la voz interior como de mi propia respuesta.

      —Y ¿qué te hace pensar que serás admitido a nuestro interior? —volvió a preguntar la voz interior del templo, lenta y gutural como si emanara de una tumba.

      —He venido desde muy lejos y he viajado durante mucho tiempo para llegar hasta aquí, y es mi deseo conocer los misterios de la vida y la muerte —respondí con una seguridad que poco antes ni siquiera conocía.

      —En la montaña el tiempo y la distancia no existen. Que tú creas venir de lejos, o que tú creas haber viajado durante mucho tiempo no te hace merecedor de entrar al templo. ¡Vete y no vuelvas nunca más! —me dijo la

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