Por y Para Siempre. Софи Лав

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Por y Para Siempre - Софи Лав

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le dio un codazo juguetón.

      ―Debería darte las gracias.

      ―¿Por qué? ―preguntó Emily.

      ―Por el motor.

      Había sido ella quien le había comprado el motor nuevo a modo de gracias por toda la ayuda que Daniel le había ofrecido en la preparación del hostal, además de ser un intento para animarlo a restaurar el barco.

      ―No es nada ―contestó, preguntándose si aquel regalo acabaría mordiéndole el trasero. Preguntándose si el hecho de restaurar el barco despertaría el anhelo de Daniel de ponerse en marcha.

      ―Así que ―continuó Daniel, señalando el barco―, he pensado que, a modo de gracias, deberías acompañarme en el viaje inaugural.

      ―¡Oh! ―dijo Emily, sorprendida por la propuesta―. ¿Quieres ir a dar una vuelta en barco? ¿Ahora? ―No pretendía sonar tan estupefacta.

      ―A menos que no quieras ―repuso Daniel, frotándose el cuello con aire incómodo―. Simplemente he pensado que podríamos tener una cita.

      ―Sí, desde luego ―dijo Emily.

      Daniel subió a bordo de un salto y le tendió la mano. Emily la aceptó y dejó que la guiase. El barco se meció debajo de ella, haciendo que trastabillara.

      Daniel encendió el motor y guió el barco fuera del puerto deportivo, saliendo al océano lleno de reflejos. Emily respiró profundamente el aire marino, mirando cómo Daniel marcaba el rumbo por el agua. Parecía tan en casa timoneando el barco, del mismo modo en que su moto parecía convertirse en una extensión de su propio cuerpo. Era la clase de hombre que disfrutaba del movimiento continuo, y al mirarlo ahora Emily podía ver lo viveza y felicidad que se adueñaban de él cuando iba en busca de la aventura.

      Aquel pensamiento aumentó su melancolía. El deseo de Daniel de explorar el mundo era algo más que un sueño; era una necesidad. Era imposible que pudiera quedarse en Sunset Harbor durante mucho más tiempo. Y Emily tampoco había decidido cuánto iba a quedarse ella. Quizás su relación estuviese condenada. Quizás sólo sería algo fugaz, un momento perfecto congelado en el tiempo. La idea le revolvió el estómago de pura desesperación.

      ―¿Qué ocurre? ―preguntó Daniel―. No te estarás mareando, ¿verdad?

      ―Puede que un poco ―mintió Emily.

      Alzó la vista y vio que se estaban dirigiendo hacia una pequeña isla en la que había poco más que un par de árboles y un faro abandonado. Se irguió, sorprendida.

      ―¡Oh, Dios! ―exclamó.

      ―¿Qué pasa? ―preguntó Daniel. Se podía oír el pánico en su voz.

      ―¡Mi padre tenía un cuadro de esa isla en nuestra casa de Nueva York!

      ―¿Estás segura?

      ―¡Al cien por cien! ¡No me lo puedo creer! Nunca me había dado cuenta de que fuera un cuadro de un lugar real.

      Daniel abrió mucho los ojos. Parecía tan sorprendido por la coincidencia como Emily.

      Sus preocupaciones se desvanecieron ante aquella inesperada sorpresa y Emily se apresuró en quitarse las deportivas y los calcetines. Saltó del barco casi antes de que éste llegase a tierra y las olas le lamieron las espinillas con un agua fría que a duras penas sintió. Salió corriendo del agua hasta llegar a la arena húmeda de la playa y un poco más allá antes de detenerse y levantar las manos, formando un rectángulo con los dedos y los pulgares y cerrando un ojo. Cambió un poco de posición para que el faro quedara a la derecha con el sol junto a él y el vasto océano extendiéndose al otro lado. ¡Y sí! ¡Era exactamente el mismo ángulo del cuadro que había colgado en su hogar!

      No le sorprendía que su padre hubiese tenido un cuadro como aquel, a fin de cuenta las antigüedades lo habían obsesionado, obras de arte incluidas; lo que la sorprendía era que aquel cuadro hubiese conseguido llegar hasta la casa familiar. A su madre siempre se le había dado muy bien mantener sus vidas de Sunset Harbor y de Nueva York estrictamente separadas, como si tan solo pudiera soportar los absurdos pasatiempos de su marido durante dos semanas al año, y aquello bajo la estricta condición de que fuese fuera de su vista y de que no invadiese bajo ningún concepto su casa limpia y ordenada. Así que, ¿cómo demonios había conseguido su padre que accediese a colgar un cuadro del faro en la casa? ¿Quizás porque estaba camuflado como un lugar imaginario y su madre nunca se había percatado de que en realidad era una imagen de Sunset Harbor? Emily sonrió para sí, preguntándose si su padre había sido realmente tan astuto.

      ―Ey ―dijo Daniel, devolviéndola al presente. Emily se giró y lo vio cargando con una cesta y cruzando la arena húmeda en su dirección―. ¡Has salido corriendo!

      ―Perdona ―contesto ella, apresurándose a echarle una mano―. ¿Qué hay dentro? Pesa una tonelada.

      Cargaron juntos de la cesta hasta la playa y Daniel abrió los cierres que mantenían la tapa en su sitio, extrayendo una manta a cuadros y extendiéndola sobre la arena.

      ―Mi señora ―dijo.

      Emily se rió y se sentó en la manta. Daniel empezó entonces a sacar distintos platos de la cesta, incluyendo queso y fruta, y al final de todo una botella de champán de y dos copas.

      ―¡Champán! ―exclamó Emily―. ¿Es una ocasión especial?

      Daniel se encogió de hombros.

      ―En realidad no, pero se me ha ocurrido que debíamos celebrar que hayas recibido a tu primer huésped.

      ―No me lo recuerdes ―pidió Emily con un gemido.

      Daniel le quitó el corcho a la botella y le sirvió una copa a cada uno.

      ―Por el señor Kapowski.

      Emily brindó con él, distendiendo los labios en una sonrisa.

      ―Por el señor Kapowski. ―Tomó un sorbo, dejando que las burbujas le cosquillearan en la lengua.

      ―Todavía no tienes confianza en todo esto, ¿verdad? ―dijo Daniel.

      Se encogió de hombros, centrando la mirada en el líquido de su copa. Lo hizo girar y observó cómo cambiaba la trayectoria de las burbujas en su interior, agitadas por el gesto, antes de volver a la normalidad.

      ―Simplemente no tengo mucha fe en mí misma ―respondió al fin con un profundo suspiro―. Nunca antes he logrado nada importante.

      ―¿Qué hay de tu trabajo en Nueva York?

      ―Me refiero a nada que haya deseado de verdad.

      Daniel movió las cejas.

      ―¿Y qué hay de mí?

      Emily no pudo contener una sonrisita.

      ―No me pareces un logro tan importante…

      ―Pues deberías ―contestó él, jovial―. Un tipo tan estoico como yo. No soy precisamente el hombre más

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