Por y Para Siempre. Софи Лав

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Por y Para Siempre - Софи Лав

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en la panera pan excedente del que Karen, la mujer de la tienda de ultramarinos, había traído el otro día y podía conseguir huevos gracias a Lola y Lolly.

      Lamentando los zapatos que había elegido ponerse, Emily cruzó a toda prisa la puerta trasera hasta salir a la hierba húmeda de rocío y se acercó al gallinero. Lola y Lolly estaban paseándose por su jaula, y las dos ladearon la cabeza al oír cómo se acercaban sus pasos, seguramente esperando que les ofreciera maíz fresco.

      ―Todavía no, mis pichoncitos ―les dijo Emily―. El señor Kapowski va primero.

      Las gallinas la picotearon para mostrar su frustración mientras Emily iba a la caseta en la que ponían los huevos.

      ―Tienes que estar bromeando ―musitó cuando miró dentro y no encontró nada. Se giró para mirar a las gallinas con las manos en las caderas―. De todos los días en los que podíais no poner huevos, ¡tenía que ser hoy!

      Entonces recordó todos los huevos escalfados con los que había practicado el día anterior. ¡Debía de haber usado al menos cinco! Alzó las manos con impotencia. «¿Por qué hizo Daniel que me pusiera a escalfar huevos?», pensó frustrada.

      Volvió dentro, decepcionada ante la perspectiva de no ir a poder ofrecer tampoco hoy el desayuno que quería el señor Kapowski, y empezó a freír el beicon. Parecía ser incapaz de llevar a cabo incluso las tareas más sencillas, bien fuera por su ansiedad o por la falta de experiencia: derramó el café sobre la encimera y después dejó el beicon al fuego demasiado tiempo, por lo que los bordes quedaron demasiado hechos y ennegrecidos. La tostadora nueva, que sustituía a la que había explotado y había dejado la cocina hecha un asco, parecía tener unos ajustes mucho más sensibles que la anterior, y Emily hasta consiguió quemar las tostadas.

      Cuando miró el producto de su trabajo, por fin colocado todo en un plato, no se sintió nada satisfecha. No podía servir aquel desastre, así que fue al lavadero y echó todo el plato en los cuencos de los perros. Al menos al darles de comer se ocupaba de una de sus tareas pendientes.

      De nuevo en la cocina, intentó una vez más preparar el plato que había pedido el señor Kapowski. Aquella vez el resultado fue mejor: el beicon no estaba demasiado hecho y la tostada no se había quemado. Sólo esperaba que su huésped perdonase los ingredientes que faltaban.

      Miró el reloj y vio con un sobresalto que habían pasado casi treinta minutos.

      Volvió corriendo al comedor.

      ―Aquí está, señor Kapowski ―dijo, entrando con la bandeja del desayuno―. Lamento mucho la espera.

      Al acercarse a la mesa se dio cuenta de que el señor Kapowski se había quedado dormido. Sin saber muy bien si sentirse aliviada o molesta, Emily dejó la bandeja en la mesa e hizo el gesto de salir en silencio.

      El señor Kapowski levantó bruscamente la cabeza.

      ―Ah ―dijo, mirando la bandeja―. El desayuno. Gracias.

      ―Me temo que no tengo huevos, tomates ni champiñones hoy.

      El señor Kapowski pareció decepcionado.

      Emily salió al pasillo y respiró profundamente. La mañana había resultado estar llena de trabajo considerando el dinero que acabaría sacando de todos sus esfuerzos. Tendría que volverse algo más eficiente si quería que el negocio se mantuviera, y necesitaba un plan alternativo en caso de que Lola y Lolly volvieran a no poner huevos de nuevo.

      Justo entonces su huésped salió del comedor; había pasado menos de un minuto desde que Emily le había servido la comida.

      ―¿Va todo bien? ―preguntó―. ¿Necesita algo?

      Una vez más, el señor Kapowski pareció reacio a hablar.

      ―Um… La comida está algo fría.

      ―Oh ―dijo Emily, entrando en pánico―. Deje que se la caliente.

      ―En realidad no pasa nada ―repuso el señor Kapowski―. De hecho tengo que ponerme en marcha.

      ―De acuerdo ―accedió Emily, sintiéndose desanimada―. ¿Tiene algún plan para hoy? ―Estaba intentando sonar como la anfitriona de un hostal en un lugar de como una mujer invadida por los nervios, aunque ella misma encajaba más en la segunda descripción.

      ―Oh, no, quiero decir que vuelvo a casa ―la corrigió él.

      ―¿Quiere decir que se va? ―Emily estaba sorprendida. Sintió cómo la recorría un escalofrío―. Pero tiene reservadas tres noches.

      El señor Kapowski pareció incómodo.

      ―Yo, eh, tengo que volver. Pero pagaré toda la reserva.

      Parecía tener prisa por marcharse, y cuando Emily sugirió no cobrarle el precio de los dos desayunos que no había comido, él insistió en pagarlo todo y marcharse en aquel preciso momento. Emily se quedó de pie en la puerta, mirando cómo se alejaba su coche y sintiéndose como una fracasada.

      No supo cuánto tiempo estuvo frente a la puerta lamentándose por el desastre que había sido su primer huésped, pero al cabo de un rato oyó cómo sonaba su teléfono dentro de la casa. Gracias a la mala señal que recibía la vieja casa, el único sitio en el que tenía cobertura era junto a la puerta principal. De hecho tenía una mesita especialmente para el teléfono, una preciosa antigüedad que había rescatado de uno de los dormitorios que todavía estaban cerrados. Se acercó a ella, preparándose mentalmente para quién podría ser.

      No había muchas opciones agradables. Su madre no había vuelto a ponerse en contacto desde aquella emotiva llamada bien entrada la noche en la que habían hablado sobre la verdad de la muerte de Charlotte y, más concretamente, sobre el papel o la falta del mismo que había interpretado Emily en su muerte. Amy también había mantenido las distancias desde su caballeroso intento de «rescatarla» de su nueva vida, aunque ya habían hecho las paces. Ben, su exnovio, la había llamado muchas veces desde que Emily se había marchado, pero ella no había respondido a ninguna de sus llamadas y parecía que la frecuencia de las mismas iba disminuyendo.

      Se mentalizó mientras miraba la pantalla. El nombre que apareció parpadeando fue toda una sorpresa; era Jayne, una antigua amiga de la escuela de Nueva York. Conocía a Jayne desde niña, y a lo largo de los años habían ido desarrollando la clase de amistad en la que a veces pasaban meses antes de que volviesen a hablar, pero que en cuanto volvían a reunirse era como si no hubiese pasado nada de tiempo. Jayne seguramente se había enterado de su nueva vida de labios de Amy o por algún cotilleo y estaba llamando para interrogarla sobre aquel cambio tan repentino.

      Contestó a la llamada.

      ―¿Em? ―dijo Jayne con voz agitada y la respiración alterada―. Me acabo de encontrar a Amy cuando he salido a correr. ¡Me ha dicho que te has ido de Nueva York!

      Emily parpadeó; su mente ya no estaba acostumbrada al ritmo rápido que compartían todas sus amistades de Nueva York al hablar. La idea de correr mientras se mantenía una conversación teléfono le resultaba ahora de lo más rara.

      ―Sí, de hecho fue hace algún tiempo ―contestó.

      ―¿De cuánto tiempo estamos hablando? ―preguntó Jane. El ruido de sus pasos era audible desde el otro lado de la línea.

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