El profeta y El jardín del profeta. Khalil Gibran

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El profeta y El jardín del profeta - Khalil Gibran Colección Nueva Era

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      Y tú, grandioso mar, madre durmiente.

      Tú que solo eres paz y libertad para el río y el arroyo. Déjame dar un paseo más en esta corriente, susurrar una vez más en esta cañada.

      Y luego, como gota sin límites hacia el océano sin límites, yo iré hacia ti».

      Y, mientras caminaba él vio, en la lejanía, cómo hombres y mujeres dejaban sus campos y sus viñedos y se dirigían con prisa hacia las puertas de la ciudad.

      Y escuchó sus voces diciendo su nombre y gritando de un lugar a otro, contándose unos a los otros la llegada de su barco.

      Y dijo para sí mismo:

      «¿Será que el día de la partida es el día del encuentro?

      ¿Y el crepúsculo será, realmente, mi amanecer?

      ¿Y, qué podré darle a quien dejó su arado en la mitad del surco, o a quien detuvo la rueda de su lagar?

      ¿Será que mi corazón se convertirá en un árbol cargado de frutos que yo puedo recoger para entregárselos?

      ¿Y será que mis deseos brotarán como una fuente para colmar sus copas?

      ¿Seré igual que un arpa bajo los dedos del Poderoso o igual que una flauta a través de la cual pasará su aliento?

      Soy un buscador de silencios y ¿qué tesoros he hallado en esos silencios para entregar con confianza?

      Si este es mi día de cosecha, ¿en qué campos habré sembrado la semilla y en cuál olvidada estación?

      Si en realidad, esta es la hora en que alzaré mi lámpara, no es mi llama la que brillará en ella.

      Yo alzaré mi lámpara vacía y oscura.

      Y será el guardián de la noche quien la colmará de aceite y también la encenderá».

      Él decía estas cosas con palabras. Pero había mucho sin decir dentro de su corazón, porque él mismo no podía hablar de su más profundo secreto.

      Y cuando entró en la ciudad, toda la gente vino a encontrarlo, llamándolo a una sola voz.

      Y los más ancianos de la ciudad se adelantaron y le dijeron:

      «No te alejes de nosotros. Has sido un brillante mediodía en nuestro ocaso y tu juventud nos dio sueños para soñar.

      No eres un extraño entre nosotros, tampoco un huésped, sino nuestro bienamado hijo.

      Que aún no sufran nuestros ojos el hambre de tu rostro».

      Y los sacerdotes y las sacerdotisas le dijeron:

      «No permitas que las olas del mar nos separen ahora, ni que el tiempo que has pasado con nosotros se transforme en un recuerdo. Has caminado entre nosotros como un espíritu y tu sombra ha bañado nuestros rostros como una luz.

      Te hemos amado mucho. Pero nuestro amor fue escaso de palabras y fue cubierto con velos.

      Pero ahora clama por ti en alta voz y frente a ti se descubre.

      Y siempre ha sido cierto que el amor no conoce su profundidad hasta el momento de la separación».

      Y también otros vinieron a suplicarle. Pero él no les contestó. Bajó su cabeza y quienes estaban a su lado vieron cómo las lágrimas mojaban su pecho.

      Entonces, él y la gente caminaron hacia la gran plaza frente al templo.

      Y una mujer llamada Almitra salió del santuario. Ella era una profetisa.

      Y él la miró con infinita ternura, porque ella fue la primera que lo buscó y creyó en él cuando había estado solo un día en la ciudad.

      Y ella lo saludó, diciendo:

      «Profeta de Dios, en búsqueda de lo supremo, por largo tiempo has buscado tu barco en la distancia.

      Ahora tu barco ha llegado y tú debes partir.

      Profunda es tu nostalgia por la tierra de tus memorias y por el lugar de tus más profundos deseos. Y no serás atado por nuestro amor, ni tu paso será frenado por nuestras necesidades. Pero sí te pedimos que antes de irte, nos hables y nos concedas tu verdad.

      Y nosotros se la entregaremos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos y así no morirá.

      En tu soledad has velado nuestros días y en tu vigilia has escuchado el llanto y la risa de nuestro sueño.

      Ahora, descúbrenos ante nosotros mismos y, tal como te fue mostrado, dinos todo aquello que existe entre el nacimiento y la muerte».

      Y él respondió:

      «Pueblo de Orfalese ¿de qué podría hablarles yo sino de aquello que ahora se agita dentro de sus almas?».

      El amor

      Entonces, Almitra le dijo:

      «Háblanos del amor».

      Y él alzó su rostro, miró a la gente y la calma descendió sobre ellos. Entonces, con fuerte voz les dijo:

      «Cuando el amor los llame, síganlo,

      aunque el camino sea arduo y difícil.

      Y cuando sus alas los cubran, ríndanse,

      aunque la espada escondida entre ellas los hiera.

      Cuando les hable, crean en él,

      aunque su voz despedace sus sueños, igual que el viento del norte destroza los jardines.

      Porque, así como el amor los corona, así los crucifica. Así como los hace crecer, así los poda.

      Así como sube a lo más alto y acaricia sus ramas más tiernas que tiemblan bajo el sol, así descenderá hasta sus raíces y las hará vibrar en su unión con la tierra.

      Como manojos de maíz, él los une a ustedes mismos.

      Los desgarra hasta dejarlos desnudos.

      Los tamiza hasta librarlos de sus conchas.

      Los pulveriza hasta hacerlos blancos.

      Los amasa, hasta que sean flexibles.

      Y luego, los envuelve en su fuego sagrado, para que puedan convertirse en el pan sagrado para la fiesta sagrada de Dios.

      El amor hará todo esto en ustedes para que puedan alcanzar los secretos de su propio corazón y, por ese conocimiento, puedan transformarse en un fragmento del corazón de la vida.

      Pero, si llenos de miedo solo buscan la paz y el placer del amor, entonces, es mejor que vistan su desnudez y se alejen de sus umbrales.

      Hacia un mundo donde no existen primaveras y donde reirán, pero no con toda

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